lunes, 19 de enero de 2009

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Gratis, final



Aquí van los capítulos finales de EL OCASO DE LOS DRUIDAS, la úyltima de las cuatro novelas por las que me ha estafado mis derechos la editorial.
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Transcurrieron dos días más antes de avistar la meta.
Salvo los que remaban, los demás parecían haber sido paralizados por un sortilegio, parados en cubierta, a babor, con los ojos fijos en la hermosa tierra que iba pasando ante sus ojos, tan prometedora y amena con su abundancia de colinas, radas, rías, islas y acantilados. Abundaban tanto los bosques, que nadie dudaba que uno de ellos iba a convertirse pronto en su hogar. Para todos ellos era la tierra prometida por los dioses, el paraíso que les otorgaban como alivio de las vicisitudes padecidas.
Permanecieron expectantes, quietos y mudos hasta que Conall localizó por fin el promontorio que semejaba el pico de un águila y se lo indicó a Fergus.
-Mira aquella roca –le dijo-. Un poco a la derecha, se encuentra nuestro bosque; lo reconoceremos por una vieja construcción celta que hay al lado.
Aunque Fergus no le encontró semejanza con el pico de un águila, se dio cuenta de cuál era el hito que Conall señalaba. La roca emergía entre la suave calima y la vegetación como un símbolo de felicidad tras el último cuarto de luna tan turbulento que habían superado, y por lo tanto movió levemente el timón. Según fueron acercándose a ese punto de referencia, aguardaban todos con ansiedad ver aparecer un poco más adelante la silueta escalonada del Castro de Santa Tecla que Conall y Divea les describían. En cuanto consiguieran identificarlo, habría llegado el momento de iniciar la maniobra para enrumbar hacia una playa donde varar.
Continuaban sin hablar, pero el silencio se volvió tenso y muy solemne ante la inminencia del desembarco. Una solemnidad semejante a la que se había instalado en todos los pechos desde que oyeran el relato de Fomoré. Siempre lo habían respetado por su gran atractivo físico y su serenidad melancólica. Ahora, se reprochaban no haber sido capaces de reconocerlo como lo que era en realidad, un druida venerable que aunque no hubiera completado su consagración, había sido consagrado sobradamente por la vida al superar la prueba insoportable a la que los dioses lo habían sometido. En la mente de todos se afirmaba el convencimiento de que él y Divea iban a componer una pareja de druidas que llegaría a convertirse en legendaria. Esperaban que declarasen su unión en una ceremonia solemne, poco después de reencontrarse con quienes aguardaban en el bosque el retorno de la que habría de convertirse en su druidesa. El único a quien tal idea le causaba escozor era Conall, cuya mirada sombría rehusaba fijarse en Fomoré por temor a ser cautivado también. En el pecho del que habría de ser bardo pero creía no haber cumplido ninguna de sus metas con el viaje, sólo anidaba un sentimiento de desconcierto y una congoja a la que no sabía poner nombre. Ahora, mientras todos, arrebatados por la euforia, tenían los ojos fijos en el punto por donde habría de aparecer la silueta del castro, Conall observaba con pesimismo la costa que discurría lentamente frente al dromon.
¿Qué iba a ser de su vida después de tomar tierra? ¿Cuál iba a ser su futuro?
Se lo preguntó una y otra vez sin ira ni rencor, sólo con una perplejidad insoportable. ¿Podría residir en el mismo bosque que ellos, viéndolos juntos y triunfantes, druida y druidesa unidos para siempre?
De repente, observó algo que los demás estaban demasiado abstraídos para descubrir; según avanzaban, ya con la vela arriada y sólo mediante unos suaves golpes de remo, notó que galopaban dos jinetes en los caminos sobre los acantilados y promontorios, y que se movían al ritmo que lo hacía el navío. Se trataba de una embarcación demasiado vistosa como para pasar inadvertida por pescadores tan expertos como él sabía que eran los cristianos de esa costa. Estaba seguro de que jamás habrían visto nada igual tan cerca, aunque hubiesen vislumbrado navíos grandes navegando a lo lejos. Si los conocía bien, y suponía que sí, pronosticó para sí que tratarían de apoderarse del dromon.
-Nos vigilan dos caballistas, Fergus. Me parece que piensan intentar asaltarnos para apropiarse de tu navío.
-¿Dos caballistas? ¿Tan sólo? ¿Qué van a poder contra nosotros, que somos cuarenta y dos? –ironizó el gálata con escepticismo.
