viernes, 30 de enero de 2009

Lea gratis ORO ENTRE BRUMAS


Disculpen ustedes que haya estado unos días sin aparecer por aquí, porque he estado pronunciando la conferencia inaugural del Carnaval de Málaga.
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ORO ENTRE BRUMAS
En busca del oro

El capitán Zoilo de Monegros plegó el catalejo. Mantenían buen rumbo, sin alejarse de la nave que les precedía ni acercarse demasiado a la que les seguía. El tiempo era bonancible, por lo que las relingas y las gavias del Bezmiliana apenas crujían impulsadas por la suave brisa, pero, de todas maneras, las etapas de la derrota se estaban cumpliendo según los planes. Al entregar el catalejo al grumete Pedro de Vélez, que le auxiliaba en ese momento, giró un poco la cabeza y descubrió que maese Rinaldo se encontraba unos pasos más atrás, observándole. La proximidad de ese hombre, con quien todavía no había sido capaz de cruzar una frase, le sacaba de sus casillas.
Navegaban hacia el sur, bordeando África, rumbo a las Canarias, y hacía mucho calor. ¿O era la cercanía del odiado personaje lo que le hacía sudar? ¿Cuándo iba a librarse de esa preocupación?

Maese Rinaldo comprobó con decepción que dejaban atrás las Canarias sin tocar puerto, por lo que se desvanecía una de las cuatro o cinco razones personales que le habían inclinado a aceptar el peligroso encargo cuando, en Capadocia, el gran Maestre de la Orden, aparte de las bondades doctrinales de la misión, le habló mucho más de las oportunidades científicas de la aventura que de sus riesgos. Hacía muchos años que deseaba visitar las Islas Afortunadas de la mitología, contemplar sus montañas mágicas, recorrer sus fuentes encantadas y ver con sus propios ojos el árbol que, según decían, sangraba savia roja, y resultaba que sólo se habían acercado para buscar las corrientes y los vientos que les enrumbarían hacia las Antillas. Y, entre tanto, se le hacía cada vez más insoportable la mugre que señoreaba en la nave; ya en Madrid había añorado los baños de Constantinopla, escandalizado por el repulsivo hedor que exhalaban hasta los más poderosos señores, pero, ahora, esa añoranza era casi dolorosa, por las dificultades que encontraba para el aseo y las ruidosas chanzas de la marinería que debía soportar cuando conseguía tomar un baño ayudado por los jóvenes.
Con tanta abundancia de agua alrededor, no comprendía que fuese tan atroz el tufo que emergía del sollado donde dormía la marinería, ni que la mayoría de ellos convivieran con la granulosidad piojosa de sus cabellos. Sólo el alférez Francisco de Alcaparaín y el grumete Fernando de Tolox compartían a veces el baño con él. Según le habían contado entre risas y bromas mientras izaban los toneletes llenos de agua de mar, procedían de villas donde, a causa de que sólo dos siglos antes formaban parte del reino musulmán de Granada, sobrevivía la costumbre de bañarse regularmente y existían baños públicos cuyo agua brotaba de manantiales termales. Notaba con cuánta ira acechaban los mandos del Bezmiliana cuando esos jóvenes le ayudaban y acababan bañándose también. ¿Cuál sería el motivo de la ira, el hecho mismo de bañarse, probablemente blasfemo para sus cortas entendederas, o el de cordializar con él? Lo más probable era que fuese esto último lo que les ensombrecía el ceño.
Entre las órdenes que le diera el Almirante de Castilla, figuraba la de tratar de ganarse el favor sin suspicacia de los mandos de la nave, pero, ¿cómo hacerlo, cuando ellos se habían instalado en la hostilidad con una firmeza que parecía insuperable? Todavía no se había producido ningún percance que le permitiera ejercer alguna de sus muchas habilidades, gracias a lo cual esperaba granjearse la simpatía de esos hombres, que con sus recelos, gritos y maldiciones exteriorizaban precisamente lo que no deseaban que se supiera: que eran grandes truhanes.
Los días iban discurriendo entre hedores, maldiciones, procacidad, blasfemias, insultos mascullados a su paso que fingía no entender y sus propias simulaciones de estar realizando trabajos que eran completamente inútiles. Mientras, el viento que empujaba las enormes velas traía la pureza del añorado desierto, el virginal aliento de la naturaleza no pervertida por el hombre, lo que le causaba una nostalgia casi dolorosa pero le servía para escapar espiritualmente de la mugre purulenta que le rodeaba aunque fuera tan sólo durante algunos segundos.
Dejaron de sobrevolarles bandadas de pájaros y llegó el momento en que parecían haber abandonado el mundo. El silencio alrededor era tan completo y extraterrenal, que la marinería suavizó la bronquedad de sus expresiones y las tonalidades de la voz. Recorrían la cubierta pretendiendo que los pasos no resonasen.

Transcurrido un mes desde que levaran anclas, los oficiales no conseguían ponerse de acuerdo sobre cómo resolver el problema sin riesgos. Jornada a jornada les resultaba más amenazadora la presencia de maese Rinaldo, y la inquietud crecía entre los mandos del Bezmiliana a causa de su amistad con varios jóvenes tripulantes. Jóvenes y sin fortuna, pero pertenecientes a familias que contaban con patrocinadores en la corte. Zoilo de Monegros convocó a sus hombres de confianza para la hora en que sólo el vigía y el timonel permanecían en cubierta. Sus expresiones graves y la ronquera de las voces murmuradas como en una conspiración, confirmaban que maese Rinaldo era la mayor y más grave de sus preocupaciones.
-¿Qué conseguisteis ver? -preguntó el capitán a Rodrigo de Dueñas.
-Algo que me tuvo privado una hora.
-¿Qué decís? -exclamó más que preguntó Tomás de Utrera.
-Lo que habéis oído. Todavía tiemblo al recordarlo. El maese tiene que ser quiromante o hechicero, y el comprenderlo me hizo temer que fuese capaz de ver con clarividencia diabólica a quien, como yo, además de estar a sus espaldas, me encontraba oculto en el escondite.
-¿Qué os hace suponer que es hechicero? -preguntó el capitán.
-Yo he estado demasiado ocupado toda mi vida en importantes misiones como para perder el tiempo en actividades ociosas, tales cual aprender el arte de la escritura, pero he visto escribir a muchos amanuenses y también a vos, don Tomás. ¿Cómo escriben los cristianos?
-No comprendo vuestra pregunta-dijo Tomás de Utrera.
-¿No se trazan las letras en líneas que van de izquierda a derecha?
-Así es.
-¡Pues maese Rinaldo escribe de derecha a izquierda!
-¡Herejía! -exclamó el contramaestre don Luis de Alcor.
-Tenebroso asunto... -masculló Tomás de Utrera-, cuando ningún inquisidor viaja con nosotros.
-Y, además, no le he visto trabajar en el dibujo de ninguna carta -añadió Rodrigo de Dueñas.
-Bueno, tal cosa no debe extrañaros -aclaró Zoilo de Monegros-. Lo que se me indicó de la corte es que tiene por misión trazar las del puerto de Cartagena de Indias y, si hubiera lugar, las de La Habana. Hay que leer alguno de esos papeles.
-Maese Rinaldo no escribe en papel -advirtió Rodrigo de Dueñas como si desvelara otra novedad espantosa-. Lo hace en pergaminos, y los guarda en una arqueta muy reforzada con bronces y aceros que cierra con tres llaves diferentes.
-Es necesario revisar su escribanía -decidió el capitán-. ¿Alguno de ustedes tiene idea de cuándo acostumbra a ausentarse de la cámara?
-Ahora -dijo Luis de Alcor.
-¿Queréis decir que siempre a esta hora abandona la cámara? -preguntó Zoilo de Monegros y el de Alcor asintió-. ¿Para hacer qué?
-Todas las noches pasa varias horas sentado allá arriba, en la cofa del palo mayor, junto al vigía, aunque no hablan porque no se entienden. Hay marineros convencidos de que realiza conjuros dirigiéndose a las figuras astrales e invocando a dioses paganos. Según refirió con espanto uno de los vigías, hay momentos en que en vez de permanecer sus posaderas en la cofa, levita en el aire cual endemoniado; pero cuando lo llamé a mi cámara para exigir su testimonio y presentarlo ante el tribunal de la Santa Inquisición en Cartagena, negó haber afirmado tal cosa, como si su voluntad hubiera sido anulada por ese alquimista maldito.
Las expresiones de todos reflejaban el horror más hondo.
-¿Y ahora se encuentra en la cofa? –preguntó el capitán
Alcor volvió a afirmar con la cabeza y el capitán sacó una llave del cajón, diciendo a continuación:
-Vos, que leéis bien, don Tomás, id a ver si pudieseis descubrir algo -le entregó la llave-. Antes de intentar abrir la cámara, aseguraos de que permanece en la cofa, por si poseyera en verdad las artes infernales que don Rodrigo le supone, no vaya a ser que una maldición suya nos ciegue los ojos o el entendimiento y perdamos la estela de los demás navíos. Si conseguís encontrar uno de sus pergaminos, mirad si sois capaz de descifrarlo. Dejadlo todo tal como lo encontréis y procurad por la sangre de Cristo que él no pueda advertir la intromisión.

