jueves, 15 de enero de 2009

Más de EL OCASO DE LOS DRUIDAS, una de las cuatro novelas por las que la editorial me ha estafado.




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101
Transcurrieron dos días más antes de avistar la meta.
Salvo los que remaban, los demás parecían haber sido paralizados por un sortilegio, parados en cubierta, a babor, con los ojos fijos en la hermosa tierra que iba pasando ante sus ojos, tan prometedora y amena con su abundancia de colinas, radas, rías, islas y acantilados. Abundaban tanto los bosques, que nadie dudaba que uno de ellos iba a convertirse pronto en su hogar. Para todos ellos era la tierra prometida por los dioses, el paraíso que les otorgaban como alivio de las vicisitudes padecidas.
Permanecieron expectantes, quietos y mudos hasta que Conall localizó por fin el promontorio que semejaba el pico de un águila y se lo indicó a Fergus.
-Mira aquella roca –le dijo-. Un poco a la derecha, se encuentra nuestro bosque; lo reconoceremos por una vieja construcción celta que hay al lado.
Aunque Fergus no le encontró semejanza con el pico de un águila, se dio cuenta de cuál era el hito que Conall señalaba. La roca emergía entre la suave calima y la vegetación como un símbolo de felicidad tras el último cuarto de luna tan turbulento que habían superado, y por lo tanto movió levemente el timón. Según fueron acercándose a ese punto de referencia, aguardaban todos con ansiedad ver aparecer un poco más adelante la silueta escalonada del Castro de Santa Tecla que Conall y Divea les describían. En cuanto consiguieran identificarlo, habría llegado el momento de iniciar la maniobra para enrumbar hacia una playa donde varar.
Continuaban sin hablar, pero el silencio se volvió tenso y muy solemne ante la inminencia del desembarco. Una solemnidad semejante a la que se había instalado en todos los pechos desde que oyeran el relato de Fomoré. Siempre lo habían respetado por su gran atractivo físico y su serenidad melancólica. Ahora, se reprochaban no haber sido capaces de reconocerlo como lo que era en realidad, un druida venerable que aunque no hubiera completado su consagración, había sido consagrado sobradamente por la vida al superar la prueba insoportable a la que los dioses lo habían sometido. En la mente de todos se afirmaba el convencimiento de que él y Divea iban a componer una pareja de druidas que llegaría a convertirse en legendaria. Esperaban que declarasen su unión en una ceremonia solemne, poco después de reencontrarse con quienes aguardaban en el bosque el retorno de la que habría de convertirse en su druidesa. El único a quien tal idea le causaba escozor era Conall, cuya mirada sombría rehusaba fijarse en Fomoré por temor a ser cautivado también. En el pecho del que habría de ser bardo pero creía no haber cumplido ninguna de sus metas con el viaje, sólo anidaba un sentimiento de desconcierto y una congoja a la que no sabía poner nombre. Ahora, mientras todos, arrebatados por la euforia, tenían los ojos fijos en el punto por donde habría de aparecer la silueta del castro, Conall observaba con pesimismo la costa que discurría lentamente frente al dromon.
¿Qué iba a ser de su vida después de tomar tierra? ¿Cuál iba a ser su futuro?
Se lo preguntó una y otra vez sin ira ni rencor, sólo con una perplejidad insoportable. ¿Podría residir en el mismo bosque que ellos, viéndolos juntos y triunfantes, druida y druidesa unidos para siempre?
De repente, observó algo que los demás estaban demasiado abstraídos para descubrir; según avanzaban, ya con la vela arriada y sólo mediante unos suaves golpes de remo, notó que galopaban dos jinetes en los caminos sobre los acantilados y promontorios, y que se movían al ritmo que lo hacía el navío. Se trataba de una embarcación demasiado vistosa como para pasar inadvertida por pescadores tan expertos como él sabía que eran los cristianos de esa costa. Estaba seguro de que jamás habrían visto nada igual tan cerca, aunque hubiesen vislumbrado navíos grandes navegando a lo lejos. Si los conocía bien, y suponía que sí, pronosticó para sí que tratarían de apoderarse del dromon.
-Nos vigilan dos caballistas, Fergus. Me parece que piensan intentar asaltarnos para apropiarse de tu navío.
-¿Dos caballistas? ¿Tan sólo? ¿Qué van a poder contra nosotros, que somos cuarenta y dos? –ironizó el gálata con escepticismo.
En el momento que avizoraron la vaga silueta del castro, mientras todos prorrumpían en aplausos y vítores, Conall comenzó a desesperar.







