viernes, 9 de enero de 2009

LA ESTAFADORA ESTÁ HUNDIÉNDOSE


LA ESTAFADORA ESTÁ HUNDIÉNDOSE.
Desde que se negó a pagarme los 70.00 que me ha robado en cinco años, la estafadora no da pie con bolo. Ahora, su marido espurio ha tenido que cerrar su periódico digital.
Podéis seguir leyendo EL OCASO DE LOS DRUIDAS, del que hoy comienzo su quinto libro.
Me ha asegurado que la semana próxima saldrá a Internet la versión renovada de mi web, donde podréis leer lo más importante de mi obra:
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QUINTO LIBRO
Las dudas del retorno
95
Impulsado el dromon por veinticuatro remeros, hombres y mujeres, y sin verse obligados a acechar la llegada de un viento favorable, la maniobra de leva fue la más sencilla y rápida de cuantas habían realizado hasta ese día. De tal modo, que Fergus pudo resolver que no fuera izada la vela hasta que no se hubieran alejado de los peligrosos tajos costeros, orlados de escollos muy peligrosos.
Al tiempo que observaba los diferentes pasos de la operación, tan diferente de las demás partidas y sin embargo tan bien organizada, Fomoré recordó que el gálata le debía una explicación; la verdad sobre un viaje entre Bizancio e Hispania que nadie en el grupo aceptaba que pudiera haber llevado a cabo él solo. Sin embargo, temía exigírsela por miedo a verse obligado a corresponderle, entrando él también en confidencias que le causarían dolor y posiblemente mucho rubor. Pero sí tenían ambos la responsabilidad de resolver las incertidumbres sobre Conall, porque temía por el futuro de Divea. Tenía que aprovechar un momento en que Brigit no estuviera pegada al gálata.
La sibila de pelo cobrizo observaba con curiosidad los pasos que todos ejecutaban para llevar el dromon a altamar, cuya coordinación le hacía pensar en una danza. A diferencia del recorrido entre la Armórica, Anglia, Gales e Hibernia, durante el que nunca habían dejado de ver tierra bastante cerca, ahora se disponían a cruzar un mar proceloso donde no tendrían costas a la vista durante varios días. La idea le producía vértigo. ¿Y si equivocaban el rumbo, no conseguían recalar en las costas de Hispania y se perdían entre las corrientes que se precipitaban por los profundísimos abismos del fin de la Tierra? Hizo un esfuerzo de concentración, a ver si recibía uno de aquellos destellos visionarios que los dioses le regalaban a veces, siempre de manera inesperada. Pero algo estaba bloqueando sus facultades a bordo, y no sabía imaginar qué podía ser. El primero en quien pensó fue Joachim, por si a fin de cuentas resultase verdad que era hijo de los espíritus de las profundidades; pero el corazón del muchacho con la piel salpicada de heridas aparecía limpio en su mente.
Joachim comenzaba a darse cuenta de que la gente que le había acogido estaba tan al margen de la sociedad como él mismo. Había oído hablar mucho de ellos a los viajeros de paso por los bosques, de sus brujas y curas endemoniados, y de que se comían crudos a los niños. Aunque de cerca le parecían amables y hospitalarios, ¿no le habrían aceptado con objeto de, en llegada la noche, cocinarlo en un caldero para comérselo como cena aunque ya no fuera un niño?
-Joachim está asustado –comentó Divea con Conall-. Pobre. Será muy difícil que algún día llegue a superar el miedo a la gente que le han inculcado.
-¿Estás segura de que no tenemos nada que temer de él?
-El bien no se duda, un druida tiene que hacerlo. ¿Temerías a un perro apaleado por un leñador cruel, Conall?
-Me preocupa que se le puedan ocurrir ideas extrañas. No quisiera…
-¿Qué?
Con enorme sorpresa, la futura druidesa descubrió que quien habría de convertirse en su bardo se ruborizaba hasta encendérsele las mejillas. ¿A qué sería debido? Para sacudirse la ligera inquietud de un sonrojo tan incomprensible, se acercó a Naudú, que oficiaba preces a la madre Dana mientras quemaba hierbas aromáticas en un pebetero.
-¿Quieres ayuda?