Desde la cofa del palo mayor, la contemplación del firmamento una despejada noche sin luna, en alta mar, era un espectáculo prodigioso. La nitidez de las constelaciones las hacía reconocibles al primer golpe de vista y cada planeta era un punto inconfundible por sus colores característicos. Hasta el marino menos experto podía orientarse con facilidad bajo la tachonada bóveda celeste. Maese Rinaldo sabía algo de marinería, pero sin ninguna práctica, gracias a los libros que había incluido recientemente en su equipaje: "Arte de navegar", de Pedro Núñez de Saa, publicado en latín; la "Geografía o moderna descripción del mundo y sus partes", de Sebastián Fernández Medrano, y un "Tratado de la carta de marear geométricamente demostrada" escrito por Juan Cedillo Día. Los había memorizado casi literalmente, por si llegaba el caso de tener que demostrar saber teórico ante los mandos del Bezmiliana. Pero, a despecho de su inexperiencia náutica, podía señalar por su nombre la inmensa mayoría de los puntos más luminosos que contemplaba e indicar el rumbo que la nave debía seguir. También en el gélido desierto, allá en Persia, tenía el firmamento ese aspecto, más rutilante que en la brumosa Europa.
Un rumor, o lo que parecía un quejido amordazado, le rescató del éxtasis contemplativo y miró hacia abajo.
En cubierta, en el ángulo que formaban la borda y el alcázar, varios hombres forcejeaban entre los rollos de escotas y las falcas que servían de contrafuertes a la escotilla mayor, ante la indiferencia sarcástica del timonel, que sin duda tenía que ver la escena desde la bitácula, puesto que esta caseta del timón coronaba el alcázar. Aunque no brillaba la Luna, la claridad estelar bastaba para apreciar que uno se debatía con desesperación sujeto y golpeado por cuatro, en lucha abrumadoramente desigual. Fue el injusto desequilibro de fuerzas lo que le incitó a bajar apresuradamente, puesto que desde sus años mozos no había vuelto a dejarse arrastrar por contiendas en las que nada le fuera.
Cruzó la cubierta con sigilo, escondido por los grandes rollos de escota, se deslizó hacia popa con cuidado de no hacer ruido y, embozado tras los contrafuertes del escotillón, atisbó hacia los cinco hombres, seguro de que no podía ser visto. Mostrándole amenazadoramente la daga, exigió al timonel su silencio por señas. El que se debatía en el suelo, con las calzas rotas a tarascadas y la boca tapada firmemente por la palma de una mano, era don Francisco de Alcaparaín. Los que lo sujetaban con manifiesta saña, mientras cruzaban frases susurradas con impaciencia, eran cuatro hombres de su misma graduación, pero mucho mayores que él. ¿A qué se debería la pelea? ¿Por qué, si tenían alguna cuenta que dirimir con Francisco de Alcaparaín, lo habían conducido a ese lugar para hacerlo, tan lejos de la tripulación? Había presenciado ya muchas trifulcas a bordo, y siempre los contendientes parecían desear contar con testigos; jamás intervenía nadie que no estuviese involucrado en la pendencia, pero en todos los casos se formaban corros bulliciosos que podían congregar a la totalidad de los marineros.
Caviló qué hacer. Los españoles tenían un sentido del honor demasiado quisquilloso, y don Francisco era un hidalgo a quien suponía entrenado para las lides. ¿Consideraría una afrenta que acudiese a prestarle su ayuda? En cualquier caso, necesitaba esa ayuda y se la iba a prestar. Saltó sobre el grupo; le bastaron ocho de los golpes aprendidos en Constantinopla para librar a Francisco de sus agresores, que huyeron presta y silenciosamente.
Ayudó al joven alférez a alzarse del suelo. Al enderezarse, descubrió que había lágrimas en sus ojos y que un hilillo de sangre se le escurría de la comisura izquierda de los labios. El rostro casi adolescente presentaba varias tumefacciones.
-¿Qué ha ocurrido, don Francisco?
-Maese Rinaldo... debéis jurar por vuestro honor que a nadie hablaréis de esto.
Rinaldo se tocó el pecho con la mano.
-Tenéis mi palabra, pero difícilmente podría hablar yo de lo que ignoro. Sólo he visto una pelea muy desigual y por ello he acudido a ayudaros.
-Esos hombres...
Rinaldo notó que al joven se le quebraba la voz en un sollozo.
-¿Qué?
-¡Señor, Señor, qué ultraje! Habíamos estado bebiendo cordialmente y hablando con tristeza de nuestras amadas, de las que nos arde la añoranza; cada uno describió holgadamente las dotes y gracias de su musa y, por turno, cantamos la poesía que nos inspiraba y, poco a poco, insensiblemente, la poesía degeneró en lujuria y fuimos arrastrados por la procacidad llegando a hablar de los apremios de la carne con una liberalidad que os escandalizaría. Íbamos a dormir, cuando esos cuatro se abalanzaron sobre mí y me arrastraron hasta este punto. ¡Querían usarme cual si fuera mujer, maese Rinaldo!
Éste puso cara de circunstancias, porque su primer impulso fue reír. Mantuvo el gesto serio, aunque con un brillo de simpatía y solidaridad en los ojos.
-A partir de esta noche y para siempre -afirmó Francisco de Alcaparain-, estoy en deuda con vos. Nada que os ataña me será ajeno, tanto en la fortuna como en la desgracia, y podéis disponer de mi mano y de mi espada como si fueran vuestras.

Don Tomás de Utrera oyó rumores en cubierta, lo que le hizo anudar torpemente la cinta, abandonar con precipitación el camarote de maese Rinaldo y correr hacia el del capitán.
-¿Qué habéis descubierto? -preguntó don Zoilo.
El de Utrera inspiró hondo, pasándose el dorso de la mano derecha por los labios y enjugándose con la bocamanga del camisón el sudor que perlaba su frente.
-¡Indescriptible! -dijo con voz aterrorizada.
-¿De qué se trata? -Rodrigo de Dueñas estaba en ascuas.
-Hice tal como me ordenasteis -respondió don Tomás mirando sombríamente a los ojos de don Zoilo-. No había a la vista ningún pergamino completamente escrito pero sí uno que apenas contenía tres líneas... a pesar de lo cual estaba enrollado y sujeto con cintas. Señor, qué espantoso descubrimiento. Lo que escribe maese Rinaldo no hay cristiano que lo entienda; ha de tratarse de signos cabalísticos aprendidos quién sabe en cuál de los siete niveles del infierno. Seguramente, el más profundo. No soy persona letrada, pero he visto en la Alhambra cómo escriben los infieles agarenos y una vez tuve en mi villa el privilegio de formar parte de un tribunal de la Santa Inquisición, donde se juzgaba a un judío converso por haberse comido a un recién nacido, en un rito abominable que acompañaba con la escritura de su lengua maldita, en un papel que era la prueba irrefutable de que disponía el tribunal. Los signos de maese Rinaldo no sólo no son cristianos, sino que ni siquiera se parecen a los agarenos ni a los hebreos.
Impresionados, todos callaron un buen rato. Cada uno rumiaba su espanto.
-Bien -dictaminó el capitán-. Es evidente que albergamos a un hereje sospechoso de haberse aliado con Satán, que, sin duda, ha conseguido infiltrar con sus malas artes la mente de uno de los hombres más poderosos del reino. La enormidad del caso nos inhabilita a nosotros para adoptar ninguna decisión, porque, dado el poder demoníaco de ese hombre, con el que ha conseguido apoderarse de la voluntad del Almirante de Castilla y de muchos hombres de este navío, se nos podría acusar de desacato y traición, y seríamos encerrados en mazmorras a perpetuidad. Hemos de esperar a presentar los cargos ante el gobernador de Cartagena. Que sea él quien asuma tan arriesgada responsabilidad.
-¿Y entre tanto? -preguntó Rodrigo de Dueñas.
-Durante lo que resta de travesía -respondió Zoilo de Monegros-, fingiremos amigabilidad con él, a fin de que no se sienta tentado de usar con nosotros sus artes infernales. La hipocresía y el fingimiento no serán pecado si el motivo es la preservación de la vida y los intereses de unos buenos cristianos. Por otro lado, y teniendo presentes las probables facultades adivinatorias que poseerá, deberemos ser extraordinariamente cuidadosos cuando tengamos que establecer las cuotas en Cartagena y en Portobelo si antes no consiguiéramos liberarnos de su horrísona compañía.
-Sufro malos presentimientos -se lamentó don Tomás de Utrera-. Tantos sueños de restablecer mi hacienda que abrigaba durante los preparativos de esta travesía, pueden verse malogrados.
-Yo -dijo el capitán-, cuando retornemos a España, habría de fijar la dote de mi hija Catalina, que se ha prometido a un lustroso hidalgo de Zaragoza, y ahora pierdo el sueño por la probabilidad de que tal cosa resulte imposible por culpa de ese endemoniado.
-¿Y si simuláramos un accidente y lo lanzamos a la mar? -sugirió Rodrigo de Dueñas-. Sería un servicio a la Santa Madre Iglesia y hasta nos reportaría indulgencia plena.
-Recordad, don Rodrigo -advirtió el capitán-, que maese Rinaldo cuenta con cómplices en la tripulación, en lo que seguramente es un contubernio de posesos. Esos jóvenes bellacos, con las artes inoculadas por el hereje genovés, consiguieron engañarnos al enrolarse y continúan engañándonos con su docilidad y aparente buena disposición. Seríamos denunciados y ahorcados, sin posibilidad de que demostrásemos, como haremos, la justicia de la ejecución de ese monstruo.

