domingo, 4 de enero de 2009

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Comienza el 4º libro.


En pleno suspense, los peregrinos van venciendo dificultades al tiempo que reciben sorpresas alucinantes.
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CUARTO LIBRO
Entre galeses e hiberneses
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La travesía fue tan corta, que cuando entraron en una tranquila bahía del sur de Gales les pareció que continuaban todavía en Anglia. Con las ocupaciones de a bordo y el cuidado de los animales, ni siquiera les había dado tiempo de disfrutar ni regodearse del triunfo aparente contra los poderes de Morgana, la triple druidesa eterna. Ninguno preveía que fuesen a padecer consecuencias de la burla, porque habían abandonado sana e intacta a la tercera de la trinidad en la linde del bosque alucinante.
Mediaba el verano, por lo que Divea y Conall disponían tan sólo de dos lunas para culminar el viaje de iniciación antes de que las veleidades imprevisibles del otoño encresparan de modo insuperable las olas del mar, para volver de ese modo sin percances a su bosque del castro de Santa Tecla. Si no querían verse obligados a postergar el regreso hasta la primavera siguiente, tenían que darse prisa pero sin dejar de cumplir todas las metas que les habían ordenado.
Fomoré permaneció parte de la travesía al lado del timón, simulando ayudar al gálata, aunque lo que quería en realidad era conversar acerca de Conall.
-Tengo pálpitos muy inquietantes sobre ese muchacho, Fergus. Pero no querría incurrir en irrespeto a Divea ni complicar al grupo con ninguna situación desagradable. ¿Sigues convencido de que no es agua limpia?
-Bueno… La verdad es que durante la treta con que vencimos a Morgana, Conall se comportó correctamente, y quizá seamos demasiado injustos sospechando de él. Pero allá en Galacia, cuando nuestro bosque estaba vivo aún, decía mi abuelo que un pálpito puede ser mil veces más certero que todas las palabras de un libro. Tú tienes ese barrunto y yo también lo he tenido muchas veces, de manera que tal vez habría que atajar el mal si es que existe en su pensamiento.
-¿Y si lo sometiéramos a una prueba? –sugirió Fomoré.
-Si a ti, que tan sabio pareces, se te ocurre alguna y necesitas que yo te ayude, lo haré gustoso.
-Se me ocurren varias. Te propondré alguna según lo que nos encontremos en tierra, sobre todo en ese bosque de Tywi que Divea está obligada a recorrer. Partholon le habló de un riachuelo del que dicen que es la fuente de la juventud eterna, lo que a todos podría sernos muy provechoso. ¿Tú sigues con tu propósito de quedarte en Hibernia para siempre?
-Ése era mi plan desde que me apoderé del dromon. Pero en ese tiempo han ocurrido dos novedades. Primera, he descubierto que el clima en estas islas es demasiado brumoso y frío en relación con el de mi juventud, lo que me hace dudar; en segundo lugar, y mucho más importante, deseo pasar el resto de mi vida junto a Brigit y todavía no le he preguntado dónde querría permanecer. Ya veremos.
-De todos modos –sugirió Fomoré-, no sería mala idea que nos enseñases a navegar a los demás, por si decidieras finalmente quedarte en Hibernia. Además, allí convendría reclutar a hombres que quisieran viajar con nosotros como remeros en este navío tan grande, a ver si pudiéramos hacer la travesía directamente hasta mis bosques del Fin de la Tierra.
-Tal como se comportaba el océano cuando salimos del abrigo de la tierra de las piedras clavadas, creo que esa travesía directa sería muy peligrosa.
-Creo que con tu experiencia y unos cuantos hombres más, no correríamos peligro. Pero aún sin ti habría que intentarlo. Noto en Divea impaciencia por volver cuanto antes, así que supongo que cuando culmine la enseñanza con algún druida de Hibernia, deseará regresar lo más rápido que sea posible.
Dejaron de hablar de Conall el resto de la travesía. Cuando vararon el dromon en un rincón donde el mar parecía el embalsamiento de un río, ambos hombres se miraron varias veces sabiendo ambos en lo que pensaban, pero sin hablar de ello.
-¿Qué nos toca hacer en este país, Divea? –preguntó Fergus mientras descargaban el carro del dromon?
-Bastará con encontrar a un druida –respondió Divea- cuyo bardo pueda recitarnos entero y sin fallos al menos uno de sus poemas, que denominan mabinogi. Pero no sé si habría de recibir aquí nuevos conocimientos, puesto que tanto ignoro. Sin embargo, siento que no me falta mucho para poder atreverme a recibir en mi cabeza las palmas de las manos de Galaaz, mi bisabuelo que, si no el más sabio, es por lo menos el druida más bondadoso que conozco.
Una vez que aseguraron el dromon en un lugar recóndito, a salvo de miradas ambiciosas y, por lo tanto, de asaltos, emprendieron el camino bajo la convicción de que la visita a Gales no iba a prolongarse mucho. En el momento de largar riendas de sus caballos, Fomoré y Fergus cruzaron una mirada de inteligencia mientras el primero señalaba con el mentón a Conall.
