miércoles, 14 de enero de 2009

EL OCASO DE LOS DRUIDAS, gratis por la estafa de la editora



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98
El hibernés Beltain había llegado a dominar el timón con cierta pericia, lo que permitía a Fergus disfrutar mucho más de la compañía de Brigit.
-¿Cuántos días nos faltan para llegar a tierra? –preguntó la sibila.
Había vuelto la cabeza hacia él tapando a medias el Sol naciente, cuyos rayos horizontales recortaban su pelo rojo con un brillo metálico como una valiosa joya. Con los ojos refulgiendo en el contraluz al mirarlo, sintió Fergus que su pecho se inflaba hasta reventar de júbilo. A diferencia del día anterior, el tiempo era magnífico. Estar apoyado en la borda junto a ella, con la mirada perdida perezosamente en el horizonte marino, era para él la materialización de sus mejores sueños.
-Me parece que deberían ser dos –respondió-, pero nunca antes he hecho esta travesía y no puedo asegurarlo.
-¿Crees que seremos felices en el bosque de Divea?
Fergus detectó una sombra en el fondo de los ojos de Brigit.
-¿Presientes dificultades?
Ella no quiso responder. Definitivamente, el poder de los dioses se amortiguaba demasiado a bordo de un navío, lejos de los bosques y las fuentes, porque había pasado toda la noche atormentada por las imágenes que se formaban en su cabeza. Las desechaba por demasiado horribles, pero volvían pertinaces a quitarle el sueño. Suponía que había podido sobrevivir al amanecer gracias a la tibieza de los brazos de Fergus, pero le atormentaba la idea de tener que dormir varias noches más en el dromon.
-A veces siento que estás lejos, Brigit –reprochó afectuosamente Fergus-, y quisiera con todo mi corazón que aprendieras a confiar en mí.
-Confío en ti como nunca antes he confiado en nadie –respondió Brigit-, pero hay momentos en que debo callar.
-Entonces, permanece un rato a solas con tus pensamientos, pues de he reunirme con Fomoré y Conall.
Llamó a los dos hombres indicándoles por señas que debían reunirse en el castillo. Notó que Fomoré acudía serio, sin entusiasmo, y Conall de muy mala gana.
-Desde aquel amanecer en el gran nementone de piedra de Anglia –dijo Fergus-, siento que os unió un vínculo indestructible a los seis que fuisteis iluminados por el resplandor del solsticio. Algo nos entrelaza y nos convierte en hermanos inseparables, creo que hasta la muerte, aunque yo no estuviera presente, porque Brigit sí estaba. Por ello, me parece que deberían caer las barreras que aún queden entre nosotros. Ayer, os confié la verdad de la etapa más negra de mi vida, la que todavía me produce escalofríos cuando la recuerdo; la que tanto me avergüenza. Considero, por tanto, que vosotros dos estáis en deuda conmigo.
Fomoré asintió. Tanto a Conall como Fergus les pareció que procuraba elegir muy cuidadosamente sus palabras cuando dijo con lentitud:
-Tú afirmaste ayer que sólo era verdad la primera parte de tu historia y que habías callado lo que te ocurrió desde entonces. En mi caso, es al revés. Yo os he contado solamente el final de mi aventura, porque mi pasado sí es vergonzoso, no el tuyo, amigo Fergus. No dudes que te siento como mi hermano y no sólo por el solsticio milagroso del gran nementone de piedra. Entraste del todo en mi corazón al conocer tus verdaderos sufrimientos. Lo tuyo fue un cúmulo de desgracias, una tras otra, y no creo yo que los dioses hayan de presentarte cuentas demasiado severas por evitar mostrar tu rostro a quienes tuviste que matar para ganar tu libertad. Al contrario, a mí sí me pedirán cuentas, porque mis faltas no tienen justificación ni perdón.
-Entonces –lo interrumpió Fergus, porque no recordaba con precisión lo que sabía del pasado de Fomoré-, ¿no es exacto que quisieras convertirte en cristiano?