-¡Oh, no! Ésta es una cuestión demasiado insignificante para una druidesa. Estoy pidiendo por todos los que van a bordo, para que la travesía acabe con bien, pero sobre todo por ti. Porque tu consagración sea venturosa y tu magisterio discurra lleno de aciertos.
-Gracias, Nuadú. Tu plegaria es poesía, porque a ella se llega haciendo lo que el corazón siente. ¿Te ha comentado Dagda, por fin, cuál es su determinación? ¿Crees que renovará los votos?
-Mírala, Divea, allí, sin apartarse ni un palmo de Dydfil, como de costumbre. ¿No te parece que ya no podemos abrigar esperanzas sobre su vuelta voluntaria al sacerdocio?
-Si es para su felicidad, que la diosa la inspire.
Dydfil acababa de marearse. Comparado con la placidez de un viaje en barco a escasa distancia de la costa, era realmente diferente navegar por mar abierto, donde las olas semejaban colinas traslúcidas.
-¿No se te pasa? –preguntó Dagda.
-Creo que ya no me queda en el cuerpo nada de lo que comí las últimas tres lunas. ¿Te ha dicho alguien cuánto durará esta tortura?
-Brigit comentó anoche, antes de partir, que Fergus calculaba que tardaremos más de cuatro jornadas en llegar a Hispania.
-¡Más de cuatro días así! Que la madre Dana se apiade de mí.
-Voy a pedir a Divea que te prepare un elixir. Ya verás. Domina las fórmulas de los veintiuno y seguramente habrá alguno que pueda aliviarte.
-¡Sí, por favor! ¡Pídele que me libre de este tormento!
Dagda se acercó donde Nuadú y Divea recogían las cenizas del rito recién acabado.
-Señora, ¿no podríais darme un elixir que alivie el mareo de Dydfil?
-No me llames señora todavía, Dagda. Aún no he recibido la consagración y eres mi amiga con toda confianza. Bajemos al sollado donde no sople el viento y elaboremos juntas ese elixir, que es uno de los siete básicos y te conviene saber prepararlo.
-Yo me quedaré en cubierta, si tú, druidesa, me lo permites –dijo Nuadú-. Quiero ver qué le pasa a Joachim. Desde que comenzó lo travesía, lo veo ensimismado y sin hablar con nadie, y como si se escondiera de todos.
-Sí, ve con él –aceptó Divea-. Ese pobre muchacho ve a necesitar toda nuestra ayuda para aprender a creer en la gente. Su recelo es una muralla de granito.
Al encaminarse hacia donde el joven de pelo blanco y extraños ojos se encogía junto a la borda con la cabeza entre los brazos, vio que él descubría su aproximación y echaba a correr hacia las bodegas inferiores, como si deseara esconderse. Sintiendo un poco de desaliento, Nuadú se acercó a la popa, donde Fergus se mantenía aferrado al timón con la mirada fija en el horizonte que se abría frente a proa. Sentada muy cerca, en la borda, Brigit permanecía atenta a los gestos del gálata, pero mostraba preocupación.
-¿Algo te inquieta? –preguntó la sacerdotisa.
Brigit tuvo un ligero sobresalto. No la había visto ni oído llegar.
-¿Qué? Oh, no es nada importante, Nuadú. Sencillamente, me preguntaba si las cosas son diferentes cuando navegamos sobre el mar.
-¿Diferentes a qué?
-A cuando estamos en tierra.
-Está claro que sí, Brigit. Aquí, estamos más a merced de los elementos.
-Me refiero a otra cosa, Nuadú. Hablo de los poderes de nuestros dioses. Cuando estamos en tierra, siento siempre la cercanía de la madre Dana aunque no haya ningún venero ni arroyo a la vista. Pero aquí… ¡es como si los dueños del mar fuesen dioses distintos! Trato de representarme el fin de este viaje, y no me permiten verlo.
La sacerdotisa miró con preocupación a la sibila.
-¿Tienes malos presagios?
-Ese es el problema, Nuadú, que no me alcanza ninguna clase de presentimientos.

96
El segundo día en altamar amaneció brumoso. El viento soplaba algo fuerte de poniente sur y tuvieron por ello que arriar la vela y emplearse a fondo con los remos. En cuanto hubo luz suficiente sobre cubierta, Brigit pidió a Nuadú que oficiase un rito sencillo, para suplicar ayuda a Bran, Lugh y Dana.
-¿Sigues con tus temores, Brigit?