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Cruzaron extensas ondulaciones de colinas muy verdes alternadas con algunos páramos amarillentos, pero notaron pronto a lo lejos la cercanía de bosques extensos y feraces, donde los ríos y los lagos debían de abundar.
-Se me ha ocurrido una idea en relación con Conall –dijo Fomoré, emparejando su montura con la de Fergus.
-¿Qué debo hacer yo?
-Todavía, nada. Esa idea sólo podría funcionar si el druida del bosque de Tywi aceptase ayudarnos, lo cual no me parece que sea demasiado difícil de conseguir si esgrimimos la necesidad de proteger a una futura druidesa. Por si acaso se confirmaran nuestras sospechas, sería mejor que lo pongamos en práctica únicamente después de visitar ese legendario río de la juventud eterna.
-¿Por qué, Fomoré? No comprendo.
-Si hemos de expulsar a Conall de nuestro grupo, lo conveniente sería hacerlo cuando ya estemos a punto de partir hacia Hibernia, para no brindarle oportunidad ni tiempo de maquinar su venganza.
Les bastó algo más de media jornada para alcanzar el bosque, umbroso pero no lóbrego, húmedo y colmado de rumores, pero no tétrico. Los robles eran abundantes, cubiertos de musgo que llegaba a colgar sobre sus cabezas, y grandes afloraciones de muérdago; también vieron pinos de troncos rectilíneos, iguales a los de Anglia, y numerosos acebos, avellanos y saúcos entre otras especies a las que no consiguieron poner nombre. Tras un recorrido bajo la fronda no muy prolongado, tardaron poco en presentir que eran observados por varios ojos, pero no se ocultaban con tanto cuidado como en la entrada a los bosques de los países que ya habían visitado. Los siete pudieron entrever las siluetas de tres figuras y ni siquiera estaban demasiado lejos. Sin embargo, Divea actuó según su costumbre. Se alzó en el pescante y mostró con la mano izquierda la piedra grande de Galaaz y con derecha, la pequeña de Partholon.
En vez de acercárseles un hombre solo, fueron tres los que lo hicieron. En el centro, el que sin duda sería el gran druida de todo Gales, a juzgar por la riqueza de su atuendo; un hombre de pelo y barba completamente blancos que tendría más de setenta años. Junto a él y a su derecha, el bardo, un hombre todavía joven, de aspecto agradable y robusta complexión, que cargaba la lira en su espalda como si fuese un carcaj. A la izquierda, un muchacho a quien no supieron atribuir rango ni función, porque era excesivamente joven para ser el sirviente personal del druida y vestía demasiado bien, un atuendo que sugería condición de guerrero pero muy vagamente, ya que la ligera coraza sobre su pecho aparentaba ser de plata y estaba ornamentada con grabados muy bellos; el resto de la vestimenta sugería condición principesca.
Sin cambiar su posición al sofrenar Conall a los animales, Divea dijo:
-Mi nombre es Divea, vengo de Hispania en mi viaje de iniciación para merecer la consagración de druidesa. Éste es Conall, que también se inicia como bardo. Ahí, a la izquierda, vienen el gálata Fergus y la polaca Brigit. A la derecha, se acercan Fomoré, Dagda y Naudú; los tres son hispanos como yo. Salve, venerable druida.
-¿Tienes algo que mostrarme y decirme, bella muchacha?
Como respuesta, Divea descendió del carro y se acercó junto al caballo, del que druida se apeó con la ayuda del joven. La futura druidesa fue extrayendo de su ropa la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, mientras iba recitando las fórmulas ceremoniales al oído del druida.
Terminado el formulismo, dijo el hombre de cabellos resplandecientes de tan blancos:
-Mi nombre es Llyfr y soy el druida de este bosque y los de alrededor. Mi compañero bardo se llama Hergest y éste es Dydfil, mi hijo. Sed bienvenidos al bosque de Tywi, la tierra deseada. Dime, hermosa Divea, lo que pretendes aprender de mí.
Divea bajó la cabeza.
-Lo que vos, señor, halléis que merezco saber.
El druida sonrió casi a punto de soltar la carcajada.
-Veo que te han educado bien y que tú lo has aprovechado mejor. Emprendamos el camino de regreso a nuestro nementone. Para amenizar el recorrido, Hergest, te ruego que recites a esta bellísima druidesa uno de nuestros mabinogi.
-¿Cuál, señor?
-El de Pwyll creo que les interesará a ella y sus compañeros, y los entretendrá durante la cabalgada.
Mientras organizaban el cortejo para emprender la marcha, Dagda cambió su montura por el puesto de Divea en el pescante, para que la futura druidesa pudiese cabalgar al lado del bardo. Con objeto de controlar la montura durante el recitado, el joven Dydfil tomó las riendas del bardo y éste desenganchó la lira, para comenzar en seguida a tañerla.
A la segunda estrofa, los siete se sintieron cautivados por la voz. Hergest cantaba en un registro altísimo, sin dejar de ser su tono como seda que acariciara las hojas de los árboles bajo los que transitaban. A los siete les dio la impresión de que todos los animales del bosque se hubieran detenido, callando para oírle. Pero si deliciosa era la voz y la melodía, más se lo pareció el romance.