-Yo nunca pretendí renegar de nuestros dioses. Solamente traté de parecer cristiano para vivir con ellos y adaptarme a sus costumbres, porque conozco a muchos celtas que lo han hecho así, fingir que adoran a sus dioses, y han conseguido convivir con los cristianos de la costa, medrar y ser felices. Inclusive, lo había visto hacer a varios miembros de mi clan, antes de…
En ese momento, se oyó un fuerte escándalo en cubierta y salieron los tres con presteza, a ver qué ocurría. El muchacho hibernés de cejas y cabello blancos, Joachin, se encontraba de rodillas en la parte de cubierta más despejada, cerca de la proa. Tenía las manos alzadas al cielo y sólo bajaba de vez en cuando la derecha para hacer rápidamente la señal de cruz. En seguida, volvía a extenderla hacia el cielo. Gritaba letanías y toda clase de invocaciones, extrañas e ininteligibles en su mayoría, pero consiguieron entender algunas frases:
-Por los dioses Patricio, Jesús y Yago os ruego que me destruyáis de una vez. Ya sé que no hay compasión en vuestros corazones, sé que sois bestias del averno y que no tenéis misericordia divina, pero si no es por piedad, hacedlo para gozar vuestro festín infernal. Matadme ahora; no esperéis más. No me hagáis perder otra noche de sueño entre pesadillas demoníacas; no me obliguéis a continuar noche tras noche en este navío del abismo pestilente, torturado por el terror. Si habéis de devorarme, hacedlo prontamente y si algo en mí os hace dudar, decidme lo que es para corregirlo y que así mi cuerpo os sea más apetitoso. No prolonguéis más mi agonía, por compasión. Sé que no conocéis el significado de esa palabra y por ello os pido que me deis un arma con la que yo mismo pueda darme muerte. Padre mío Patricio, que me creaste como soy para ser humillado, despreciado y maltratado, ruega a los demás dioses, tus hermanos, que me ayuden a acabar con el tormento de mi vida y me permitan, al menos, morir en paz. Y vosotros, hechiceros del demonio, matadme tal como os proponéis y devoradme. Hace tres días que no como lo que me dais, sólo he tomado un poco de agua, y por lo tanto mi cuerpo está limpio para vuestras fauces.
Divea había llegado ante Joaquim mediada su perorata. Según pronunciaba las terribles acusaciones, la tez de la futura druidesa fue palideciendo. Permaneció dubitativa un buen rato, cabeceando un poco, hasta que vio a Fomoré aproximarse, y comprendió que él sería la única solución. Le pidió con una señal que se acercase y, tomando su mano, lo condujo hasta el ángulo último de la proa, donde los dos parecían sobrevolar el mar. Se volvió hacia los demás en ese punto para decir:
-Aferrad a Joaquim entre varios y aseguraos de que no hace ninguna locura. Mantenedlo sujeto mientras Fomoré y yo hablamos, pero que ninguno de vosotros se acerque a menos de diez pasos de nosotros hasta que yo no lo autorice.
A continuación, ofreció el oído para escuchar lo que Fomoré le iba a decir. Mientras tanto, cuantos ocupaban la cubierta giraron hasta darles la espalda como prueba de discreción y reserva.
Pasado un buen rato, Divea volvió hacia donde Joachim permanecía inmovilizado por Conall y Dydfil. Pidió a Naudú que se acercase y, junto con Fomoré, tomaron entre los tres al muchacho de pelo blanco por los hombros y lo condujeron hacia la bodega. Antes de cerrar la puerta tras ellos, dijo Divea a voces:
-Ninguno de vosotros ha de acercarse aquí hasta que nosotros cuatro volvamos a salir.







99
Fomoré, Naudú, Joachim y Divea pasaron la mayor parte del día en la bodega. Salieron al atardecer, bajo unas ráfagas de viento muy fuertes que comenzaban a producir alarma. En el sollado estaban siendo recogidos los remos con prisas, y los aseguraban con las argollas para no perderlos. Fergus había mandado ya arriar la vela y corría a lo largo y ancho de cubierta dando órdenes, que eran obedecidas con algo de desconcierto y sin demasiada organización, pero todos se apresuraban y sustituían con buena voluntad la carencia de experiencia marinera.
En el momento que los cuatro emergieron de la semipenumbra de la bodega, Joachim lloraba, pero ya no lo sujetaban, lo que daba la impresión de ser innecesario tras lo que hubiera sucedido en el interior. Tras Divea y Fomoré que salieron primero, solamente Naudú iba a su lado con el brazo pasado por sus hombros, en enternecido gesto maternal, sorprendente en una sacerdotisa virgen. La expresión del muchacho hibernés de pelo blanco era en esos momentos, aparentemente, de serenidad y bienestar completos. Ninguna de las treinta y ocho personas restantes fue capaz de imaginar lo que había sucedido dentro de la bodega durante tantas horas; en realidad, no tenían ganas ni oportunidades de entrar en conjeturas. El mar se había ido alborotando progresivamente en el transcurso del día y caían ya algunas crestas espumosas sobre cubierta; tenían cosas perentorias en las que pensar.