-No son temores, sino perplejidad por el vacío que siento en mi interior. Ayúdame a conseguir que los dioses me iluminen.
Se dieron devotamente a los preparativos de un rito sencillo, pero empleando un brasero con carbón recién encendido en lugar del pequeño pebetero. Pretendían sahumar, al menos, toda la cubierta del navío rincón a rincón, y también el sollado donde se esforzaban los remeros, a ver si de ese modo los dioses consentían en comportarse igual que entre los aromas y brumas del bosque. Mientras iban desplazándose, Brigit observó que Joachim, el muchacho de cabello blanco, las seguía a pocos pasos, con ojos febriles y trazando cruces como si pretendiera neutralizar un maleficio.
-Creo que Joachim nos teme –murmuró la sibila de pelo cobrizo.
-Ya lo veo –afirmó Naudú-. Es víctima de las calumnias que los monjes echan sobre nuestras espaldas. Tendríamos que demostrarle lo equivocado que está.
-Sí. Lo intentaremos después del rito.
Aprovechando que Fergus se encontraba solo por fin, Fomoré se acercó junto al timón para decirle:
-Finalmente, ¿tomamos alguna iniciativa en relación con Conall?
-Mira qué día más desapacible tenemos, Fomoré. Dejémoslo para mañana, a ver si amanece más sereno.
-Disculpa, Fergus, pero yo creo que no deberíamos esperar a que el viaje haya concluido, porque a bordo del navío Conall no tendría escapatoria, mientras que en tierra, está claro que podría huir. Si consiguiéramos enfrentarlo con sus propios demonios y descubrimos que nuestros pálpitos están justificados, en el navío podemos someterlo a juicio y liberar a Divea del peligro que represente para ella. Recuerda que según las tradiciones marineras, tú eres a bordo el rey y señor y podrías, por tanto, dictar la sentencia más conveniente. Míralo allí; hace muchos días que no se despega de ella más que para dormir, como si necesitase saber lo que hace a cada paso. La vigila, ¿ves?; no para de seguirla con la mirada.
-¿No será que sientes celos?
Fomoré pudo fulminar a Fergus con los ojos, pero en seguida, sin transición, sonrió fingiendo haber entendido que se trataba de una broma. Sabía que cuando sonreía, como ahora se forzaba en hacer, sus interlocutores se inclinaban siempre a su favor.
-De lo que se trata –dijo- es que aunque hayamos llegado a ser cuarenta y dos personas a bordo de este navío, la única razón del viaje es Divea, recuérdalo. Todos nuestros desvelos deben encaminarse al objetivo de que ella regrese con bien y alcance su consagración druídica sin trabas.
-Bien, de acuerdo –aceptó Fergus-. Si crees que es tan urgente resolver este asunto, hagámoslo. Ve en busca de Beltain, que es uno de los más fuertes a bordo, para que se haga cargo del timón. Así podremos hablar en el castillo.
Una vez que Beltain aprendió cómo mantener firme y en rumbo y, sobre todo, sin cambios, la pesada palanca del timón, Fergus y Fomoré se acercaron a Conall, que se encontraba apoyado en la borda casi rozando el hombro de Divea. El gálata le dijo:
-Conall, tenemos algunas consultas que hacerte pues, como sabes, yo nunca he visitado la costa de tu tierra y me dice Fomoré que tú la conoces a fondo por tu trabajo de pescador. Vayamos al castillo, donde podremos conversar tranquilamente sin el estorbo de tanto ruido de las olas y el viento, que allí ha de ser menor.
Conall los miró a los dos con recelo. Tenía claro hacía tiempo que ambos podían ser piedras en su camino. Y juntos, mucho más. Se encogió de hombros y fue tras ellos, dispuesto a mantenerse tan firme como el Castro de Santa Tecla.
Una vez que se hubieron acomodado los tres en una banqueta con el futuro bardo sentado enmedio, dijo Fergus:
-Me han contado que la costa cercana a tu bosque es una de las más escabrosas del mundo y muy peligrosa. ¿Puedes indicarme una ruta segura?