En el momento que avizoraron la vaga silueta del castro, mientras todos prorrumpían en aplausos y vítores, Conall comenzó a desesperar.
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Entre los islotes y profundos salientes de la costa, encontraron una playa libre de escollos, donde a Fergus le pareció que el casco no sufriría desperfectos, y entonces forzó el timón para obligar al dromon a varar. Golpe a golpe de remo, vieron aproximarse la línea de arena clara, lamida por las olas suaves del mar encerrado entre revueltas de roca, y pensaron que alcanzaban por fin la tierra prometida, el lugar donde vivirían felices para siempre.
Todos echaban cuentas. Beltain vería nacer libre el hijo que Bheir portaba en sus entrañas. Dydfil formaría una familia con Dagda, pero antes de un año organizaría la semilla de un ejército que algún día le llevaría a reconquistar la libertad para su clan galés. Joachim viviría, por fin, plácidamente y aceptado por sus vecinos, sin que nadie señalara con horror su pelo blanco. Levarchin sabía que tendría que compartir en lo sucesivo su magisterio con Fomoré y, sobre todo, con Divea, y ello no le causaba pesar alguno; aunque su consagración había sido genuina, se sentía impostor en cierta medida, porque no había tenido acceso a conocimientos comparables a los de cualquier druida y ni siquiera había podido realizar un viaje de iniciación; por todo ello, miraba con fruición la tierra de libertad que se acercaba, donde podría crecer y afirmarse un clan formado casi exclusivamente por hiberneses. Fergus sentía la mano de Brigit posada sobre la suya mientras sujetaba el timón; el cobre de ese pelo iba a darle armas maravillosas con las que afrontar todo lo que el futuro quisiera depararle.
Pero en el momento que la quilla tocó la arena del rebalaje por proa, y sin tiempo para volver atrás, descubrieron que se acercaban velozmente dos barcazas, una a babor y otra a estribor. Conall comprendió que los jinetes habían tenido tiempo de convocar a sus vecinos, que no habrían perdido ni un instante en organizar la encerrona. Seguramente avisadas por vigías apostados en los acantilados, las barcazas habían permanecido escondidas hasta ese momento en los pequeños entrantes del laberinto pétreo que era el litoral. Antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de saltar a la arena, los atacantes lanzaron cuerdas con garfios que se engancharon sin dificultad a las bordas de babor y estribor. Comenzaba el abordaje.
Simultáneamente, fue apareciendo una multitud vociferante en la playa. Bajaban en oleadas los empinados y estrechos senderos que desembocaban en la arena, con antorchas encendidas y enarbolando lanzas y machetes. Eran lo menos cien.
Habían sido cercados y si no organizaban una escabechina en el propio dromon, iban a hacerlos prisioneros en pocos instantes.
Sin pensarlo, Conall saltó por popa al agua, encomendándose a todos los dioses para que no lo hubieran visto saltar o, en caso de que sí, para que no pudieran atraparlo. Buceó en el gélido fondo procurando alejarse lo más posible del navío. Dando brazadas desesperadas, contuvo la respiración hasta sentir que los pulmones iban a estallarle; cuando vio que ya no podía resistir más, buscó una roca que le ocultase a la vista del dromon y emergió. Se asomó con mucho cuidado; la cubierta estaba llena de campesinos con túnicas oscuras que empujaban sin miramientos a los celtas fuera del navío, quienes iban siendo amarrados de dos en dos en cuanto pisaban la playa.
No fue capaz de explicarse la rabia que arrebató su ánimo cuanto descubrió que daban irreverentes empellones a Divea ni por qué sintió ganas de rebelarse y gritar. La horda de túnicas oscuras le parecían los cortejos míticos de espíritus infernales en las compañas que, según las consejas de las tertulias nocturnas del invierno, salían capitaneadas por hombres malvados y traidores de sus propios hermanos, a recorrer los bosques en busca de gente inocente que llevarse consigo a los abismos.
Cinco lunas y media de esforzado viaje iban a acabar en el más inútil y oprobioso de los sacrificios. Un final terrible para tanta esperanza acumulada.
Siguió nadando en la dirección contraria del dromon para buscar un sitio al que encaramarse, desde donde pudiera espiarles. Descubriría el punto concreto a donde iban a conducir a los prisioneros y correría, a continuación, a avisar a su clan, para ver si podían organizar el rescate.