Contaba que un caballero llamado Pwyll había salido a cazar y se desorientó en un lance, persiguiendo a la jauría, que perdió de vista. Cuando trataba de reencontrar a sus compañeros de montería y a sus animales, el caballo que montaba corcoveó medio espantado al ver aparecer un corzo acosado por una jauría enloquecida de perros que no eran normales, pues aunque el pelaje era blanco como el alba, sus orejas eran iguales que brasas ardientes, y como los galeses creen que el pelo rojo da mala suerte…
En este punto, el bardo vaciló un instante, mirando de reojo la hermosa y exuberante melena cobriza de Brigit, que le cubría más abajo de su cintura. Sonrió levemente, alzó los hombros a modo de disculpa, y continuó.
Pwyll eludió acercarse a esa jauría, pero ya había traspasado las lindes del reino de Annwn, llamado “Tierra de Muertos”, y se encontró de pronto envuelto por la niebla, entre la que llegó ante él un hombre que cabalgaba muy lentamente, como en un sueño. Sin quitarse el reluciente yelmo de plata, le preguntó con voz que parecía sonar desde muy lejos: “¿Por qué no habéis cazado ese corzo que tuvisteis a tiro? Habéis permitido que escape”. Apurado, Pwyll se disculpó: “Siento mi torpeza. Si en algo pudiera serviros para complaceros os prometo que lo haré”. El desconocido repuso: “Me llamo Arawn y soy el rey de estas tierras. Acepto vuestra oferta. El destino ha querido que os encuentre, pues hay un gran favor que podéis hacerme”. El rey Arawn, sabiéndolo prisionero de la promesa, le dijo a Pwyll que en el plazo de un año habría de batirse en duelo en su lugar, contra un caballero que se había apropiado de tierras que le pertenecían. Como había dado su palabra, Pwyll aceptó. El rey le dijo que, entretanto, debían intercambiar sus identidades. Cada uno de ellos tomaría la apariencia y el lugar del otro hasta que se dirimiese el duelo. Aceptó también Pwyll esta extraña condición y se dispuso a tomar el puesto del rey Arawn, quien, tras la despedida, le alcanzó a galope un momento más tarde para advertirle de que el caballero con quien habría de batirse debía ser vencido de un solo golpe, pues si le daba el de gracia reviviría aún más fuerte. Al fin se separaron y cada uno se dirigió a la morada del otro. Así, tuvo que disponerse Pwyll a gobernar un reino que no era el suyo, con la ropa de Arawn y simulando ser él. Pero se presentó un problema; después de atender durante el primer día los asuntos de estado, al llegar a la alcoba esa noche, la esposa de Arawn, creyendo que era su rey, le invitó a tomarla en el lecho. Pwyll la halló seductora y hermosa, pero su compromiso era gobernar, no mancillar la honra del rey, de manera que rehusó a pesar de los ruegos de la reina. Así fue todas las noches durante el largo año comprometido, de modo que cuando llegó la hora del duelo, Pwyll sintió que llegaba su liberación. Se batió con el horrendo enemigo de Arawn, a quien rindió con el primer golpe. Caído en el suelo el enemigo, suplicó a Pwyll que lo rematase para dejar de sufrir. Compadecido, estuvo a punto de satisfacer el ruego, pero recordó a tiempo la advertencia del rey Arawn y no lo hizo. Al vencer en el duelo, recuperó para éste las propiedades que le habían robado, y entonces reapareció de súbito el rey, sonriendo con gran contento. Expresó a Pwyll su satisfacción y gratitud, y ya superado el compromiso, recuperaron sus verdaderas identidades. Ambos se sintieron satisfechos de la conducta del otro, pues los dos recibieron informes favorables de cómo habían sido gobernados los respectivos asuntos durante ese año. Mas cuando Arawn se reunió con su esposa esa noche, nostálgico de su calor la abrazó y la besó con mucha pasión, pero ella rehusó sus caricias. Al preguntar el rey por qué lo hacía, ella le respondió que correspondía así su frialdad, mantenida durante un largo y desconsolador año. De tal modo comprendió Arwn la extraordinaria prueba de lealtad que Pwyll le había dado y que por lo tanto no podía haber amigo mejor en el mundo. Desde entonces, Ambos mantuvieron la más estrecha y afectuosa de las intimidades hasta el fin de sus días.
Todos rieron muy complacidos. Fergus le dijo a Brigit:
-Ya sabes que si una noche te niego mis mimos, tal vez sea porque yo no soy yo.
Ahora, rieron a carcajadas.
Mas cuando llegaron al nementone, los siete sintieron inquietud, asombro mientras crecía en sus pechos la impresión de ser intrusos.











80
Descabalgaron tratando de que nadie notara que se sentían muy incómodos y sumamente inquietos por el cerco de miradas. Muchas personas habían ido saliendo de sus casas al escuchar que el bardo Hergest regresaba cantando, pero en cuanto veían al grupo se sumaban a un corro que fue creciendo muy rápido, y cuando Divea y los otros seis fueron a situarse en el círculo sagrado para la ceremonia de acogida, el corro era una multitud, sobre todo de mujeres y niños que les miraban como si pudieran traspasarles con los ojos. Asombrosamente, todas las mujeres en edad fértil estaban embarazadas.