El temporal no fue excesivamente fuerte las primeras horas, a pesar de lo cual casi todos fueron asomándose por turno a la borda para vomitar. Pero poco después de la medianoche había ya quien se preguntaba si iban a conseguir salir indemnes del tobogán de olas, tan inmensas y bajo un viento tan poderoso, que Fergus ordenó que hubiera cuatro mujeres encerradas en la bodega, dedicadas exclusivamente a mantener el fuego encendido, ya que todas las luminarias de cubierta se habían apagado y no había posibilidad de conservar alguna luz bajo el ventarrón.
Ayudado de Beltain, el gálata trataba de dirigir la proa hacia la cumbre de las olas, pues era lo que había visto hacer durante los tres años que permaneciera como prisionero. Pero ni se trataba del mismo mar ni disponía de una tripulación experta. El mar que atravesaban ahora se mostraba mil veces más proceloso y salvaje que el del Centro de la Tierra y las cuarenta personas que le acompañaban ponían en las tareas de a bordo empeño y buena voluntad, pero ni siquiera eran capaces de acompasar la cadencia de los remos. Su temor a zozobrar fue creciendo durante la madrugada más convulsa y tensa que recordaba. Durante los temporales marinos que había sufrido anteriormente, consideraba que su vida no tenía valor apenas; vivía la miserable e infeliz existencia de un esclavo entre humillaciones y maltrato sangrante. Ahora, por el contrario, tenía todos los motivos para pelear por su vida con fiereza; el principal, Brigit, ante quien sentía a veces el impulso de postrarse como prueba de agradecimiento por lo feliz que lo hacía; pero estaban también los demás, gente buena que, a pesar de la variedad de sus orígenes, compartían una clase mágica de camaradería; y, sobre todo, predominaba en su ánimo la obligación de llevar incólume a la futura druida hasta el nementone donde habría de ser consagrada.
Demasiado valiosa era la carga del dromon como para aflojar los ánimos. Tenía que llevarlos a salvo a su destino, que no podía encontrarse demasiado lejos. Fergus observó cómo se ayudaban todos a asegurar los pertrechos contra la embestida de las olas y los esfuerzos denodados para que nadie corriese peligro; en resumidas cuentas, se comportaban como si para cada uno de ellos la vida del compañero fuese un tesoro que había que conservar a toda costa. Hasta el extraño y enloquecido muchacho de pelo blanco se afanaba en colaboración con otro de los hiberneses para transportar uno de los toneles de cubierta al sollado inferior, con objeto de que no rodase hasta caer por la borda. Mirándolos, recordó la sensación que Divea y cinco más habían experimentado durante el amanecer del solsticio en el gran nementone de piedra de Anglia, según lo que Brigit describía.
Ahora parecía estar produciéndose un milagro semejante, como si el temporal constituyese una prueba ideada por los dioses para obligarles a actuar en sintonía, como una gran familia, donde cada uno amaba y respetaba a todos los demás sin excepción. El temporal estaba convirtiéndolos en un clan.










100
La salida del Sol actuó cual lenitivo. Por la voluntad imperativa de Lugh, el espíritu maligno que agitaba el temporal fue expulsado hacia un horizonte lejano en seguida que un desgarrón en las nubes permitió al astro asomarse hacia el mar convulso, que fue serenándose al poco rato de volverse azul de nuevo. Transcurrido un cuarto de jornada, la superficie oceánica recuperó su horizontalidad. Según iban comprobando que la adversidad había sido desterrada, los ocupantes del navío se dejaban caer exhaustos en el suelo, sin fuerzas ni para hablar. Viéndolos derrengados a los cuarenta y dos sobre la cubierta del dromon, los dioses se compadecieron, y con la domesticación de la tempestad les regalaron un suave viento del norte. Con un último esfuerzo, supremo para quienes no habían dormido y tenían las manos desolladas, izaron prestamente la vela. Se aliados el mar calmo y ese viento amable y favorable, con lo que antes del atardecer avistaron tierra. En cuanto percibió en el horizonte la primera silueta de una montaña, Fergus mandó llamar a Conall a su lado, junto al timón.
-Necesito que me guíes para llegar a un punto del litoral lo más cercano posible al bosque de donde tú y Divea sois naturales.
-Estamos muy lejos todavía, Fergus. Aquella costa que se ve a lo lejos nos queda al sur, mientras que donde vamos debe quedarnos a levante. Yo nunca navegué muy lejos del Castro de Santa Tecla, pero de eso estoy seguro; la tierra siempre estaba del lado por donde sale el Sol.