102
Entre los islotes y profundos salientes de la costa, encontraron una playa libre de escollos, donde a Fergus le pareció que el casco no sufriría desperfectos, y entonces forzó el timón para obligar al dromon a varar. Golpe a golpe de remo, vieron aproximarse la línea de arena clara, lamida por las olas suaves del mar encerrado entre revueltas de roca, y pensaron que alcanzaban por fin la tierra prometida, el lugar donde vivirían felices para siempre.
Todos echaban cuentas. Beltain vería nacer libre el hijo que Bheir portaba en sus entrañas. Dydfil formaría una familia con Dagda, pero antes de un año organizaría la semilla de un ejército que algún día le llevaría a reconquistar la libertad para su clan galés. Joachim viviría, por fin, plácidamente y aceptado por sus vecinos, sin que nadie señalara con horror su pelo blanco. Levarchin sabía que tendría que compartir en lo sucesivo su magisterio con Fomoré y, sobre todo, con Divea, y ello no le causaba pesar alguno; aunque su consagración había sido genuina, se sentía impostor en cierta medida, porque no había tenido acceso a conocimientos comparables a los de cualquier druida y ni siquiera había podido realizar un viaje de iniciación; por todo ello, miraba con fruición la tierra de libertad que se acercaba, donde podría crecer y afirmarse un clan formado casi exclusivamente por hiberneses. Fergus sentía la mano de Brigit posada sobre la suya mientras sujetaba el timón; el cobre de ese pelo iba a darle armas maravillosas con las que afrontar todo lo que el futuro quisiera depararle.
Pero en el momento que la quilla tocó la arena del rebalaje por proa, y sin tiempo para volver atrás, descubrieron que se acercaban velozmente dos barcazas, una a babor y otra a estribor. Conall comprendió que los jinetes habían tenido tiempo de convocar a sus vecinos, que no habrían perdido ni un instante en organizar la encerrona. Seguramente avisadas por vigías apostados en los acantilados, las barcazas habían permanecido escondidas hasta ese momento en los pequeños entrantes del laberinto pétreo que era el litoral. Antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de saltar a la arena, los atacantes lanzaron cuerdas con garfios que se engancharon sin dificultad a las bordas de babor y estribor. Comenzaba el abordaje.
Simultáneamente, fue apareciendo una multitud vociferante en la playa. Bajaban en oleadas los empinados y estrechos senderos que desembocaban en la arena, con antorchas encendidas y enarbolando lanzas y machetes. Eran lo menos cien.
Habían sido cercados y si no organizaban una escabechina en el propio dromon, iban a hacerlos prisioneros en pocos instantes.
Sin pensarlo, Conall saltó por popa al agua, encomendándose a todos los dioses para que no lo hubieran visto saltar o, en caso de que sí, para que no pudieran atraparlo. Buceó en el gélido fondo procurando alejarse lo más posible del navío. Dando brazadas desesperadas, contuvo la respiración hasta sentir que los pulmones iban a estallarle; cuando vio que ya no podía resistir más, buscó una roca que le ocultase a la vista del dromon y emergió. Se asomó con mucho cuidado; la cubierta estaba llena de campesinos con túnicas oscuras que empujaban sin miramientos a los celtas fuera del navío, quienes iban siendo amarrados de dos en dos en cuanto pisaban la playa.
No fue capaz de explicarse la rabia que arrebató su ánimo cuanto descubrió que daban irreverentes empellones a Divea ni por qué sintió ganas de rebelarse y gritar. La horda de túnicas oscuras le parecían los cortejos míticos de espíritus infernales en las compañas que, según las consejas de las tertulias nocturnas del invierno, salían capitaneadas por hombres malvados y traidores de sus propios hermanos, a recorrer los bosques en busca de gente inocente que llevarse consigo a los abismos.
Cinco lunas y media de esforzado viaje iban a acabar en el más inútil y oprobioso de los sacrificios. Un final terrible para tanta esperanza acumulada.
Siguió nadando en la dirección contraria del dromon para buscar un sitio al que encaramarse, desde donde pudiera espiarles. Descubriría el punto concreto a donde iban a conducir a los prisioneros y correría, a continuación, a avisar a su clan, para ver si podían organizar el rescate

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