El nementone era de una hermosura extraordinaria. En vez de las pesadas piedras que componían el de Partholon en Brocelandia, el del bosque de Tywi había sido construido imitando un primoroso cenador de jardín principesco. Las piedras del círculo formaban una especie de balaustrada, pues en vez de reposar directamente en la tierra lo hacían sobre cilindros de mármol muy trabajado, que descansaban incrustados en una losa circular semienterrada en la tierra. En el centro del gran espacio que abarcaba el nementone, el ara consistía en una muy gruesa y sólida columna con acanaladuras de estilo griego y de cuatro palmos de altura, alzada sobre una primorosa basa labrada con figuras de hojas y bayas de muérdago que, a su vez, se sostenía sobre una amplia plataforma circular de mármol blanco. El capitel de la columna, también profusamente decorado con muérdago, soportaba el amplio vuelo del ara propiamente dicho, una gran piedra circular semejante a una fuente, con una muesca en el borde para que la sangre fuese vertida. Ninguno de los siete había visto nunca nada tan hermoso.
Pero les abrumaba tanto el cerco de miradas, que no supieron qué hacer ni hacia donde dirigir sus ojos mientras cuatro sacerdotisas vestían al druida Llyfr con una riquísima túnica blanca de seda bordada con hilo de plata, sobre la que le colocaron una aparatosa capa de pieles de armiño.
A pesar de estar amenizado el acto con la música y las canciones del bardo, les pareció que el druida abreviaba el rito para dar paso en seguida a la festiva comilona, que habían dispuesto con celeridad pasmosa.
-Es asombroso –murmuró Dagda en el oído de Dydfil, el hijo del druida, que comía a su lado.
-¿El qué?
-Las prisas con que han preparado este banquete.
Dydfil miró alrededor, como si tratara de ubicar lo que sorprendía a la bella sacerdotisa.
-No han sido tantas las prisas –dijo volviendo los ojos hacia ella-. Todo estaba dispuesto desde esta mañana; en realidad, no es demasiado extraordinario en relación con lo que es habitual. Nuestras comidas nunca son demasiado distintas de ésta. La principal diferencia es lo mucho que han decorado las mesas con flores y muérdago, en vuestro homenaje.
-¿Lo teníais dispuesto desde esta mañana? –preguntó Dagda con icnredulidad-. ¿Sabíais que veníamos?
-Todo Gales sabe que habéis llegado. Se os vio varar en la playa, guardar el navío, desembarcar la carreta y los animales y encaminaros hacia aquí. De todo fuimos informados paso a paso y por eso acudimos a recibiros.
-¿Tan poderosos son vuestros adivinos?
-¿Adivinos? –Dydfil se echó a reír-. ¡Oh, no! Nos comunicamos a grandes distancias, de colina en colina y de monte en monte, transmitiéndonos códigos con un juego de espejos de plata, de manera que los mensajes circulan por toda nuestra tierra en pocos instantes.
-¿Cómo sabían vuestros informadores que éramos celtas?
-¿Es que supones que podéis ser confundidos con otra clase de gente?
De nuevo rió Dydfil, ahora a carcajadas. Dagda no sabía qué pensar. Parecía gente muy gozosa de vivir, sin preocupaciones, y sin embargo Partholon les había comentado que tanto en Anglia como en Gales se producían graves persecuciones contra los celtas, así como deserciones masivas. Aunque con algo de temor a incurrir en descortesía, Dagda le preguntó a Dydfil:
-¿Cuál crees que será la razón de que tu pueblo nos mire con tanta fijeza, sin dirigir sus ojos ni a tu padre ni al bardo, ni a ninguna otra cosa, ni siquiera lo que están comiendo?
El muchacho volvió a reír.
-No os miran. La miran.
-¿Qué quieres decir?
-Esa mujer que se sienta al lado del hombre que está junto a ti. Existen entre nosotros muchas consejas sobre los perjuicios y la mala suerte que causa el pelo rojo. A todos nos produce mucho desconcierto que debajo de una melena roja pueda haber una mujer tan seductora, que no parece sufrir ni avergonzarse por el color de su cabello.
Ahora fue Dagda quien se echó a reír.
-¿No hay en Gales nadie con el pelo cobrizo?
-¡Oh, no! Yo nunca había visto a nadie. Hay rumores…
-¿Qué quieres decir?
-Aseguran que si un padre tiene la mala suerte de ver nacer a un hijo con el pelo de ese color, lo entrega en seguida a la tierra en nombre de Gundestrun.
-¿Matan a sus hijos?
-No son sus hijos. Los consideran hijos del infierno. Como a Merlín.
-¿Al gran druida del rey Arturo lo consideráis hijo del infierno? –Dagda se mostró escandalizada.
Dydfil se encogió de hombros. Dejó de sonreír y su expresión se tornó sombría.