Habían transcurrido sesenta y ocho días desde la partida de Cádiz. El calor era insoportable, aunque el sol se encontraba oculto por una densa capa de nubes. Sentado junto a Francisco de Alcaparaín en la borda de la cubierta del castillo de proa, maese Rinaldo se rascaba con disimulo entre el pajizo vello de su barba, bajo el mentón. Trataba cortésmente de prestar atención al joven, pero apenas le escuchaba.
-El sitio de Carratraca... -dijo don Francisco de Alcaparaín, pero se detuvo al advertir la mirada ausente de maese Rinaldo, perdida en el horizonte.
Debían de estar a punto de arribar a las Antillas, porque cada vez eran más numerosas las aves que les sobrevolaban. Maese Rinaldo ansiaba llegar a puerto, porque no conseguía adaptarse a las miserias que imperaban en el navío. Algunos hombres padecían escorbuto; había estado proveyéndoles de sus reservas personales de limones, pero ya se le habían agotado y toda la tripulación podía llegar a padecer esa enfermedad, incluso él mismo, si no diversificaban pronto la dieta. Ahora, agobiado por el picor de huéspedes a los que no había conseguido vedarles el paso, sentíase incapaz de conversar con Francisco de Alcaparaín, porque soñaba con el momento en que, una vez anclado el galeón, pudiera lanzarse al agua.
-El sitio de Carratraca -repitió pacientemente don Francisco, comprendiendo que el maese tenía el pensamiento arrebatado por otros asuntos-, donde señorea mi familia, es como un jirón del cielo caído en la Tierra. Su aire es el más puro y fragante que imaginar podáis y el Sol nos hace la caridad de no ausentarse nunca mucho tiempo. Según se asciende la montaña, veis cambiar la vegetación como si viajaseis desde el trópico a las tierras hiperbóreas, encontrando conforme subís palmeras, olivos, encinas y, en lo más alto, unos abetos que nosotros llamamos pinsapos. Señor, Señor, ¡cómo ansío volver!
Maese Rinaldo se rascó disimuladamente el costado izquierdo, cerca de la axila, y comentó:
-Ese viaje desde el trópico hasta el Polo Norte que habéis sugerido, he tenido que realizarlo yo muchas veces.
-¿Habéis visitado el norte?
-Hasta donde la noche puede durar seis meses -respondió el maese mientras se rascaba la entrepierna, donde sentía distintamente cada uno de los saltos y recorridos de los insectos.
Desafortunadamente, no disponía de elementos con los que elaborar elixires cuyas fórmulas conocía. ¡Si un milagro pudiera transportarlo a la higiénica delicia de un hamam de Constantinopla!
-Dicen que allí, en las tierras hiperbóreas, aparece con frecuencia la gloria de Dios en el cielo -dijo Francisco con gesto soñador.
-¿La gloria de Dios? -aunque trataba de evitarlo, maese Rinaldo no consiguió que su mano le obedeciera y se rascó vigorosamente la espalda-. No, don Francisco; se trata de un fenómeno natural. Las auroras boreales han sido estudiadas por los hombres de ciencia y, con muchos cálculos y algo de suerte, es posible anticipar cuándo podrían ocurrir.
-¿Y esas tierras del moro que tan bien decís que conocéis, no son peligrosas para un cristiano?
-No, don Francisco -perdido el control, y el pudor de hacerlo ante el joven, se rascó desesperadamente por todo el cuerpo, la nuca, tras las orejas, las axilas, el pecho, la espalda y las nalgas-. Hay en Constastinopla templos ortodoxos, iglesias católicas y sinagogas judías que a nadie perturban ni incomodan. Y en Egipto, existe uno de los más antiguos ritos cristianos, el copto, cuyos practicantes lo exhiben sin recelo y producen hermosísimas obras artesanales cristianas con una técnica que sólo ellos dominan.
-No quisiera parecer metomentodo, maese Rinaldo, pero, ¿por qué razón habéis vivido en esos países?
Rinaldo tragó saliva. Quizás estaba confiando excesivamente en el joven, que con su inocencia, su anhelo de conocimientos y su desmesurada afición por él, tal vez le hacía exponerse a revelarle más de lo conveniente.
-Soy curioso, don Francisco -respondió mientras se introducía la mano bajo el jubón y se rascaba el ombligo-. Quedé huérfano a los catorce años y fui encomendado a la tutela de un hombre sabio, que se afanó en la tarea de ablandar mis duras entendederas con la única virtud que distingue verdaderamente a los hombres de las bestias: el afán de saber. Ese afán me ha llevado durante los últimos veinte años a recorrer gran parte del mundo y tal es también lo que me ha inclinado a aceptar el encargo de dibujar las cartas de Cartagena. Es ésta mi primera oportunidad de visitar las Indias Occidentales. Espero, con ayuda de Dios, enriquecer grandemente mis conocimientos.
-Entonces, ¿sólo tenéis treinta y cuatro años? -el maese asintió-. Sin embargo sois ya dueño del saber del mundo.
-No exageréis, don Francisco. Yo me siento un aprendiz.
-¡Un aprendiz! Sois el ser más extraordinario que he conocido en mi vida.
El deslumbramiento del joven era demasiado patente. Aunque complacido, Rinaldo temió por su suerte, dado que cualquiera que frecuentara podía verse incluido en la animosidad de los mandos del navío que, extrañamente, no se había manifestado con tanto clamor los últimos días. Decidió, sin embargo, que tenía que evitar aparecer más de lo conveniente en público con don Francisco.

Avistaron Trinidad aunque, al igual que en las Canarias, el navío no tocó puerto, pero les acompañaban bandadas inmensas de alcatraces, lo que significaba que en ningún momento se alejaba el galeón demasiado de tierra firme. La travesía tocaba a su fin. Las grandes y feas aves armaban remolinos oscuros en el aire, lanzándose certeramente sobre cualquier residuo que fuese arrojado al mar desde la borda.
Continuaron remontando la costa de Nueva Andalucía y, por fin, advirtió con júbilo maese Rinaldo que la flota arriaba las velas y anclaba frente a la isla de Santa Margarita, mientras que tan sólo un patache se dirigía a puerto. En vez de observar los movimientos y tratar de comprender a qué se debía esa parada sin llegar a acercarse a tierra, en cuanto estuvo seguro de que el anclaje iba para largo se despojó de la ropa y saltó al agua, ante la expectación estupefacta y algo escandalizada de la marinería.
-¡Maese Rinaldo -gritó Francisco de Alcaparaín desde cubierta-, sabed que estas aguas están infestadas de escualos terribles!
-Venid vos también -repuso el maese-, beneficiará a vuestra salud.
-¡Líbreme la Virgen Santísima! Ni sé nadar ni jamás lo haría junto a los temibles monstruos que pueblan estos mares.
Con objeto de no pronunciar el sarcasmo que le inspiraba el hecho de que un aspirante a oficial de marinería no supiera nadar, maese Rinaldo se impulsó para zambullirse. Libre de los picores, estaba gozando como no recordaba que fuera posible, lleno su pecho del júbilo de quien vence a un enemigo que ya había desesperado de conseguir vencer a pesar de lo minúsculo de su tamaño; rememoró con una sonrisa una de las frases más memorables del recitado que acompañó su jura de votos al ingresar en la Orden: “¡Glorioso es nuestro retorno victorioso del combate, feliz nuestra muerte de mártires en la lucha!”. Había sobrevivido a la más miserable de las batallas que le hubiera tocado librar y ahora sentía próxima la victoria. El agua era tan transparente como el aire y en el fondo de arena blanca y bosques de coral, también blanco, pululaban miríadas de peces con todos los colores del arco iris, que no se apartaban asustados por su presencia, porque sólo tenían por enemigos a las barracudas y los tiburones. Ningún hombre había sido jamás un predador en ese maravilloso y silencioso mundo, y Rinaldo evolucionó entre los aleteos multicolores como un huésped bienvenido, sintiendo que podía volar, que la ingravidez le liberaba de la tiranía de un cuerpo desposeído de nobleza y esencia divina, puesto que podía ser profanado y devorado por seres minúsculos, cochambrosos y repulsivos como los piojos.
-Miradlo -murmuró don Tomás de Utrera al oído del capitán, señalando la silueta pálida del cuerpo del maese entre dos aguas-. Su audacia es propia de endemoniado. ¿No tendremos la fortuna de que un tiburón lo parta por la mitad?
-Dios os oiga.
Tras muchas piruetas y largas inmersiones que a todos los perplejos marineros asombraban, maese Rinaldo emergió junto al costado de la nave, desde cuya borda le observaba consternado don Francisco de Alcaparaín.
-¿Tendríais la bondad de echar mis vestiduras? -le rogó.
Cayeron unos metros a su derecha. Cuando las pudo aferrar, volvió a sumergirse con ellas. Confiaba que el salitre, el movimiento a través del agua y el restregarlas contra los macizos de coral exterminaran a los parásitos. Una vez que consideró que tal milagro podía haber ocurrido, pidió a don Francisco que le lanzara un cabo y la escala. Ató la ropa, que fue izada por el joven, y mientras subía a bordo por la escala, descubrió que ya regresaba el patache que había sido enviado a la isla. ¿Cuánto tiempo había permanecido, entonces, en el agua? Calculó con sorpresa que habían sido varias horas. Cayó en ese momento en la cuenta de que tenía el mar de las Antillas una temperatura que posibilitaba la permanencia indefinida en sus aguas, igual que en el mar Rojo.
Al poner pie en la cubierta, los marineros batieron palmas y le aclamaron; sorprendido, se detuvo para corresponder la aclamación con una sonrisa y una cómica genuflexión. Fueran cuales fuesen sus sentimientos hacia él, aquellos hombres estaban impresionados por el coraje que había demostrado, según las medidas y el entendimiento que ellos poseían de tal virtud.