Conall miró a uno y otro lado. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que esa pregunta no era la razón verdadera por la que deseaban hablarle. Respondió con expresión arisca:
-No creo que necesites tan pronto que te marque esa ruta. Cuando lleguemos allí, yo seguiré en el navío y, por lo tanto, podré servirte de guía a través de las radas y los escollos. Pero yo no creo que sea eso lo que vosotros dos pretendéis sonsacarme. Os veía venir, ¿sabéis? No hace falta tener los dones de Brigit para darse cuenta. ¿Por qué no sois francos y me preguntáis eso que tanto os interesa?
Ante la agudeza inesperada del joven, Fomoré se sintió un poco en evidencia, por lo que decidió estudiar sus expresiones mientras reflexionaba el modo de plantear el asunto de un modo sutil, pero Fergus se le adelantó:
-Los dos estamos convencidos de que el servicio de Divea no es tu principal objetivo en este viaje. Digo yo que ocultas tus verdaderas intenciones.
Conall no esperaba que fuese tan directo al meollo de la cuestión, pero él estaba a punto de culminar también su viaje iniciático y había dejado de ser el muchacho torpe e ignorante de seis lunas atrás.
-Los dioses nos dan tareas nuevas todos los días –repuso-, sin que la obediencia de sus mandatos nos desvíen de los objetivos fundamentales.
Fomoré estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo. Conall sería un joven de menos de diecisiete años, pero poseía ya la madurez de un hombre. Iba a ser muy difícil vencer sus barreras. Tragó saliva para decir:
-Lo que a Fergus le preocupa es la posibilidad de recibir graves castigos de la madre Dana y todos los dioses por no haber sido capaz de llevar incólume a Divea al nementone donde ha de ser consagrada.
Conall apretó los labios.
-Ya. Habéis llegado a la conclusión de que yo soy un estorbo para ese propósito.
Fomoré lo examinó un momento antes de preguntar:
-¿Lo eres?
Conall se recreó en un larga pausa, durante la que miró a los ojos de los dos hombres con mucha ironía. Tras levantar despectivamente los hombros, dijo:
-Yo voy a convertirme en bardo en la misma ceremonia que consagrará a Divea. Eso es un futuro claro y diáfano, que todos conocéis. En cambio, de ninguno de vosotros dos tenemos las ideas tan clara. Nadie en este navío cree la historia que tú, Fergus, cuentas sobre tu aventura desde Bizancio a Hispania. Ni sabemos lo que tú, Formoré, escondes en el pecho, que presiento que ha de ser cosa muy grave. Por lo tanto, ¿en qué sería yo diferente a vosotros si me guardara algún pensamiento?
Fergus consideró que había llegado la hora de revelar su verdad.





97
El tiempo parecía mejorar. Seguía soplando viento con la misma dirección y casi con igual intensidad, pero notaron sobre el toldo del castillo que se intensificaba repentinamente la luz, porque el sol había surgido en un claro entre las nubes.
Fergus dijo:
-Voy a contaros la peor experiencia de mi vida, la que mayor vergüenza me causa, pero lo hago considerando que los vuestros son oídos amigos y, puesto que os abro mi corazón, espero de vosotros que me abráis el vuestro.
Fomoré asintió con una sonrisa. Conall se limitó a encoger los hombros.