-Es un personaje galés que todavía, quinientos años después de su muerte y vencido por Morgana, sigue ocasionando muchas controversias en mi país. Hay celtas que lo veneran, pero son más los que abominan de él. Algunos dicen que no era verdaderamente celta, y por lo tanto usurpó la condición de druida, porque era hijo de una monja cristiana y un súcubo venido expresamente al mundo para engendrarlo. Pero quienes peor hablan de su memoria son los moradores de los cenobios cristianos, sobre todos los ocupados por mujeres. Merlín está tan vivo para el amor y el odio de la gente como hace quinientos años. Si no era hijo de un diablo con forma humana como dicen, desde luego tuvo que ser muy especial.
Dagda sentía algo de vértigo por unos comentarios tan negativos para un personaje que ella veneraba. Por cambiar de asunto, dijo:
-Veo que, al contrario de lo que nos habían dicho antes de venir, vosotros sois muy felices.
Dydfil miró ahora con perplejidad a Dagda.
-¿Crees que somos muy felices?
-Al menos, lo parecéis.
-Pues no te fíes tanto de las apariencias. Ya te contaré, porque creo que vamos a tener tiempo de hablar puesto que la futura druidesa desea visitar el venero de la juventud perpetua. Mañana conversaremos durante el viaje, ya que os acompañaré junto con otros trece guerreros del clan.





81
Partieron al amanecer, tras invocar Llyfr en su honor la protección de la madre Dana, Karnun y Ogmios.
A escasa distancia del nementone y el poblado, el camino abandonaba a medias lo más intrincado del bosque para bordear un río caudaloso, junto a cuya ribera emprendieron un camino que seguía la dirección contraria de la corriente.
Marchaban al frente siete guerreros, como si fuesen la vanguardia de un ejército en un país que aparentaba ser el más plácido y tranquilo de cuantos habían visitado. Seguían Divea y sus seis compañeros, todos a caballo, pues no necesitaban el carro ni su carga puesto que los siete habían cambiado ya las toscas vestimentas neutras con las que viajaban por las túnicas blancas, indispensables en cualquier ritual celta. Cerrando el cortejo, otros siete guerreros con el mismo despliegue de armamento y belicosidad de los de delante, aunque resultaba evidente que Dydfil forzaba su posición tanto como podía con objeto de emparejar su caballo con el de Dagda.
-¿Sabrá ese joven que ella es sacerdotisa, y que fue consagrada a la madre Dana? –preguntó Brigit a Divea.
-Supongo que no. Habrá que advertir a Dagda para que se lo aclare hoy mismo, porque él parece estar entusiasmándose y será peor cuanto más tiempo pase en la ignorancia.
Todos en el grupo habían notado el coqueteo del hijo del druida, que a cada paso les inquietaba más.
-Quizá tengamos que afrontar un problema, Fergus –dijo Fomoré- a causa de ese muchacho. No es cualquiera, sino el hijo de un druida que parece el más poderoso que hayamos conocido.
-Ya me he dado cuenta. Habrá que estudiar cómo resolverlo sin que peligre el favor que has de pedir al druida en relación con nuestras sospechas sobre Conall.
-Precisamente, éste puede ser el pretexto para solicitar al druida una conversación reservada.
-Tienes razón. Es muy buena idea.
Llegaron a media mañana. A primera vista, el paraje parecía igual a cualquier otro rincón del bosque; un matorral muy espeso ante una pequeña barrera de rocas negras cubiertas de musgo. Un recoveco particularmente umbrío, porque las espesas copas veraniegas de los robles, avellanos y saúcos apenas dejaban pasar reflejos muy filtrados y suaves de luz diurna. La característica más notable del lugar era que ascendía abundante vapor más allá del matorral y se oía el murmullo de una corriente de agua.
Descabalgaron cuatro de los guerreros que iban delante. Con asombro, vieron Divea y sus compañeros que apartaban el matorral como si abrieran una puerta, tirando hacia ellos de las finas ramas y enredaderas; lo sorprendente era que las plantas que formaban el matorral tenían aspecto de estar completamente vivas y que al jalar de ellas, se desplazaron junto con los cepellones de tierra llenos de raíces. En cuanto pasaron los veintiuno, los guerreros volvieron a desplazar plantas y bases de tierra, y dejaron todos de ver el camino por donde habían llegado. Lo que tenían ante sí era una hondonada por la que circulaba un venero impetuoso de agua envuelta en vapor, que emergía por el centro de la boca de una cueva.
-Hay que agacharse al entrar –dijo Dydfil-, pero se trata de un recorrido de sólo diez o doce pasos. En seguida podréis enderezaros.
Quedaron siete guerreros al cuidado de los caballos y los demás se dispusieron a entrar. Los mismos cuatro que habían franqueado el paso a través del matorral, encendieron grandes antorchas e iniciaron la marcha. Mientras recorrían el incómodo tramo inicial, encorvados y procurando no hundir los pies en el agua que discurría por un estrecho canal en el centro, escucharon que uno de ellos recitaba:
“Una corona real se posará en vuestra frente,
y a vuestro lado un arma mágica siempre tendréis.
Pues la Fuente de la Juventud os convertirá en soberano.”