Maese Rinaldo lamentó no haber podido examinar lo que el patache había llevado a la flota desde Santa Margarita, lo mismo que una nave que fue enviada primero a La Guaira y, luego, a Maracaibo. Sabía que se trataba de víveres en su mayor parte, pues también el Bezmiliana había recibido varios capazos, sobre todo de frutas sorprendentes que llamaban papaya, aguacate, guayaba, mango y ananás, pero había escuchado a los marineros hablar de perlas. De grandes, enormes, increíbles cantidades de perlas.
Una semana más tarde, mientras enfilaban la entrada a la bahía de Cartagena bordeando el fuerte de San Luis de Bocachica, se dijo que debía permanecer más atento y ser mucho más cauteloso y sutil a partir de ese día. Había llegado la hora de fingir trabajar en serio y armar al mismo tiempo la difícil y complicadísima arquitectura de su peligrosa misión. Mediante la traducción de Francisco de Alcaparaín, solicitó un ayudante al capitán, que le asignó al grumete Fernando de Tolox. Con su ayuda, llevó a cubierta los instrumentos y comenzó a medir la intrincada geografía de la enorme rada, casi un mar interior. Eran muchos los fuertes alzados en las orillas, en los puntos donde la sinuosa costa avanzaba hacia el mar, dibujando estrechos, calas incontables y canales entre ciénagas que llamaban manglares, bajo bandadas impresionantes de aves desconocidas que gritaban como personas y tenían todos los colores del universo. Ese mar interior estaba salpicado de edificaciones formidables, ciclópeas, con innumerables baterías de cañones en las almenas. Cuando avistaron el puerto de Cartagena, contempló a su derecha una de dimensiones aún más extraordinarias. Lo primero que le vino a la mente, como única comparación posible, fueron las pirámides de Egipto. Una construcción digna de los faraones.
-¿Cómo se llama ese castillo, don Fernando? -preguntó al grumete.
-San Felipe de Barajas. Me extraña que no hayáis oído hablar de él. Se trata de un fuerte del que toda la marinería se hace lenguas.
Rinaldo apretó los labios. En efecto, tal nombre figuraba en los documentos que se le había exigido memorizar, pero el asombro mismo de su contemplación le había hecho olvidarlo.
Terminó en pocas horas un dibujo razonablemente bueno con que simular un trabajo de cartografía, pero sólo se trataba del punto de partida y en él figuraban nada más que los accidentes más destacados. Ahora tenía que fingir enfrascarse en su estudio y perfeccionamiento, mediante el recorrido minucioso de todo el perímetro en bote, lo que le tomaría demasiado tiempo como para ocuparse de lo que debía. Tenía que encontrar el medio de conciliar ambas actividades. Fue ante el capitán a pedirle el bote, los dos remeros y el ayudante. Como siempre que tenía que hablar con don Zoilo, don Francisco de Alcaparaín le sirvió de intérprete.
-Llevaos a don Francisco, mismamente, hijo de meretriz purulenta -dijo el capitán con expresión sibilina.
Como de costumbre, don Francisco no tradujo el insulto.
Alcaparaín era el que menos pensaba el maese solicitar, puesto que tenía poderosas razones para intuir que su amistad perjudicaba al joven. Dedujo, sin embargo, las que podían motivar la elección de don Zoilo: en el mismo bote, se quitaba de enmedio a dos temidos testigos.
Consecuentemente, abrevió los teatrales recorridos tanto como le fue posible sin delatar su impostura, aunque había momentos en que sentía la tentación de olvidar la misión impulsado por su insaciable sed de conocimientos, porque cuando contemplaba la naturaleza todavía en estado casi salvaje se hacía tantas preguntas que su tentación más poderosa era la de hallar respuestas. Los árboles de los manglares crecían directamente en el agua salada del mar, ¿cómo era ello posible? Recordaba haber visto algunos árboles en el agua salada del mar Rojo, pero entonces no les dio mucha importancia ni se interesó por ellos porque creyó que se encontraban en riberas circunstancialmente inundadas; y se trataba, en realidad, de agrupaciones vegetales pequeñas, no los inmensos bosques acuáticos que ahora recorría, tan palpitantes de vida. Veía las bandadas de peces que apenas se apartaban del bote, indiferentes ante la cercanía de los hombres, pobres ingenuos; en los fondos, visibles a través de las límpidas aguas, se amontonaban moluscos de muchas clases, caracolas inmensas y grandes almejas, y las raíces de los mangles aparecían recubiertas completamente de ostras, como si se tratara de una plaga. Y en el aire, era permanente el vuelto de tantos de aquellos pájaros asombrosos, que había momentos en que el cielo se teñía completamente de rojo o azul, o violeta o verde, cambiante como un calidoscopio.
Ante tanta belleza y tanto que merecía ser notificado a los científicos de Europa, comprendió que un embrujo más imperativo que su voluntad y que las órdenes recibidas podía conseguir desviarle del objetivo del viaje, de modo que, a los tres días, anunció al capitán que había acabado. Notó su expresión de extrañeza, su incredulidad, pero no asomó a sus labios ninguna recriminación.