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Después de coronar sin aliento el tajo que separaba su bosque de la costa y tras correr a través de la fronda igual que si lo persiguiera una manada de lobos, Conall se detuvo con los ojos velados por el llanto; se vio obligado a apoyar la frente contra el áspero tronco de un olmo como cuando, de niño, trataba de hallar consuelo tras un regaño de su madre. No podía ser. Le resultaba incomprensible cuanto veía. Era como si se encontrase prisionero de una pesadilla monstruosa, en castigo por su ambición, y los dioses no le permitieran despertar. Tocó el frasquito de Galaaz, que siempre había permanecido colgado de su cuello, igual al que también pendía del hermoso cuello de Divea. ¿Era ése el único camino que le quedaba?
Tenía la completa seguridad de haber llegado por el camino correcto y hasta podía reconocer a medias el claro que siempre había servido de nementone a su clan. Tuvo que mirarlo y recorrer todo el perímetro una y otra vez. Sí, no había duda; era el lugar donde Galaaz les había examinado a él y a Divea casi seis lunas antes. Un nementone demasiado modesto en comparación con todos los que había visto en Galia, Anglia y Gales, pero era el amado lugar sagrado de su niñez, donde habían nacido sus ambiciones y el embrión de sus conocimientos. El lugar de la Tierra donde radicaba lo esencial de su vida y la de quienes constituían su razón de ser.
Las piedras con las que habían compuesto durante generaciones el sagrado círculo, continuaban apiladas junto al tronco del roble donde solían estar, pero el ara había desaparecido. Aunque las variaciones del paisaje eran sutiles, no podía dar crédito a sus propios ojos a causa del vacío, la quietud y el silencio mortal. Parecía acabar de pasar la mayor y más espantosa compaña de cualquiera de las leyendas, llevándose todo rastro de vida celta. Ni risas de niños ni comadreos de mujeres ociosas, ni martillazos de los herreros ni hachazos de los leñadores. Ningún ruido que le permitiera conciliar el recuerdo con lo que veía. No había nadie.
Buscando con mirada ansiosa el menor signo de que alguno de sus vecinos viviese, descubrió trazas de que varios matorrales habían ardido como si alguien hubiese intentado incendiar el bosque, pero sin conseguirlo, tal vez gracias a un chaparrón mandado por los dioses. No quedaban cabañas ni rastros de su clan. Trató de localizar el lugar aproximado que antaño ocupaba su vivienda, donde residía aquella madre amorosa a quien tanto había reprochado sus regaños y consejas; ni siquiera consiguió identificar en el suelo la silueta del hogar amado de su infancia.
El silencio era tan completo, que podía escuchar el rumor de las hojas acariciadas por la brisa del mar cercano. El clan había sido exterminado, seguramente por los mismos que ahora se disponían a masacrar a sus cuarenta y un compañeros del dromon. Los que iban a quemar en una hoguera a quien no había conseguido volver a tiempo de que su bisabuelo la consagrase como druidesa. Los que iban a destruir a las dos personas más sabias que aún permanecían en el mundo de los vivos, Divea y Fomoré.
¿Podía hacer algo para evitarlo?
Un leve ruido lo sobresaltó. No era uno de los rumores propios del bosque, estaba seguro, porque la espesura de su hogar poseía una música propia que él podría reconocer entre todos los sonidos del mundo. Alguien merodeaba, quizá tan asustado como él mismo. Escuchó una voz hablando muy bajo pero con un tono recio y bronco que le resultó vagamente familiar:
-¿Tú no eres el joven que acompañaba a Alban?
El corazón de Conall saltó en su pecho. Si quedaba uno de sus vecinos, era posible que hubiera más, escondidos. Pero ¿por qué no le había llamado por su nombre, utilizando, en cambio, el del guerrero gigantesco?
-¿Quién eres? –preguntó, todavía incapaz de localizar el punto de donde procedía la voz.
Se trataba de alguien que sabía embozarse muy bien entre los matorrales.
-¿Portas armas? –preguntó el desconocido, y ahora detectó Conall un acento extraño, una manera de hablar que no era propia de sus paisanos, y a pesar de todo seguía pareciéndole una voz conocida.
-No.
-Muestra las manos y alza la túnica hasta tu pecho, para que lo compruebe.
Conall obedeció. Cuando hubo demostrado que iba desarmado, notó que se movían las marañas de un zarzal y aparecía Arthan, el velloso y robusto padre de la helvética de ojos como lagos. Medio agachado, se movió con mucha cautela, portando una ballesta dispuesta para disparar en su dirección.