Cubierto el primer tramo, salieron a una sala inmensa que las antorchas no llegaban a iluminar del todo a causa de su amplitud. Llena de estalagmitas y estactitas que formaban encajes muy bellos y figuras que sugerían toda clase de fantasías, la mayor parte de la superficie la ocupaba un lago de agua caliente, cuyo vapor dotaba al conjunto de un onírico aire de irrealidad.
-Aunque emerja tanto vapor, la temperatura del agua es deliciosa –les dijo Didfil muy bajo, como si temiera despertar a las ondinas propietarias del lago-. La sentiréis cálida como el baño más placentero. Habéis de sumergiros completamente, incluido el cabello, en tres ocasiones y ni una más. La primera inmersión, mientras invocáis el favor de Dana; la segunda, invocando a Bran y la tercera, pidiendo a Mercurio que ponga alas a la memoria vital de vuestros cuerpos.
-¿Tú no te bañas? –preguntó Dagda.
-Ya lo hice en su momento. Todos nosotros –Dydfil señaló a sus compañeros guerreros- tomamos nuestro baño hace tiempo. Los dioses prohíben repetirlo, salvo en el caso de que se encuentre uno en grave peligro de muerte por una herida o por enfermedad, lo cual es sumamente raro que le ocurra a quien se haya bañado aquí.
-¿Tu padre también lo ha hecho?
-Os maravillaría conocer los años que mi padre cuenta. Todos en nuestro clan disfrutamos los benéficos efectos de este lago de los dioses.
Los siete fueron entrando en el agua con la mente llena de preguntas. Todos hacían esfuerzos por no dudar de cuanto les habían dicho sobre las propiedades milagrosas de la fuente, pero habían visto ya lo suficiente a lo largo del viaje como para intuir que las fuentes mágicas y leyendas con sucesos sobrenaturales formaban parte del acervo cultural y las tradiciones particulares de cada clan, y no se correspondían nunca con realidades demasiado consistentes.
Pero tras la primera inmersión, sintieron los siete que algo raro sucedía en sus cuerpos. Fomoré se describió a sí mismo lo que notaba en las piernas como un hormigueo que removía su sangre y todos los resortes de su vitalidad, de manera que muchas de sus obsesiones de las últimas diez o quince lunas volvieron a convulsionarse. A veces, suspiraba con deseo de hablar de ellas con alguien más que Divea, porque ni siquiera a ella se lo había contado todo; pero se mantenía inalterable el temor a los reproches y el rechazo que sus confidencias podían ocasionar. Aquel joven que había quedado en la Armórica, Alban, hubiera sido un buen candidato a confidente, con quien descargar su conciencia y ser capaz de ver el porvenir con mayor claridad, y estaba seguro de que el joven gigantesco habría sabido comprenderle. Lamentó que, ahora, él no participase también en ese baño, que seguramente lo restablecería del todo de las heridas tremendas por las que lo había visto a punto de morir dos veces.
Era tanta su necesidad de reconciliarse con su pasado, que últimamente había sentido en varias ocasiones la tentación de sincerarse con Fergus. Lo miró. Retozaba gozosamente, sin parar de contemplar la sensualidad prodigiosa del cuerpo de Brigit.






82
Cuando regresaron esa tarde al nementone, encontraron que habían preparado una fastuosa fiesta en su honor. La más espectacular que habían presenciado y, sin duda, la más aparatosa que les hubieran ofrecido durante cualquiera de las etapas del viaje.
Todos los galeses del bosque se habían engalanado lujosamente y eran muchos los que lucían torques de plata y hasta de oro. El druida Llyfr llevaba sobre la túnica blanca el mayor pectoral de oro que ninguno de ellos hubiera contemplado jamás. En todas las cabezas había coronas muy coloristas de rosas arvensis, rododendros, ranúnculos y otras muchas flores de especies que nunca habían visto antes. Les resultó asombrosa la cantidad extraordinaria de muérdago colocado sobre la balaustrada del nementone y también sobre las mesas, dispuestas para la que habría de ser la comilona más exuberante de sus vidas.
Siete adolescentes les aguardaban con veintiuna coronas de flores. A los catorce guerreros se las dieron en mano, pero a Divea y sus seis compañeros se las colocaron ellos mismos muy obsequiosamente, entre sonrisas y reverencias. Daba la impresión de ser la gente más feliz que hubieran conocido jamás, lo que a Fomoré no dejaba de producirle la sensación de estar presenciando un artificio muy desconcertante. Nuadú le susurró al oído:
-¿Ni siquiera un homenaje tan hermoso como éste puede quitarte esa taciturna expresión del rostro?
Fomoré giró la cabeza hacia la sacerdotisa astur con curiosidad.
-¿Tan transparente resulto?
-De ninguna manera. Todo lo contrario. Dagda y yo venimos haciendo conjeturas sobre ti desde que te conocimos, y nos pareces impenetrable, de ningún modo transparente ni previsible. ¿Necesitas hablar de lo que te pesa en el pecho?