Don Zoilo de Monegros había estado esperando esos mismos tres días que el gobernador de Cartagena le recibiera en audiencia. La inesperada presencia permanente, de nuevo, de maese Rinaldo en el navío, iba a ocasionar que ocurriera precisamente lo que había tratado de evitar enviando a don Francisco de Alcaparín con él; que esa entrevista pudiera llegar a sus oídos, sin contar el trasiego de mercancías que tampoco le convenía que ninguno de los dos presenciara.
Fue avisado con sólo una hora de anticipación.
Abandonó la rada de las Ánimas sintiéndose como ellas, un alma atribulada que era incapaz de calcular cuánto duraría su tormento. Ingresó en el baluarte por la puerta de Santo Domingo recordándole al santo que tenía que casar a su hija del modo más pródigo, ya que Catalina le hacía sentir orgulloso, y de una materia superior, a causa de sus muchas virtudes y su gran belleza. Le impresionó la severidad del edificio de capitanía y la lobreguez austera del corredor por donde fue conducido. El gobernador, un hombre gordo y rubicundo, que hablaba tan musicalmente como los naturales de las Indias, le recibió vestido sólo con unas calzas, que tenía arrolladas hasta más arriba de las rodillas, y un camisón suelto sobre ellas que estaba empegostado a su piel por el sudor. Ni un mísero jubón ni unos calzones figuraban en su atavío. Tenía en la mano un soplillo de palma con el que no paraba de darse aire.
-Decidme, capitán, ¿qué os trae?
-Por orden del Almirante de Castilla, me acompaña en el barco un maese que tiene oficialmente la misión de trazar nuevas cartas de la bahía de Cartagena. Pero poseo poderosísimas razones para creer que se trata de un simulador terrible..., creo que es un hechicero que pudiera haberse valido de malas artes para apoderarse de la voluntad del Almirante.
-¡Que decís, capitán! ¿Conocéis la gravedad de lo que afirmáis?
-Dios Nuestro Señor sabe que sí. Por ello me presento ante vos aun a sabiendas de los riesgos que corro. Soy fiel servidor de Su Majestad y, por ello, afronto resueltamente esos riesgos, con tal de librar al reino de tan maligna influencia.
-¿Y por qué no habéis expresado esos temores ante vuestro almirante, don Manuel Velasco de Tejada?
-Porque, lejos de tierra firme, y sin la presencia de algún venerable magistrado del Santo Oficio, temía que también al almirante pudiera embrujar.
El gobernador examinó a don Zoilo de Monegros. Era un hombre cuya insignificancia sólo obtendría algún realce si se le aupaba a la peana dorada de una imagen de iglesia; en realidad, ni siquiera todo el oro de los incas bastaría para darle lustre. Tenía los ojos desencajados, pero intuyó que no a causa del temor que manifestaba, sino a otro que podía aventurar: la posibilidad de ser acusado de latrocinio; una acusación por la que había tenido que condenar a la horca a dos capitanes de la Flota de la Plata el año anterior.
-¿Portáis, por ventura, la orden por la que lo enrolasteis?
-Desde luego. Vedla.
El gobernador leyó con mucha concentración las dos hojas de papel profusamente cubiertas de escritura. Cuando terminó, soltó una carcajada.
-¿Cuáles signos os han convencido de que ese hombre es un impostor, y nada menos que un hechicero con poderes sobrenaturales?
-Lee mucho, mira todas los noches las estrellas y escribe de derecha a izquierda con signos cabalísticos que nadie puede entender.
-¿Cómo os llamáis?
-Zoilo de Monegros.
-Ved, don Zoilo lo que aquí reza -el gobernador acercó a sus ojos la orden-. Maese Rinaldo de Liguria es, al parecer, uno de los pocos sabios de nuestra época que pasarán a la historia. Es abrumador el caudal de su sabiduría. Sus conocimientos de cartografía son los menos significativos de los que posee; ha estudiado medicina, astronomía, arquitectura y, últimamente, las artes de marear. Habla... ¿sabéis cuántas lenguas?
-No la nuestra.
-Un hombre de sus cualidades, después de casi tres meses en el galeón, seguramente la entiende; la orden asegura que trataría de aprenderla. Pero es que ya domina trece lenguas con sus escrituras. Dice aquí, ved -por su expresión, el gobernador descubrió que el capitán no sabía leer-, que puede escribir, inclusive, como sólo saben escribir los monjes del Himalaya. Lo que vos creéis escritura cabalística, será cualquiera de las múltiples caligrafías que conoce. Serenaos pues, capitán, e id con Dios. Alívieos saber que no hablaré de esto a vuestro almirante. Debéis agradecer el honor de que un hombre como él se aloje en vuestra nave.
El capitán abandonó la casa de capitanía con el humor más sombrío aún que al llegar. Ahora resultaba que el maldito maese había estado burlándose de él, puesto que comprendía lo que decía. ¡Había entendido todos los insultos que le dedicara con el convencimiento de que el intérprete no iba a traducírselos!
Tenía que encontrar el modo de mandar un correo al virrey, a Bogotá. ¿Cómo podría hacerlo sin cumplir el trámite obligatorio de comunicárselo al almirante don Manuel Velasco de Tejada?
Maese Rinaldo gozó de dos meses de paz, libre del acecho de los oficiales o, al menos, libre de acechos que pudiera detectar. Los aprovechó muy bien.
Los correos enviados por el almirante a los virreyes de Nueva Granada y el Perú para que difundieran entre los mercaderes la nueva de la llegada de la Flota de Tierra Firme, habían surtido efecto hacía ya varias semanas. Los cargamentos de mercancías, oro, plata, gemas y perlas procedentes del Perú estarían navegando en esos momentos por el Pacífico camino de Panamá, donde atravesarían en mulos el istmo hasta Portobelo, a la espera de la arribada de la flota a ese puerto y la subsiguiente celebración de la feria de trueque más famosa de las Indias, pero los cargamentos de Nueva Granada habían llegado, en su totalidad, a Cartagena y la estiba se encontraba a punto de acabar.
Escribió mucho en Cartagena, siempre de derecha a izquierda. Realizó los cálculos compaginando tres métodos diferentes: la estimación visual del volumen, el peso de lo cargado según el chirrido de los cabrestantes y el valor declarado en los registros que escribía Pedro de Vélez a las órdenes del capitán, valor que siempre tenía que multiplicar por siete u ocho para ajustarlo a sus observaciones directas.
Cuando averiguó que sólo faltaban cuatro días para la partida hacia Portobelo, enrolló dos pergaminos dentro de uno sin usar, para preservarlos del sudor; se los anudó junto a la piel del costado, bajo el brazo derecho, con un cordel de seda; vistió luego el camisón y el jubón más holgado de los dos que poseía de estilo español; extrajo del doble fondo de una de las bolsas seis piezas de oro y las guardó en un monedero de cincho; guardó en el zurrón un catalejo que, plegado, abultaba poco menos que una albaceteña; metió también en el zurrón el salvoconducto, por los tropiezos que pudiera encontrarse. Habiendo decidido, tras un caviloso recuento, que no le faltaba nada, bajó a tierra, donde tuvo que escabullirse del cerco amable y bienintencionado, aunque inoportunamente insistente, de don Francisco de Alcaparaín,
Deambuló un buen rato entre los tenderetes del mercado, donde ya quedaban muy pocas mercancías de las traídas de España. Ningún arma ni pipa de vino, sólo algunas pacas de lana de Castilla y unos pocos cacharros de cerámica de Talavera y Manises permanecían expuestos. En cambio, abundaban y no paraban de llevar a los barcos maderas de Campeche, ámbar gris, cueros, amatistas, lana de vicuña, esmeraldas y perlas. El oro era introducido directamente en los galeones, igual que casi toda la plata, pues sólo vio amontonados en el mercado unos cimeros de tortas, como quesos argentíferos, mientras que había visto llevar a los navíos cantidades que sumaban muchas toneladas.
Una vez que se convenció de que nadie que lo conociera podía descubrirle ni sospechar de sus pasos, buscó el recodo donde vendían monturas. Adquirió a buen precio un caballo al que le quedaban pocos galopes y, tras cruzar la ciudadela de parte a parte, se dirigió a Calamarí, donde sabía que podría comprar una esclava. Pagó por ella tres veces más que por el caballo, lamentable inversión, porque el vendedor, después de examinarle astuta y pícaramente, dedujo que trataba de comprar un exótico objeto de placer, mientras que Rinaldo sólo había preguntado si podía o no expresarse en castellano. La muchacha que le entregó, una morena clara con ojos como ascuas, sólo tendría unos dieciséis años, pechos puntiagudos que lanzaban su camisa hacia la tentación y unos labios jugosos que condensaban la melaza de todo el ron de Las Antillas. Recordó que un Caballero de Cristo era constantemente un cruzado empeñado en una lucha doble: contra la carne y la sangre, y contra las potencias espirituales. No obstante, un fratre milite tenía, en los tiempos que corrían, licencia para consolarse si ello era menester, pero no en las circunstancias apremiantes del momento presente, cuando tan grande peligro podía correr y tan indispensable era el uso de todas sus facultades, y debía emplearlas en gracia plena. Sonrió a la morena con expresión que trataba de transmitirle serenidad y confianza, como diciéndole que toda expectativa, buena o mala, que albergase su pensamiento, debía quedar postergada.
La aupó a la grupa y espoleó el caballo hacia el noreste. Sería, le habían dicho, poco más de una hora de viaje, pero con aquel jamelgo era el tiempo difícil de calcular. Encontró primero las ciénagas palpitantes de pájaros, peces y moluscos y, después de conseguir vadearlas tras varios laberínticos intentos, viró hacia el sur, donde, no mucho más tarde, dio con el poblado de construcciones sobre estacas clavadas en los fondos cenagosos, a las que llamaban palafitos; notó que los indígenas miraban sin miedo ni mayor precaución los numerosos reptiles, como pequeños cocodrilos, que alborotaban el agua en torno a sus casas. Más allá, el terreno se tornó más compacto y transitable, una especie inmensa de prado entre palmeras altísimas de troncos rectilíneos casi blancos y lisos, como si fueran de cera; estupefacto, calculó que la mayoría de las palmas superaban las sesenta varas de altura.
Tuvo que cruzar varios riachuelos apeándose para halar de la montura, que parecía no contar con excesivo espíritu aventurero y se resistía a introducirse en los torrentes; también la expresión de la muchacha reflejaba miedo. Observándola, se preguntó si él, asimismo, debía dejarse abatir por el temor. Quienes debía encontrar no era gente que se distinguiera por ninguna clase de escrúpulos y, si de veras le habían esperado y no se habían hartado de hacerlo con su carácter atrabiliario, tal vez pasarían el tiempo borrachos y, con ello, capaces de todo horror.
Tras vadear otro pequeño bosque de mangle, volvió a enfilar hacia el noreste, donde de pronto el paisaje se volvió oscuro y húmedo como un encantamiento. Enormes árboles de elegantes troncos, junto a palmas y arbustos que no sabía si eran árboles pequeños o hierbas gigantescas, formaban la floresta más variada que hubiera podido imaginar. Muchas ramas arbóreas aparecían parasitadas de bromelias, formando constelaciones de estrellas verdes donde los troncos se bifurcaban. También era prodigiosa la variedad de flores. Le resultaba difícil comprender que hubiera tal explosión de color bajo la bruma crepuscular y casi irreal del bosque; las flores colgaban en lilas y rosas de todas partes, entre las que saltaban monos pequeños que parecían llevar antifaces claros. El viejo caballo se detuvo en varias ocasiones, reluctante, ante la presencia de pequeños e inofensivos animales, como una especie de cerdo con una larga trompa y otro que no supo dilucidar si sería mamífero o reptil, pues presentaba una coraza que parecía de escamas, pero también una cola peluda.
Tal como le habían explicado, siguiendo siempre la dirección nordeste, atravesó en poco más de media hora el bosque, que debía de ocupar sólo una franja costera, y vislumbró en lontananza la que le aseguraron en Madrid que sería la única elevación destacable que habría a la vista. Allí encontraría lo que buscaba.
Sin embargo, la duración del viaje había sido más larga de lo anunciado; estimó que habían transcurrido unas dos horas y media desde su partida cuando coronó el selvático promontorio. Abajo, a la derecha, estaba la pequeña cala. Sintió apremiantes deseos de bajar y darse una zambullida, porque se trataba del edén más ameno que hubiera contemplado en su vida: un arco de arenas blanquísimas enmarcadas por un denso cocotal. Tal como esperaba, había un navío anclado al pie del promontorio, sin pendón ni estandarte que lo identificaran, aunque él podía determinar sin error tanto su origen como su rango y hasta el astillero donde había sido construido. Era más ligero y mucho más manejable que los pesados bajeles que todavía construían en España, en el Bidasoa. Tenía todas las velas arriadas, pero él no necesitaba ver ninguna marca ni escudo para saber que se trataba exactamente de la nao que esperaba encontrar. Los marineros, casi todos los que debían de formar la tripulación, retozaban o sesteaban en el rompeolas y en la arena. Aún en la distancia, y pese a su desnudez de indígenas inocentes, era notoria la borrachera general y su agresividad.
-Toma -le dijo a la esclava-. ¿Ves aquellos hombres? -ella asintió, por lo que Rinaldo comprobó que comprendía su defectuoso castellano-. Ve a entregarles esto -le dio los dos pergaminos enrollados-; es todo cuanto espero de ti. Ahora, gracias a este servicio que vas a prestarme, te ganas la libertad.
Notó su incredulidad.
-Sí, muchacha, eres libre. Pero ten en cuenta que voy a vigilar y comprobar que me obedezcas. Si no lo hicieras, cabalgaré hacia ti, te alcanzaré y te daré muerte. Ahora, ve.
Cuando la esclava se dispuso a cumplir sus órdenes, maese Rinaldo desplegó el catalejo, con el que siguió su penoso descenso, que le tomó más de media hora. Ignorante del peligro que podía correr, muy despreocupadamente, la muchacha se dirigió hacia el mar y parecía, por sus ademanes y saltitos acompasados, que fuese cantando. Al entrar en la playa, se produjo un revuelo, pero no de la clase que se hubiera armado si un hombre adulto se acercaba a ellos, que moriría antes de conseguir hacerse entender. Acogieron a la mulata con gritos y aspavientos de entusiasmo; la cercaron entre risotadas, puesto que ella pareció intuir en el último momento que su vida corría peligro y trató de huir. La alzaron entre cuatro y la hicieron volar como un muñeco; a continuación, fue desnudada y poseída por los veinticuatro, que se empujaban los unos a los otros disputándose el turno a golpes y tarascadas. Rinaldo frunció los labios amargamente advirtiendo que ella, forzada a humillarse desde su nacimiento, no se debatía ni expresaba queja alguna. Sintió una punzada en el alma por haberla obligado a someterse a tantas vejaciones y tuvo que refrenar el disparatado impulso de correr hacia la playa para liberarla de aquella demente bacanal. Quiso ser sordo para no oír los ecos de las risotadas ni las blasfemias y cerró los ojos con objeto de librarse a sí mismo del impulso; un impulso igual, ante el suplicio sufrido por una esclava en una plaza pública de Damasco, había estado a punto de costarle la vida cuando sólo contaba veintitrés años. Ahora tenía una misión demasiado trascendental como para que la compasión le condujera a la muerte.
Por la enajenación sexual que arrebataba a los veinticuatro hombres, temió que los pergaminos, caídos a cierta distancia de la mulata, resultaran aplastados, destruidos y olvidados, pero uno de los marineros que ya había obtenido el placer los descubrió por fin; tras examinarlos, pareció muy impresionado; corrió hacia una de las barcas y remó afanosamente hacia el navío.
Los informes habían llegado a manos de quien debía llevarlos a Europa. Podía regresar a Cartagena.
Abandonó el caballo junto a las murallas, esperando que alguien se compadeciera del famélico animal, y cruzó la puerta de Santo Domingo al declinar la tarde. Buscó la taberna llamada Chambacú; dentro, de una ojeada, descubrió un grupo de marineros del Bezmiliana entre quienes bebía el grumete don Pedro de Vélez. Avanzó hacia ellos con pasos vacilantes, como si se encontrara más que borracho. El joven De Vélez se alzó prestamente hacia él y, solícito, le tomó de la cintura para ayudarle a llegar hasta la mesa.
-El gozo del más intenso placer sexual que he conocido en mi vida, en brazos de una mulata igual que una hurí, me ha hecho festejarlo después sin medida. Creo, don Pedro, que estoy un poco mareado.
-¿Mareado, decís? Creo yo que jamás vi curda más imponente. ¿Me permitís que os acompañe a bordo del Bezmiliana?
-Os lo agradeceré con el alma.