-Cuando nos conocimos en el Bosque de Onix –continuó Fergus-, bajo el amparo de aquel buen druida, Taliesin, a quien los dioses hayan acogido en su morada, os conté la primera parte de mi aventura. Cómo me encontré después de ir a pescar en el río Halys con que los cetrinos desmujerados habían quemado mi bosque. Mi padre y hermana murieron, y el poblado fue arrasado, por lo que yo me quedé sin ganas de vivir. Pero no os conté cuanto me ocurrió a continuación porque me conturba demasiado recordarlo, imaginad lo que siento al contarlo porque es como revivir todas mis penas y calamidades. Marché a Bizancio con la intención de aparentar ser cristiano viviendo como ellos, pero no encajaba ni me adaptaba y sólo resistí tres lunas. Ya que Bizancio me abrumaba, me di a merodear por los puertos pequeños en busca de una vida que ya no me apetecía arrastrar, y un mal día, yendo por un sendero en terreno despejado, fui asaltado por una partida de malhechores que traficaban con esclavos. Me vendieron a los cetrinos desmujerados que tratan de apoderarse del mundo y tienen, por ello, grandes navíos por todo el Mar del Centro de la Tierra, preparados para invadir las ciudades cristianas, cosa que intentan luna sí y luna no. El capitán que me compró alabó mi salud y mi fortaleza, lo que me valió que mis cadenas fuesen más pesadas que las demás. Fui asignado a este dromon, en aquel remo, el segundo de estribor; lo habían robado ellos, ya que se apoderan de todos los navíos bizantinos que pueden porque son los mejores del mundo. Ese remo me produjo todas estas cicatrices y encallecimientos en las manos, ¿veis? Tres años serví como remero, lo que viene a ser un prodigio de supervivencia que a los dioses debo agradecer, porque según lo que vi y por lo que comentaban los demás esclavos, nadie permanecía vivo más de dos años encadenado a un remo de los cetrinos desmujerados. Mi espalda, nalgas y piernas están cruzadas de cicatrices por los latigazos que me han dado, nunca por algún gesto de rebeldía que fuera nada más que una simple mirada de rencor. No lo podía soportar, no sólo por la extenuación diaria y la vida sin horizonte, sino por lo que veía hacer a mis dueños. Les llaman “desmujerados” porque siempre van solos, ya que a sus mujeres las ocultan en sus moradas sin ventanas y cuando las dejan salir a la calle deben ir cubiertas de mantos que les tapan hasta la cara. Por ello, en los países que arrasan, raptan a las mujeres para usarlas sexualmente y luego las matan. Pero si no encuentran mujeres, se satisfacen entre ellos o, más frecuentemente, usando a los esclavos más jóvenes. De ese horror, a mí me salvó mi corpulencia y el brillo acerado de mis ojos. Pero como no se atrevían o no les apetecía someterme a esa humillación, en cambio me castigaban más que a ninguno; creo que era porque notaban en mi rostro que jamás me doblegarían. No podría describir punto a punto el sufrimiento de tres años sin echarme a llorar. Os resumiré el resto de la historia, porque habré de comprobar de aquí a poco si Beltain no equivoca el rumbo y seguimos con bien nuestro derrotero. Nos encontrábamos en una ciudad del sur de Hispania que ellos llaman Rayya, una de las urbes más hermosas del mundo, y parecía que el porvenir de nosotros, los remeros, era holgar para siempre engordando al sol, cuando llegó un emisario del califa, pidiendo refuerzos para el ejército que trataba de tomar una tierra que se resistía con empeño a sus esfuerzos por conquistarla. Mi peso había aumentado mucho gracias a la vida tan regalada que llevábamos en Rayya, donde la pesca es abundantísima. Pero durante la media luna que tardamos en llegar al país de los astures, nos obligaron a remar sin descanso, día y noche, pues su estrategia consistía en atacar el principal puerto astur para distraer a sus guerreros, de modo que el grueso del ejército cristiano se concentrara en la costa; entonces, el gran ejército califal atacaría desde las montañas del sur y conseguiría conquistar por fin esa tierra, que les obsesiona. Nosotros cumplimos nuestra parte. La dotación de guerreros del dromon atacó el puerto, con escaramuzas que se prolongaron varios días sin que viéramos llegar al gran ejército que iba a tomar la ciudad desde el sur. Llegó el momento en que, habiendo muerto la mitad de la dotación militar del dromon, nuestros amos no se atrevieron a persistir en la lucha, porque barruntaron que el ejército jamás nos alcanzaría, y decidieron enrumbar de nuevo hacia Rayya. A cierta distancia del puerto astur, nos obligaron a abrigar el navío en un refugio, para buscar provisiones que nos permitieran volver sin escalas con el propósito de no acercarnos durante la travesía a ningún puerto hostil. De los guerreros que, al comienzo, eran sesenta, quedaban sólo veintinueve. Y de éstos, quince