-Sí, más o menos lo recuerdo de cuando pasé hacia el norte, rumbo al país de los astures. Tienes razón. Lo que haremos será dejar el barco al pairo toda la noche, porque aquí, tan lejos de tierra, sería imposible fondear, y más cerca podríamos zozobrar en los escollos con luz tan escasa. En cuanto amanezca, pondremos proa a occidente, para contornear el cabo que nos abrirá la ruta hacia el sur y la punta del Fin de la Tierra. De ahí en adelante tú serás capaz de indicarme el camino, ¿verdad?
Conall asintió. Le dominaba una emoción extraña. Ese gálata tan experto y curtido, posesor de tan grandes conocimientos, le había pedido respetuosamente su opinión sin la menor ironía. No había burla ni desdén frente a la bisoñez de un adolescente, ni el menor sarcasmo en su voz.
-Empiezas a comportarte con la sabiduría de un bardo –comentó Fergus.
Conall tuvo que girar violentamente el cuello para ocultar su turbación. ¿Debía considerar esa especie de cumplido la materialización del sueño o su frustración? La confusión que le dominaba desde el amanecer en el nementone se prolongaba demasiado tiempo ya; casi tres lunas llevaba sintiéndose incapaz de explicarse muchos de sus impulsos y en vez de despejarse, las dudas no hacían más que aumentar.
Amaneció de nuevo un día luminoso. Aunque los remos estaban recogidos y la vela arriada, descubrieron que las corrientes les habían empujado bastante cerca de tierra. Pero les alentaba la cercanía del final del viaje, y a pesar del cansancio remaron enérgicamente hacia poniente, de modo que no tardaron en encontrar el punto donde virar hacia el sur. Entonces, como todavía les favorecía el viento del norte, Fergus mandó izar la vela. Con los sucesivos golpes de timón del gálata, todos festejaron encontrarse a punto de alcanzar la meta.
Conall, que desde la noche anterior permanecía en estado de perplejidad por la incapacidad de descifrar sus sensaciones, permanecía al lado del timonel presto a avisarle al primer promontorio que reconociera. Pero Divea lo mandó llamar. La indicación de Beltain, que era quien le llevaba el mensaje, le hizo notar que se había reunido un grupo numeroso en el centro de cubierta en torno a cinco banquetas. El druida hibernés Levachim, acomodado en la central, y a su derecha, Divea. Los dos asientos de su izquierda los ocupaban Fomoré y Naudú. Quedaba una banqueta libre al lado de la futura druidesa, que ella le señaló cuando Conall volvió la cabeza al enterarse de que tenía que unirse al grupo.
-Ve sin preocupación–le dijo Fergus-. En cuanto comiences a ver rasgos de tierra conocida, bastará con que te pongas de pie y me hagas una señal con la mano, pues yo no pararé de observarte.
Conall sintió recelo mientras iba acercándose. A excepción de Fergus y quienes remaban en esos momentos, todos se habían sentado en el suelo, en un corro en torno al druida, Divea, Fomoré y Nuadú. Le abrumó la idea de que iba estar en el foco de atención, observado por todas las miradas, lo que le hizo dudar de pasar a través de ellos para ocupar la banqueta reservada. La voz de Divea venció su última resistencia:
-Abrid paso al bardo.
Tuvo el disparatado impulso de mirar tras de sí por si también acudía alguien además de él, antes de que su mente asimilase la realidad de que había sido llamado “bardo” por quien todos consideraban ya druidesa. Avanzó mecánicamente hacia el asiento que le aguardaba, con los ojos bajos y las mejillas enrojecidas.
Mientras Nuadú encendía ante los cinco un pebetero lleno de hierbas aromáticas, Divea se puso de pie, alzó las manos al cielo y dijo:
-Madre Dana y padre Lugh, amparadnos.
Volvió a sentarse con la cabeza recogida sobre su pecho, en actitud orante. Después de unos momentos, levantó poco a poco la mirada y abordó directamente el asunto para el que les había convocado:
-Hace dos días, visteis que debimos encerrarnos para procurar que Joachim descubriese sus errores, fuera capaz de reconocerlos y hallara por sí mismo la senda de su propia paz espiritual. Era indispensable un druida para ello, pero cuando solicité a Levarchin que oficiara la ceremonia, me hizo notar que su presencia exaltaría el pánico irracional de Joachim, puesto que siendo natural del mismo país, encarnaba para él la maldad suprema de los prejuicios que originaban ese pánico. Como todos sabéis, yo no he sido consagrada todavía y no puedo, por tanto, oficiar determinados ritos. Pero había en el navío quien sí podía aunque casi nadie lo supiera.