Contraespionaje.
El día siguiente de la grabación en el fuerte de Corbeiro, Dimas Outeiro saltó por babor desde cubierta con un estilo tan impecable como el de un saltador olímpico. Le aplaudieron los submarinistas, cámaras y demás integrantes del grupo de Telemedia con asombro verdadero, porque habían creído hasta ese día que el realizador, a sus cuarenta años, no estaba ya para esos trotes.
Se había lanzado a las frías aguas de la ría sin la protección del traje de neopreno ni el equipo de submarinismo, pues no los necesitaba para lo que trataba de explicar. En realidad, tampoco era necesario sumergirse para explicarlo.
El exhibicionismo del salto tenía un propósito más personal, relacionado con el afán de competición que le inspiraba el magnífico estado de forma de su grupo de submarinistas. Quería probarse a sí mismo que no había perdido facultades desde que naciera la obsesión por el oro de Vigo a sus diecinueve años, mas el frío le calaba los huesos. Aguantaba bien la inmersión sin oxígeno, pero echaba de menos la protección del neopreno. Los años no pasaban en balde, aunque estaba convencido de que el noventa y cinco por ciento de los hombres de su edad envidiarían sus condiciones físicas. Hasta creía que podía competir con varios de los submarinistas y superarles, aunque ninguno hubiera cumplido treinta años.
Una vez que pudo contrarrestar la inercia de la caída, nadó vigorosamente hacia arriba; el casco del barco parecía la silueta de una ballena inmensa; identificó por la luz la dirección correcta y se impulsó con fuerza, pasó bajo la quilla y emergió por el estribor del pesquero. Hizo sonar las abolladas latas de refresco que habían colgado de un cordel y los muchachos se asomaron por la borda para echarle la escala de cuerda.
De nuevo en cubierta, preguntó:
-¿Está claro?
-Sí, joder, Dimas -respondió humorísticamente Rafael Beira-, que no somos niños de pecho.
-Pues si lo tenéis claro -Dimas ignoró la humorada del forzudo-, será eso lo que haréis al volver; ni se os ocurra hacer cualquier otra señal ni gritar, ni aparecer por babor. Emparejaos por los colores del traje, para que el despiste de esos tíos sea completo.
El patrón del pesquero lo enrumbó hacia donde estaba anclado el que habían fletado los de Teleplanet. Anclaron lo bastante cerca como para que vieran con claridad lo que hacían, pero no lo suficiente como para que sospecharan; de todos modos, habría entre ellos más de uno vigilándoles con prismáticos.
Echaron las dos zodiacs al agua por babor, donde los de Teleplanet pudieran verles. Cuando los submarinistas terminaron de prepararse, formaron un corro en torno a Dimas, que les dijo:
-Bueno chicos, tenemos que volverlos locos. Esos tíos no pueden anticipársenos ni aprovecharse de lo que nosotros hemos avanzado ya, así que demostradme vuestro amor propio y lo listos que sois. En una zodiac, iréis el cámara Pepín y vosotros cuatro -señaló a dos cuyos trajes eran verde y negro y a dos que los llevaban de color butano-. En la otra, José Antonio el cámara y vosotros seis.
Señaló a dos que vestían de azul y amarillo, otros dos cuyos trajes eran azules combinados con distintos colores y dos que los llevaban rojos.
Mientras obedecían sus órdenes, Dimas se echó en una tumbona y fingió enfrascarse en el guión y la escaleta sujetos con una pinza, pero no miraba los papeles; permanecía atento a ver si la operación se desarrollaba según sus instrucciones.
La primera zodiac enfiló hacia Cangas. Cuando se encontraba a unas cuatrocientas brazas del pesquero, sin parar, se lanzaron los de los trajes verdes. A continuación, la lancha viró a babor en un ángulo de noventa grados y se detuvo a unas cien brazas de donde se habían echado los primeros. Parado el motor, saltaron los de los trajes de color butano. Unos minutos más tarde, emergió la boya que los submarinistas habían asegurado en el fondo. El cámara amarró la lancha y se sumergió también.
La otra zodiac había enrumbado hacia la dirección contraria y fueron saltando de dos en dos. Al final, cualquiera en más de una milla a la redonda podía distinguir las dos boyas de llamativos colores, cada una con una zodiac atada.
Dimas consultó el reloj. Tendría que esperar unos quince o veinte minutos. Entonces, fue la primera vez esa mañana que se acordó de Gerardo Cao, al ver entre los papeles los dos recibos que había firmado antes de salir en busca del monasterio a primera hora, uno por veinte mil pesetas para imprevistos y otro por quince mil, para el almuerzo y la gasolina. Estaba tan relajado en su ausencia, que se forzó a olvidarlo como quien espanta a una mosca.
Caminó aparentando desinterés hacia la cabina del timonel y, situado a su lado para embozarse de los mirones de la competencia, observó el barco enemigo a través de los prismáticos. El grupo de Teleplanet se mostraba muy activo; más de una decena de submarinistas estaban preparándose con mucha precipitación.
Sonrió. De momento, la argucia surtía efecto. Hicieron cuanto había imaginado que harían. Echaron al agua las cuatro zodias de que disponían y, al ser ocupadas, comprobó que disponían de más submarinistas que su equipo, catorce en total. Como había previsto, las cuatro lanchas neumáticas fondearon en lugares muy cercanos a las boyas que sus hombres habían fijado al fondo.
Sólo tuvo que esperar pocos minutos más. Oyó el sonido de las latas colgadas a estribor; tras comprobar de nuevo que, tras la cabina, no podía ser observado por los prismáticos de Teleplanet, echó la escala y los cinco submarinistas subieron a bordo.
-¿Están haciendo los demás lo que les dije?
-Sí, Dimas -respondió Julio Parada-. Van sin parar de un pecio al otro, sin quedarse mucho rato junto a ninguno, y se van a cruzar los que están a popa con los que se echaron por proa.
Los cinco eran pecios recientes, sin ningún interés.
-Cojonudo -celebró Dimas-. El truco los ha engañado, al menos de momento-señaló las zodiacs de Teleplanet, fondeadas de dos en dos a escasa distancia de las suyas-. Eso nos proporcionará medio día de trabajo en paz. Cambiaros de equipo.
Conforme se quitaban los trajes, iban pasándoselos a las dos redactoras, la script, Dimas y uno de los cámaras a los que llamaban "secos" porque no sabían submarinismo. Mientras éstos se ponían los trajes de colorines precipitadamente, los cinco submarinistas se enfundaron en neopreno completamente negro, sin orlas ni escudos, ni cierres de colores. Los recién vestidos con los trajes llamativos se situaron en la zona de cubierta más visible desde el barco de Teleglobo, bromeando entre sí y gesticulando mucho, y fueron despojándose despacio de los trajes que acababan de ponerse, como si en realidad regresaran de una prolongada inmersión.
Mientras, los cinco submarinistas de negro bajaron sigilosamente por la escala de estribor con las aletas en la mano, acabaron de equiparse ya en el agua, se sumergieron e iniciaron el recorrido que les llevaría al pecio de la daga, adonde, de madrugada, habían llevado diez botellas de aire comprimido sujetas por una red, que ahora se encontraba amarrada bajo el agua a los salientes del galeón.
En cubierta, atento a ver si las burbujas no revelaban de manera ostensible el desplazamiento y la dirección de los cinco, Dimas volvió a recordar a Gerardo Cao al pensar en el esqueleto que su olfato les había permitido descubrir. Libre de los comentarios y observaciones de don Sabelotodo, todavía no se había cabreado ni una vez esa mañana. ¿Habría encontrado el monasterio? No, era demasiado pronto. Probablemente no lo encontraría nunca, pero esa búsqueda era un buen método para aplazar su impulso de despedir a alguien tan cumplidor y, al mismo tiempo, no tener que permanecer todo el día alerta por su causa.

Comenzaron a buscar el monasterio a las siete de la mañana. A mediodía, eran ya tres los visitados, pero ninguno estaba bajo la advocación de San Renato y Santo Tomás, ni lo había estado en el pasado. Por las rutas donde se encontraban, los tres se ajustaban a las exigencias de sus cálculos, pero no detectó en la capilla de ninguno cualquier objeto que pudiera proceder del tesoro ni las edificaciones tenían las características que Gerardo sabía que debía poseer el que le interesaba.
Lo que sí detectó fue que les seguían en un coche, aunque por el retrovisor no conseguía ver quiénes lo ocupaban.
-Elías -le dijo al cámara, que le acompañaba en el asiento del copiloto-, mira a ver si distingues al que conduce ese coche verde que viene detrás.
El cámara volvió la cabeza.
-Es una mujer.
-¡No te digo yo! Tiene que ser la que vemos a todas horas espiándonos.
-Joder, Gerardo, no seas lunático, que esto no es la OTAN.
-¿Va sola o acompañada?
-Está demasiado lejos. No puedo asegurarlo.
-Voy a recortar un poco la velocidad para que nos alcance, a ver si nos adelanta. Mira si puedes comprobar que es la misma que estaba la otra noche en el restaurán.
-Yo no me acuerdo de aquella tía.
-Unos treinta y cinco años, guapa, buen cuerpo, pelo castaño, que a veces se lo recoge en una coleta, y gafas doradas.
-¿Cómo coño le voy a ver el cuerpo?
-No jodas, Elías. Por favor, trata de ver si es ella.
Al recortar Gerardo la marcha, también lo hizo el otro coche, de modo que sólo se redujo en unos metros la distancia que los separaba.
-Ha recortado también -dijo Gerardo-. No cabe ninguna duda de que nos sigue. ¡Me cago en la leche!
Simultáneamente con la exclamación, pisó el acelerador a fondo. El coche saltó como un jaguar, pero el otro aceleró también, por lo que Gerardo buscó alguna desviación de la carretera. Encontró una bien asfaltada y, sin apenas reducir la presión sobre el acelerador, torció a la derecha. Recuperado el control del coche, volvió a acelerar. Se alegró de que hubiera muchas curvas; las tomó sin apenas reducir la velocidad, ignorando con bromas las protestas y maldiciones con que Elías expresaba su miedo. A la izquierda, en una corta recta tras una curva particularmente cerrada, descubrió un camino de tierra oculto entre los árboles; entró por él y, en seguida, maniobró para situarse en la dirección contraria. Se detuvo sin parar el motor.
Pocos segundos después, vio pasar lanzado el coche verde, acelerando con la esperanza de alcanzarles. Cuando supuso que estaba ya lo bastante lejos, sonrió con sensación de triunfo y retomó la misma vía, pero en la dirección opuesta, de vuelta a la carretera principal.
Por primera vez en trece años, disponía de un salvoconducto para vencer el recelo de los religiosos. Por fin estaba en vías de localizar "su" convento, gracias a la tarjeta de identificación que Dimas le había proporcionado. Si tenía la suerte de encontrarlo, no estaba dispuesto a compartir el descubrimiento con la gente de Teleplanet. Bastante tenía con los de Telemedia.