-Gracias por tu bondad. Pero, por ahora, no tengo mucho de lo que hablar –se apresuró a desviar el interés de la sacerdotisa hacia otros asuntos-. ¿No tienes la sensación de que esta gente no es verdaderamente tan feliz, sino que hace esfuerzos desesperados por parecerlo?
-¡Qué cosas se te ocurren! No había contemplado tanta placidez en mi vida. Imagina. Mi clan fue exterminado y mi bosque, quemado ante nuestros propios ojos. Y en todas partes hemos sabido de persecuciones y de mujeres celtas quemadas en hogueras. Aquí, todo es tan maravilloso…
Fomoré se dio cuenta de que si continuaba insistiendo en esa cuestión, iba a aguarle la fiesta a la inocente sacerdotisa. Intentó dejarse cautivar por la belleza del espectáculo que les estaban ofreciendo.
Habían colgado guirnaldas de flores entre todos los árboles que rodeaban el nementone, hasta formar una especie de telaraña florida, de cada uno de cuyos cruces pendía un manojo grande de muérdago. Los candiles eran tan numerosos, que apenas quedaban sombras. Adolescentes de ambos sexos servían las mesas pródigamente, con evidente afán de que nadie dejara sin saborear ninguno de los alimentos innumerables que habían cocinado a lo largo del día. Bastaba que Conall o Fergus, que gozaban de magnífico apetito, hubieran mordido apenas un muslo de cabrito, para que se lo arrebataran y les pusieran otra delicia en las manos. Había grandes amontonamientos de frutos del bosque ante cada comensal, grosellas, moras, fresas y endrinos entre otros muchos desconocidos para los siete. Los cuencos dispuestos para tomar cerveza eran vueltos a llenar tan pronto como se consumían.
Pero a pesar de tanta abundancia y aparatosidad, los naturales del bosque de Tywi no alzaban demasiado la voz. Extrañamente, la alegría era general y pródiga la celebración, pero lo disfrutaban con escasa euforia, sin voces ni escándalo. Por lo tanto, la voz del bardo Hergest sonó perfectamente audible cuando cantó sobre los sones de la lira:
“Un joven apacentaba su rebaño junto a un lago
en las incomparables Montañas Negras de Gales.
Un día vio a la más hermosa de las criaturas,
que atravesaba el lago en una barca toda de oro.
Se enamoró de súbito con todo su corazón
y le ofreció por ello el pan que llevaba en el zurrón.
Respondió ella que ese pan estaba demasiado duro.
Y por encantamiento, se disolvió en las aguas.
Al día siguiente, su madre le dio al joven enamorado
un trozo de masa sin cocer y él se la ofreció a la muchacha.
Pero ella se quejó de que estaba demasiado blanda
y de nuevo se esfumó en la profunda magia azul del lago.
Al tercer día, compadecida de su hijo, la madre le entregó
pan apetitoso y crujiente cocido para el más exigente paladar.
Y la muchacha lo aceptó, pero volvió a desaparecer.
Lamentaba el joven pastor su desgracia, cuando algo vio.
Surgían del lago tres figuras: un anciano con dos preciosas muchachas.
Éstas eran idénticas entre sí y el pastor no sabía a cuál mirar con amor.
El anciano le dijo que estaba dispuesto a entregarle a su hija,
si su corazón enamorado era capaz de acelerarse al reconocerla.
A punto de renunciar, desesperado, el pastor notó un ligero movimiento.
Una de las muchachas adelantó su hermosísimo pie,
con lo que el pastor fue capaz de identificar su chinela.
De tal modo ingenioso, mereció y consiguió su mano.
Y como el padre era generoso, entregó a su hija una rica dote.
Así, vivieron felices en las Montañas Negras de Gales.
Los siete visitantes aplaudieron con entusiasmo, mientras que los anfitriones no celebraron el poema. Nada cambió en sus expresiones.
A pesar del despliegue de alimentos, música y color, Fomoré no olvidaba que tenía que estar pendiente, por si se producía la ocasión de hablar con Llyfr sobre Conall. En un momento de gran jolgorio, notó que Fergus le hacía señas con los ojos, indicándole que en ese momento no se encontraba junto al druida ninguno de los miembros del grupo. Divea, que tendría que recibir esa noche el conocimiento que había ido a buscar en Gales, se hallaba muy ensimismada, sin prestar atención apenas a los alimentos que colocaban ante ella. Brigit no se apartaba de Fergus si nada le obligaba a ello. Conall, sin confraternizar con nadie, permanecía como siempre muy atento al desarrollo del ceremonial y, sobre todo, a las notas de la lira.
Decidió Fomoré, por tanto, acercarse a Llyfr entre sonrisas, simulando saludarle tan sólo. Pero después de la reverencia, le dijo muy bajo:
-Señor, querría hablar con vos en privado de dos asuntos, antes de que nos dispongamos a partir mañana, con tiempo suficiente de que podáis hacerme un favor muy importante si es que vuestra bondad os permite concedérmelo.
El druida examinó el rostro de Fomoré. Un hombre poseedor de un aspecto físico excepcional y de atractivo muy sobresaliente que, sin embargo, parecía sentirse muy triste por una antigua pena enquistada.