Conall y casi todos los demás comenzaron a comprender. El joven bardo revivió involuntariamente la escena que había presenciado en la Armórica, junto al riachuelo, aquella noche iluminada por la Luna.
-Por deseo expreso suyo, hemos debido silenciar durante todo mi viaje de iniciación la naturaleza verdadera de nuestro compañero Fomoré y ahora, tras lo oficiado con Joachim y ante la proximidad del regreso, ha llegado el momento de que esa naturaleza sea conocida de todos.
Divea indicó con la mano a Fomoré que era su turno de hablar. Se agitó la nuez de su cuello al tragar saliva y todos advirtieron que el hombre más deseado por las mujeres a bordo realizaba enormes esfuerzos para no echar a correr y, en lugar de ello, decir con tono que revelaba un sollozo contenido:
-El día en que yo habría de ser consagrado como druida, fue elegido por los dioses también para que me uniese a la mujer que amaba. Había amanecido con Sol jubiloso; nuestro bosque comenzaba a florecer y se alegraba con la primavera naciente. Mi clan no era demasiado numeroso, pues sólo sumaba cincuenta y tres personas, pero ellas eran mi mundo y no había más allá nada que yo pudiera amar. A pesar de no ser muchos, se habían esforzado para que nuestro modesto nementone luciera como la morada de los dioses que habría de ser durante aquella jornada. No abundaban todavía las flores en el bosque y sin embargo habían compuesto guirnaldas muy vistosas, y el muérdago colgaba por doquier sobre nuestras cabezas, sujeto a hermosas trenzas de lana coloreada. Todos se habían afanado también por vestir sus mejores galas; las mujeres portaban los torques y aretes heredados de sus antepasadas y los hombres, los amuletos y preseas que la tradición había ido acumulando en sus cofres.
En este momento, notaron que los ojos de Fomoré se llenaban de lágrimas.
-Ocurrió cuando ya había tomado el primer elixir de mi consagración. Epona, la mujer que amaba, aguardaba el turno de nuestra unión con mirada embelesada y al encontrarse mis ojos con los suyos pensé que no podía haber un hombre más afortunado en el mundo. Ved qué terrible sarcasmo. Fue en ese preciso instante cuando cayó la primera antorcha en el centro del nementone y se oyó el primer alarido. Absortos los cincuenta y tres en la ceremonia, nadie advirtió que estábamos siendo asaltados hasta el último momento, cuando ni siquiera era posible la huida. Fuimos pasados a cuchillo sin excepciones y sin misericordia. Niños, mujeres, ancianos, todos fuimos masacrados. No sé cuánto tiempo después desperté, supongo que fueron varios días; es seguro que me salvó el hecho de haber tomado ya el elixir. Los demás habían muerto todos y ya la putrefacción comenzaba a apoderarse de sus cuerpos; casi no fui capaz de reconocer el rostro adorado de Epona y en absoluto me fue posible identificar los de mis padres. Desperté débil, convencido de estar muerto, en un escenario que era el fondo tenebroso del país de los abismos. Ahogado por el hedor, me aparté lejos de aquellos cuerpos corruptos arrastrándome, hasta que hallé una fuente donde beber y raíces con las que recuperar mis fuerzas. Cuando un par de días más tarde conseguí ponerme de pie, abominé de todos nuestros dioses y les maldije, más por haberme permitido sobrevivir que por haber destruido a quienes amaba. No deseaba vivir, no tenía vida ninguna que vivir. Pero hay algo en el fondo de nosotros que nos hace continuar aun cuando la razón se niegue a ello. Avancé bosque adelante, eludí los cenobios y ermitas donde podían reconocerme, erré por la costa, robé vestidos y signos de cristianos, y un buen día descubrí que ya no eran capaces de reconocerme como celta. Ni yo mismo era capaz de ello. Traté durante cerca de un año de ser como ellos y convertirme en uno de ellos, hasta el día que vi pasar la luz que precedía a Divea. Yo iba en un desfile que debía acabar con cuatro mujeres en la hoguera, pero el fulgor de la que ha de ser la druidesa de la esperanza celta me deslumbró y desperté de mi propio espanto. Abandoné el desfile para tratar de que ella me aceptase entre sus servidores, pero dispuesto a ocultar mi consagración druídica, que sólo me vi obligado a desvelarle en el país de las piedras clavadas, cuando me di cuenta de que no le habían enseñado todavía el rito que debía oficiar allí.

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