Tres horas después de la partida hacia el galeón de la daga, Dimas escuchó el tintineo de las latas colgadas a estribor. Los cinco submarinistas vestidos de negro habían vuelto. Impaciente, él mismo amarró la escala y la lanzó.
-¿Sigue todo igual? -les preguntó antes de que volvieran a cambiarse de trajes.
-Casi -respondió Julio Parada-. Cuando llevamos esta madrugada las botellas, ya me pareció que se había acumulado más barro. Ahora, visto con mejor luz, efectivamente es así. Igual que si no hubiéramos escarbado.
-¡Carallo! -exclamó Dimas-. ¿Mucho más?
-No tanto como para tapar todo el casco, pero el ventanuco por el que entramos Gerardo y yo ha quedado enterrado de nuevo.
-Claro -afirmó Dimas-. Es verano y el tiempo está en calma; entre tanto, los ríos no paran de aportar lodo. ¡Y esos estúpidos de Telemedia sin mandarnos las máquinas! Lo vamos a perder, carallo.
-¿Y si marcamos el perímetro del sitio con estacas o algo así?
-Podría ser una solución, pero... no, Julio, sería como poner un anuncio luminoso para atraer a esos mierdas de Teleplanet. Yo lo tengo marcado con exactitud en el plano; habrá que resignarse y, cuando lleguen las máquinas, nos emplearemos a fondo.
En cuanto volvieron a enfundarse los trajes multicolores, Dimas les urgió:
-Venga, coged las bolsas llenas de peregrinas y volved al agua y, recordad lo que os dije. Salid cada uno junto a la zodiac que esté más lejos de donde os vieron esta mañana. Organizaos del modo que parezca más absurdo.
Dimas siguió su actuación con los prismáticos. Uno a uno, en el transcurso de media hora, fueron saliendo a flote junto con los que habían permanecido en el lugar, mientras agitaban los brazos con actitudes de júbilo. Antes de abordar, introdujeron en las zodiacs las bolsas con los falsos tesoros supuestamente recién encontrados y Dimas sonrió al comprobar que en la cubierta del barco de Teleplanet se producía notable agitación.

A media tarde, Gerardo lo encontró.
Era tan grande y, al mismo tiempo, tan anodino como siempre se lo había representado. Un conjunto de edificios que parecía cada uno salido de la mano de un arquitecto de un siglo diferente, pero destacaba ligeramente la iglesia, sin duda lo más antiguo, con trazas románicas aunque muy modificadas por las sucesivas reformas. Por su color pardo, el convento resaltaba poco ante el espeso bosque que lo enmarcaba
Habían llegado a través de un estrecho camino sin pavimentar y gracias a la indicación de un camarero del mesón donde comieron, que no supo aclararles si estaba o no abandonado. En cualquier caso, tanto al convento como al campo de su entorno los envolvía un silencio extraño, como si la vida estuviera en suspenso en aquel rincón olvidado. A Gerardo le pareció que ni siquiera había pájaros.
-Esto parece el culo de mundo -dijo Elías, el cámara.
-Pero las puertas y ventanas se conservan enteras -opuso Gerardo-. Si no hay monjes ahora, por lo menos los ha habido recientemente.
-He leído hace poco que hay en Galicia no sé cuántos conventos abandonados, un montón -comentó Elías-. España ya no es lo que era.
-Coge la cámara y ponte el distintivo de Telemedia -pidió Gerardo al tiempo que se aseguraba el suyo con la pinza en el cuello de la camisa y cogía el pesado equipo de las luces.
No había aldabas ni timbre. Ambos golpearon con fuerza en la que parecía la puerta principal. Esperaron unos minutos, y volvieron a llamar. Lo hicieron de nuevo a los diez minutos y a los veinte, y continuaba el silencio.
-Tenías razón, Elías. Está abandonado. Vámonos.
Caminaron unos pasos hacia el coche, dispuestos a guardar el equipo de grabación y marcharse, pero oyeron el deslizamiento de un cerrojo, el crujido de la hoja de madera y una voz que les preguntó:
-¿Qué queréis?
A pesar de la aparatosidad de los focos y la batería, Gerardo volvió casi de un salto junto a la puerta. El que la había abierto estaba cubierto por un deshilachado hábito de un color pardo irreconocible, que parecía de harpillera. Se trataba de un hombre en una edad cercana a los sesenta, más bien alto y muy delgado.
-Buenas tardes -le saludó Gerardo-. Estamos grabando un programa especial de televisión sobre la arquitectura tradicional de Galicia.
-¿Para la televisión gallega?
-No. Es para una productora de Madrid, ¿ve? -Gerardo señaló el distintivo-, ésta, pero saldrá por Televisión Española. ¿Este convento se llama "San Renato y Santo Tomás"?
-No, pero a san Renato le tenemos mucha devoción. ¿Cuánto tiempo va a tomaros lo que tengáis que hacer?
-Depende de cómo sea el convento por dentro -respondió Elías.
-La mayor parte está en ruinas. No creo yo que os parezca bonito para meterlo en esa máquina. ¿Vais...?
-¿Qué?
-¿Vais a colaborar con algo para el sostén de la comunidad?
Gerardo extrajo los cuatro billetes de cinco mil pesetas que la chica de administración le había dado en un sobre para imprevistos. Al monje se les desorbitaron los ojos cuando los contó.
-Bueno, entrad -dijo.
Pasado el atrio, subieron tres escalones de piedra muy desgastada, atravesaron un pasillo por el que el religioso les precedió a buen ritmo, como si quisiera conducirles hacia el lugar que él suponía más interesante. A través de una ventana, Gerardo vio el claustro que esperaba. En realidad, lo había imaginado de piedra afiligranada y lleno de volutas y esculturas, pero era muy austero y con un aspecto algo inquietante. No era la soledad ni el silencio solemne lo que causaba inquietud, sino la impresión de que formara parte de un sueño, por el escaso contraste entre los arcos oscuros y las brumosas galerías, y por el abandono sonámbulo del jardín.
-¿No hay más monjes aquí? -preguntó.
-Somos cinco nada más. Imagina. El monasterio tiene cientos de celdas y ni me acuerdo de cuántos salones. Con decirte que hay tres refectorios...
-¿Y criptas?
-Sí, claro. Hay muchas.
-¿Podemos entrar en alguna?
-Apestan mucho, pero si es a eso a lo que habéis venido, será mejor que empecemos por ellas, antes de que...
No explicó a qué tenían que anticiparse.
Junto al muro que parecía ser el de la iglesia, en un ángulo, había una puerta pequeña que el monje abrió. Daba a una estrecha escalera descendente, por donde bajaron a lo que, más que una cripta, parecía un laberinto de catacumbas. Debía de ocupar todo el subsuelo de la iglesia.
Gerardo sentía tal emoción, que comenzó a sudar y de repente el equipo de luces parecía haber cuadruplicado su peso; tuvo que apoyar el hombro en la pared.
-Esto es cojonudo -dijo Elías y en seguida se corrigió: -Perdone, padre.
-No, hijo. Padre, no: hermano. No te preocupes, estoy curado de espanto.
-Conecta las luces -pidió Elías a Gerardo-. Ilumina hacia allá y ve andando despacio, a mi izquierda y medio metro detrás de mí, pero sin llegar a ponerte a mi espalda.
Gerardo notó que la mano le temblaba. Tenía que reponerse; era indispensable que ni el monje ni Elías advirtieran lo que estaba sintiendo. Alzó el bastidor con los cuatro focos y aguantó la respiración para controlar los temblores. Hizo tal como Elías le había pedido aunque lo que él deseaba hacer tenía que ver más con la arqueología que con la televisión.
El subterráneo estaba formado por un pasillo que dibujaba una U y tanto a izquierda como a derecha se abrían capillitas con ocho nichos cada una. Quedaban algunas lápidas que aún resultaban legibles, pero todas estaban rotas y, algunas, reducidas a fragmentos. Gerardo se preguntó si existiría la que interesaba, si es que habían tenido la caridad de hacerle una. ¿Cuál de esos espacios abovedados era el sitio?; seguramente, sería imposible identificarlo por los siglos de los siglos.
A juzgar por el insoportable olor a humedad y excrementos, y según la cantidad impresionante de telarañas, los monjes bajaban poco a ese lugar o no lo hacían nunca, al contrario que las ratas y, probablemente, algunos animales del bosque. La luz del exterior se filtraba muy débilmente por dos ventanucos, uno en cada ángulo ochavado de la U, donde el techo era algo más alto que en el resto del pasadizo.
Cuando Elías avisó de que ya tenía material de sobra de la cripta, emprendieron el regreso arriba, aunque un sentimiento amalgamado de júbilo, emoción y estupor hacía que Gerardo deseara permanecer un poco más en ese lugar que llevaba trece años tratando de retratar en su mente.
-Había unas pinturas murales en la escalera real -informó el monje-, pero ahora están ya muy borrosas, ¿las queréis ver?
-Mejor vamos antes a la iglesia -dijo Gerardo.
-Sí, tienes razón. Con la claridad de la tarde, sigue siendo bonita a pesar de los pesares. Será preferible que la veáis antes de que oscurezca.
Gerardo no se lo esperaba. En contraste con el abandono general de lo que habían visto, el templo se mantenía razonablemente bien conservado, excepto el suelo, cuyas baldosas de piedra desgastada tenía numerosos rotos y agujeros. En cambio, había a izquierda y derecha dos retablos barrocos dorados en buen estado y el del altar mayor presentaba un aspecto impresionante. Aunque infiltradas por la humedad, supuso que las tablas eran auténticamente medievales, pero había un ajado esplendor barroco presidiéndolo todo, como si, en algún momento de la historia, alguien hubiera decidido aportar un decorado memorable a lo que nunca había sido lujoso, y luego lo hubieran abandonado. En la hornacina central, una imagen muy grande de san Antonio; en las laterales, dos santas que no identificó. Entonces se fijó en la cruz. Fue incapaz de callar la pregunta:
-¿Como es posible que haya sobrevivido aquí esa cruz de oro?
-¿De oro? -se burló el monje-. ¡Qué va a ser de oro! Será de bronce dorado, y va que chuta.
-Creo que no, hermano -contradijo Gerardo-. Lo que es de bronce es la basa, que es de otra época mucho más reciente, porque esas hojas de parra y esas uvas son de estilo art deco; pero la cruz, yo juraría que es de oro. ¿La podríamos ver de cerca?
-Mira, muchacho; en este monasterio hay una serie de normas cuyo significado no entendemos muy bien ninguno de los hermanos. Una de ellas, establece que esa cruz no debe ser tocada. Lo siento, no puedo bajarla.
Gerardo calló. Podía suponer a qué se debía el tabú. Acechó la oportunidad de que el monje se retirase un poco para murmurar al oído de Elías:
-¿Tienes alguna lente que te permita grabar esa cruz sin acercarte? -el cámara asintió-. Hazlo, por favor. Eso es lo que estamos buscando.
Elías debía de encontrar muy atractivo lo que el teleobjetivo le permitía ver como si lo tuviera a un metro de distancia, porque mantuvo la cámara en funcionamiento más de cinco minutos. Frente a él, el monje parecía impaciente por hacerles salir del templo. Con objeto de dar tiempo al cámara, preguntó Gerardo:
-Ha dicho usted que le tienen mucha devoción a san Renato, pero ¿nunca ha estado este convento bajo la advocación de san Tomás?
-No, que yo sepa. Sin embargo, dice la leyenda que una vez dimos alojamiento a san Renato.
Habiendo terminado en la iglesia, el monje les precedió hasta la escalera que llamaba "real". Debía de haber sido espectacular. De unos cinco metros de ancho, se curvaba a partir del séptimo escalón, siguiendo la forma de lo que debía ser exteriormente una especie de ábside. Toda la inmensa pared hasta el arranque de la cúpula había estado cubierta por un gigantesco mural, del que quedaban sólo huellas indistinguibles. De todos modos, a Elías parecía gustarle lo que veía por el visor, porque permaneció grabando unos diez minutos.
Cuando el monje les acompañaba hacia la salida, preguntó Gerardo:
-¿Sabe usted historias sobre la Batalla de Rande, de 1702?
-¡Esa leyenda! Cuando yo era joven, sí que se hablaba algo de eso en el monasterio. Ahora ya no tenemos pensamiento más que para la oración.
Gerardo creyó detectar una finta. Sonrió. Para tantear la predisposición futura de los monjes, preguntó:
-¿Les molestaría que volvamos otro día?
-¡Qué va a molestarnos! Volved siempre que os apetezca.
Gerardo dedujo que el entusiasmo se debía a las veinte mil pesetas.
Al volver al exterior, estuvo a punto de soltar una maldición. El coche verde estaba aparcado cerca, a pocos pasos del suyo. Sin embargo, no había rastros de la mujer.