salieron a merodear por los alrededores, en busca de provisiones. Transcurrió todo el día sin que los viéramos regresar y comenzó a cundir la alarma entre los catorce que quedaban en el navío. Imagino que los otros quince fueron sorprendidos por los cristianos y habrían muerto. Entre tanto, yo había adelgazado de tal manera por los esfuerzos inhumanos de los últimos días, que las abrazaderas de las cadenas en mis muñecas se habían aflojado bastante. Como los catorce cetrinos no podían mantener la vigilancia férrea de siempre sobre los dos equipos de remeros, que sumábamos cuarenta y ocho hombres, yo aproveché cada descuido para escupirme en la muñeca a ver si era capaz de conseguir liberar mi mano derecha. Sucedió casi a medianoche y, en el primer momento, sentí una especie de oleada de terror y júbilo, pero mi cabeza estaba a oscuras; no conseguía imaginar cómo obrar a continuación. Mi cuerpo actuó solo ya que mi cabeza no funcionaba. Sin el freno de la cadena, mi mano alcanzaba al remero de delante y al de atrás. Mediante toques, suspiros y susurros, conseguí que ambos entendieran que debían permanecer mudos e inmóviles mientras yo me retorcía, a ver si era capaz de alcanzar las trabas que fijaban mis pies al sollado mediante dos argollas con pasadores. Todavía permanecía mi mano izquierda sujeta por la otra cadena, pero aún así, obligando a mi cuerpo con todo mi aliento, pude doblarme hasta alcanzar y descorrer los dos pasadores. Salvo mi brazo izquierdo, era la primera vez en tres años que me sentía casi libre. Me retorcí sobre mí mismo oculto por el remero de delante, encogido para que ninguno de los cetrinos pudiera verme, y entonces lo hice; oriné sobre mi muñeca izquierda hasta conseguir tras muchos esfuerzos liberarme del todo. Tuve que acallar a los compañeros que presenciaron mi hazaña, porque en seguida comenzaron a susurrarme que liberase sus pies, ya que para las abrazaderas de las manos hubiésemos necesitado una tenaza que rompiera el gozne amartillado; supongo que pensaban hacer lo mismo que yo, orinarse las muñecas para intentar algo que no iban a lograr, pues ninguno de ellos había estado tan gordo como yo en Rayya, cuando me colocaron las abrazaderas, ni había adelgazado tanto desde entonces. Les supliqué paciencia y que disimularan mi falta aunque llegase uno de nuestros dueños a preguntar por mí. Entonces, pude recuperar el eco lejano de mis sentidos del bosque, esa facultad innata que tenemos los celtas de movernos a oscuras con seguridad y tan sigilosamente como los gatos. Paso a paso y sin que cundiera la alarma, antes de poder llegar a la bodega donde se encontraban encerrados los otros veinticuatro remeros, conseguí matar a nueve de los catorce, pido a la madre Dana que me perdone por haber matado a traición, a hombres que no me veían acercarme y que no podían, por lo tanto, defenderse; ninguno de los que murieron a mis manos tuvo la oportunidad de contemplar mi rostro y por ello me siento deshonrado y me desvelo a veces por la noche. Cuando uno de los que permanecían vivos descubrió lo que estaba pasando, sin imaginar que les atacaba un hombre nada más, ya sólo quedaban cinco vivos y huyeron. Liberé a los de la bodega y ellos, a su vez, liberaron a los demás con martillos y machetes. Todos los esclavos huyeron y nunca volví a verlos; debían amar la vida que imaginaban que podían vivir. Yo, en cambio, consideraba que no tenía vida que disfrutar, hasta que recordé el legendario Camino celta al Fin de la Tierra. Donde estaba, oculté el dromon con arbustos y matorrales hasta que me pareció que, asomado al acantilado, nadie se daría cuenta de que era un barco. Decidí robar un caballo y tratar de encontrar el camino. Llegaría al mirador del Fin de la Tierra, escucharía el eco lejano de la catarata que se precipita en los abismos y, luego, si tenía la suerte de encontrar a otros celtas, los convencería de rescatar el dromon y llevarlo a un puerto donde pudiésemos venderlo a los reyes cristianos.
Fergus sonrió a Fomoré y Conall como si quisiera disculparse. Notó que ninguno de los dos hallaba que hubiera en el relato nada vergonzoso y, agradecido, les dio a ambos una palmada afectuosa en el hombro mientras se alzaba de la banqueta.
-Voy a comprobar que nuestro rumbo no ha derivado. El final de mi historia ya lo conocéis. Me encontré con el Camino al Fin de la Tierra lleno de invasores hostiles y, como por el camino había descubierto un vigoroso clan celta en el recóndito Bosque de Onix, volví junto a ellos hasta que llegasteis vosotros. Ahora debo ocuparme de seguir al mando de este navío, pero mañana hemos de volver a reunirnos para que vosotros cumpláis vuestra parte y me contéis vuestros secretos como justo pago por haberos revelado el mío.

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