-Trataré de complacerte si está en mi mano. Acabada la comida, me acompañarás a mi casa para ayudarme a vestir las galas que usaré para la lección sagrada que he de dar a tu futura druidesa. Será la ocasión para hablar de eso que deseas.

83
El interior de la morada del druida no se parecía ni remotamente a nada que Fomoré hubiera visto antes. Había logrado que Llyfr aceptase también la presencia de Fergus, quien tuvo que recurrir a la simulación de necesidades privadas para poder separarse de Brigit. El gálata mostró el mismo estupor que Fomoré. Aunque por fuera parecía una cabaña sólo un poco más ostentosa que las demás, dentro resultaba asombrosa por los riquísimos muebles dorados, los cortinajes de tejidos brocados de oriente, las alfombras de lana teñida de varios colores y las grandes mesas situadas en el centro, rebosantes de probetas e incontables vasijas de vidrio con líquidos de todos los colores. Había velones inmensos, candiles y un fuego central, y tanta luz en conjunto, que les hería los ojos, y el único punto en tinieblas era un enorme boquete practicado en uno de los ángulos, en el que vislumbraron una escalera descendente hacia el fondo de la tierra. Las paredes, exteriormente de troncos, tenían en el interior recubrimiento de argamasa pintada de blanco, mediante algún artificio que ni el gálata ni Fomoré consiguieron identificar. Ni siquiera eran capaces de imaginar la procedencia de la materia que había servido para pintarlas ni si, tal vez, se trataría de un prodigio operado por un druida que parecía capaz de crear riqueza con sus manos.
¿Dispondría Llyfr de ese objeto del que hablaban en voz baja los celtas de todo el continente? Eran muchas las leyendas que mencionaban la piedra filosofal como algo perfectamente real, que muchos druidas habían poseído a lo largo de la historia. Pero aunque la llamasen “piedra” todos sabían que lo que permitía convertir cualquier metal vulgar en oro era algo más, un sistema, un procedimiento, un conocimiento hermético, un arcano al que los dioses habían permitido acceder a muy pocos mortales. Llyfr debía de ser uno de ellos.
Tanto a Fergus como a Fomoré les resultaba imposible imaginar otra explicación para la opulencia del druida y su clan. Mientras lo desvestían en tanto que él permanecía inmóvil, como si se tratase de un poderoso rey, Llyfr preguntó:
-¿Cuáles son esos asuntos de los que deseas hablarme?
Fomoré miró a los ojos de Fergus para buscar su complicidad. Dijo al cabo:
-Señor, nos inquieta un hecho que hemos venido observando ayer y durante todo el día de hoy. Vuestro inteligente y apuesto hijo muestra gran entusiasmo por una de nuestras compañeras…
-Sí, ya me lo ha dicho.
-Pero existe una gravísima dificultad, señor –dijo Fergus.
-Así es, señor –abundó Fomoré-. Dagda fue consagrada de niña a la madre Dana, y lleva ejerciendo desde entonces como su sacerdotisa más fiel.
-Oh, ¿de veras? –el druida no se mostraba muy impresionado-. ¿Y cuál es el problema?
-Su virginidad intocable, señor –respondió Fergus.
Llyfr soltó una carcajada antes de comentar:
-Bien, este asunto hemos de dirimirlo mañana de madrugada, en el momento de vuestra partida. ¿Cuál es el otro?
Estupefacto por la desconcertante actitud del druida, Fomoré tardó en responder:
-Nuestro compañero Conall, quien ha solicitado arcanos a vuestro bardo Hergest.
-Ya me he dado cuenta –dijo Llyfr.
-¡Ah! ¿Sí? –se asombraron al unísono Fergus y Fomoré.
-Es un joven que vive la zozobra de estar prisionero de sus propias contradicciones. Hay que mantenerlo estrechamente vigilado.
-¿Nada más? –el tono de Fergus contenía cierto reproche.
-Nadie es asesino hasta que no mata –dijo el druida-. Veo que vuestra preocupación es por lo que pudiera decidir hacer en vuestro perjuicio, en el futuro. Pero que exista la posibilidad de que os perjudique no significa que lo haya hecho, ¿verdad?
Tanto Fomoré como Fergus se sentían escandalizados. En el fondo, Llyfr les parecía un frívolo.
-Nuestros presagios sobre sus intenciones son terribles, señor –dijo Fomoré.
-Pero tú, precisamente tú, sabes perfectamente que los presagios son avisos de los dioses, no advertencias. Tú, precisamente tú, conoces con exactitud la diferencia entre aviso y advertencia, ¿verdad?
-¿Qué queréis decir, señor? –Fomoré sintió que estaba a punto de ruborizarse.
Mientras le ajustaban entre los dos la pesada túnica aparatosamente bordada de oro, perlas y gemas, notaron que miraba a los ojos de Fomoré como si tratase de penetrar en su pecho.
-¿Quién eres tú, Fomoré?
Éste bajó la mirada. Temblaba ligeramente al responder:
-Soy quien no quiero ser, señor.
Fergus observó con extrañeza la reacción del druida ante tan enigmática declaración, pues Llyfr sonrió, asintiendo casi imperceptiblemente.

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