Aunque había avanzado poco durante día y apenas disponía de material grabado nuevo, Dimas estaba satisfecho. La gente de Teleplanet perdería tres o cuatro días buscando donde nada había. Tenía que inventar otra maniobra de despiste para la jornada siguiente, pero que no requiriese tantos hombres, porque necesitaba mandar a la mayor parte de los submarinistas a apartar fango del galeón del inglés. Examinó la daga, que permanecía todo el día en la caja fuerte de la suite del hotel. No se parecía a nada que hubiera visto anteriormente.
El timbre del teléfono le sacó de la abstracción.
-¿Dimas?
-Sí, Gerardo, soy yo. ¿Qué quieres?
No pudo evitar la sequedad del tono.
-Hemos encontrado algo jugoso. ¿Quieres verlo?
-¿Hablas de algo material o de una grabación?
-Grabación.
-Entonces, esperad cinco minutos y, después, subid.
Se despojó del short para vestir un vaquero y una camiseta. Fue al cuarto de baño, a pasarse el peine. A continuación, encendió los múltiples interruptores de la consola improvisada en la otra pieza de la suite. Justo cuando todo estaba en marcha, sonaron los golpes en la puerta. Por la expresión tanto de Gerardo como de Elías, comprendió que debían traer algo gordo, o al menos así lo creían ellos.
-Hemos encontrado el convento -aseguró Gerardo.
-No, Gerardo. Has encontrado uno de los conventos. ¿Tú imaginas cuánta gente y cuántas iglesias se beneficiarían del follón de aquella noche y la rapiña que la siguió?
-Al menos, éste es el convento del que yo había oído hablar de niño. Elías, prepara la cinta.
En tanto que el cámara elegía la cassete y luego rebobinaba para encontrar el punto donde había comenzado la grabación del monasterio, Gerardo informó a Dimas:
-La espía nos ha seguido.
-¿De veras? No tiene sentido que os siga a vosotros en vez de quedarse en la ría, donde está la acción. ¿No estarás volviéndote paranoico?
-No, Dimas. Ya la he visto en multitud de ocasiones. Nos espía en el restaurán, aquí en el hotel, en todas partes, y seguramente habrá llegado en lancha hasta el barco más de una vez y no nos hemos dado cuenta, porque se disfrazará.
-Estoy seguro de que estás equivocado, Gerardo. Hoy hemos pasado todo el día frente al barco de Teleplanet, donde podían ver lo que quisieran... aunque van listos. No le veo lógica a que esa mujer haya ido tras vosotros. ¿Qué sabe ella a lo que ibais? Muy bien podíais ir de viaje por razones familiares. Espero que no imagines que esa mujer nos ha puesto micrófonos en el barco y en las habitaciones del hotel, para saber que ibas a buscar un convento relacionado con los documentales.
Dimas vio que Gerardo no se tomaba a broma lo de los micrófonos, porque advirtió que daba una ojeada a la habitación, como si buscase alguna señal.
-Lo dicho, chico. Te has vuelto paranoico.
-A lo mejor no es de Teleplanet.
Dimas sonrió.
-¿Y quién más va a espiarnos?
Gerardo no respondió, porque Elías les avisó de que ya estaba la cinta lista para ser visionada.
Dimas no mostró interés por las tomas de la cripta ni las generales de la iglesia, pero cuando la cruz se situó en primer plano gracias al teleobjetivo que había usado el cámara, se rebulló en el asiento.
-¡Joder! -exclamó.
-¿Estás de acuerdo en que tuvo que venir en la Flota de la Plata?
-Con un noventa y nueve por ciento de probabilidades -concordó Dimas-. Las riquezas de este tipo que venían de América en aquella época, se quedaban en Sevilla o iban para Madrid. A Galicia no llegaban estas cosas. Sólo aquella vez tuvimos esa oportunidad.
-Las quince amatistas -disertó Gerardo- están trabajadas al estilo sudamericano y la esmeralda del centro tiene también la talla tosca de aquella época. ¿Sabes una cosa, Dimas? El monje que nos la ha enseñado cree que no es de oro.
-¡Está loco! Lo que no es de oro es esa porquería de basa, que a ver a qué fantasma se le ocurrió combinar las dos piezas.
-Sí, la basa es modernista y está labrada en bronce.
A Dimas se le escapó la pregunta:
-¿Por qué carallo sabes tanto, Gerardo?
-No comprendo.
-Joder, no escurras el bulto, que llevas no sé cuántos días poniéndome a cavilar. Escribiste en el currículum que te graduaste en filología inglesa, y supongo que será verdad. Pero es que te pillo a cada paso hablando de un montón de cosas que no tienen nada que ver con la filología inglesa ni con la tibetana, ni... ¡yo qué sé!
-Yo... -Gerardo sintió que volvía a ruborizarse-, simplemente, soy un tío curioso, Dimas. Nada más. Me gusta enterarme de las cosas.
-Creo que no se trata de eso, Gerardo. Mira, ahora por ejemplo; has hablado con autoridad y sin dudas de estilo modernista y no has vacilado al afirmar que esta basa es de bronce. ¡La gente común no reconoce esas cosas al primer golpe de vista, carallo, y mucho menos un tío como tú, que parece que te pasaras la vida en el gimnasio! ¿Cuál es tu juego?
-¿Juego? No comprendo lo que quieres decir. Ya te conté que los niños de mi aldea hablábamos de este asunto de la ría de Vigo como quien habla de un cuento maravilloso. Lo único que yo he hecho de especial es leer un poco sobre esa historia, para tratar de deducir si se trataba de una leyenda o de una realidad.
Ante la expectación de Elías, que les miraba alternativamente a los dos como preguntándose "de qué iba el rollo", Dimas observó largamente a Gerardo. Había vuelto la molesta sensación de suspicacia de la que se había creído libre durante todo el día. Carallo, no podía echar a Gerardo, porque no paraba de hacer aportaciones trascendentales a la serie, pero tampoco quería continuar preocupándose por su causa.
-¿Y a qué conclusión llegaste? Tú crees en el oro de Vigo, ¿verdad?
-Creo que ha habido mucho, mucho oro en el fondo de la ría, lo que no sé es si en estos tres siglos habrán ido sacándolo todo, poco a poco, y ya no queda ni una moneda. Lo que contó Julio Verne que hacía el capitán Nemo, seguramente estaba inspirado en relatos de verdaderos saqueadores; saqueadores que han seguido viniendo hasta tiempos reciente, bajo el pretexto de investigaciones arqueológicas pero que buscaban y seguramente encontraban oro. Pero, como era tantísimo...
-¿Cuánto, según tus cálculos?
-Cientos de toneladas de plata o tal vez miles, plata que estaría a estas alturas súper corroída por el salitre, y millones de doblones y piezas de oro.
Dimas sonrió y, a continuación, apretó los labios.
-Bueno -dijo tras una pausa-, a lo mejor exageras un poco. Pero, sí. Se trataba de riquezas de esas magnitudes, porque no has hablado de las perlas ni de las esmeraldas.

1 comentario:

Marta Rodríguez Álvarez dijo...

Iba a comprarme El ocaso de los druidas, que leí a través de una biblioteca municipal, pero visto lo visto, y que el propio autor hace unas justas reivindicaciones contra la editorial, no lo haré.
Ánimo y suerte.
Marta