-¡Eres el padre de Gwynna! –exclamó Conall con pasmo.
-Y tú eres, en efecto, el amigo de Alban. ¿No traes malas intenciones?
-¿Sabes algo de mi clan?
-Vayámonos de aquí rápido, que este sitio es peligroso. Ven conmigo, deprisa.
En silencio y moviéndose con el sigilo y la agilidad de una ardilla, Arthan precedió apresuradamente a Conall hacia el Castro de Santa Tecla. La cabaña circular continuaba intacta. Vio que el helvético corría hacia un nivel inferior y se introducía en una cavidad casi invisible para quien no conociera su existencia. Al seguirlo, se vio a los pocos pasos en una cueva natural más amplia y, poco más allá, Arthan apartó un montón de maleza seca que cubría un estrecho pasadizo ascendente, por donde treparon ambos. Emergieron en el interior de la cabaña sin ventanas ni puerta y al instante reconoció Conall el lugar como la extraña habitación donde había permanecido suspendido de una cuerda no sabía cuánto tiempo, en una ceremonia que ahora le parecía un juego de niños. Gwynna se encontraba medio recostada en un jergón y Alban estaba a su lado, de rodillas, refrescando su frente con un paño húmedo.
-¡Conall! –casi gritó con júbilo el gigante, lanzándose hacia él para abrazarlo.
En pocos momentos, contó el guerrero que, esperando un hijo de Gwynna, la había convencido junto con su padre de volver al bosque de su familia. Tras un viaje muy penoso que había durado cerca de tres lunas, habían llegado pocas jornadas antes para descubrir el horror de la destrucción del clan. La cabaña era el único lugar seguro porque nadie imaginaba lo que era y si la incendiaban, podían escapar fácilmente a la cueva, donde nunca les descubrirían. Pero Gwynna había llegado exhausta a causa de su embarazo y sufría de fiebres, por lo que tenían que turnarse él y el suegro en su cuidado. Cada día salía uno de los dos en busca de alimentos.
-¿Habéis vuelto todos sanos? –preguntó Alban al final del relato.
Conall bajó la cabeza, negó y volvieron a llenarse sus ojos de lágrimas. Narró cuanto acababa de sucederles.
-¿Dónde los han llevado? –preguntó Alban.
-Al poblado del pico del águila –respondió Conall.
-¿Son muchos?
-Unas diez docenas, creo. Por más que lo pienso, creo que no hay nada que hacer. He subido a nuestro bosque a pedir ayuda a nuestro clan, confiando que podríamos ir en su rescate y mira lo que me encuentro. Madre Dana, ¿por qué nos has hecho esto?
-No invoques a la madre Dana –dijo Alban-, sino a nuestro dios guerrero, Ogmios, porque vamos a sacarlos de allí. Tú eres el bardo y yo el guerrero; a mí me corresponde pelear. ¿Ellos te vieron huir?
-Creo que no.
-Entonces, contamos con una pequeña ventaja –repuso Alban mientras cogía varios objetos y los guardaba en un morral-, pues su confianza será total y, puesto que los celtas de los contornos han sido exterminados, habrán descuidado el alerta. Gwynna, debo marchar y tu padre también, porque hay entre esos prisioneros varias personas que amo con todo mi corazón. También, porque no podemos consentir la muerte del último druida de estas tierras y, asimismo, porque esas personas pueden sustituir en el futuro los clanes que nosotros hemos perdido. Es nuestro porvenir, querida mía, lo que está en juego, y el del hijo que esperas. ¿Resistirás media jornada a solas?
-Sí, Alban, ve sin cuidado.
Echaron a correr sin precaución excesiva, porque el gigante y su suegro habían comprobado muchas veces que los pescadores rehuían su bosque, acaso por su mala conciencia. Sin detenerse, Alban giraba de vez en cuando la cabeza para mirar a Conall con la mente llena de preguntas. Su transformación le apabullaba. Su estatura había aumentado, o así se lo parecía, y en sus ojos brillaba una luz nueva aunque ahora estuviesen anegados por el llanto. Recordó cuanto se comentaba sobre los viajes de iniciación druídica; según las consejas, nadie era el mismo al regresar. Pero el joven bardo era el primero que él tenía oportunidad de ver volver después de una experiencia de esa clase. Conall había dejado de ser el joven distante y malhumorado al que había convencido de formar parte de su hermandad de defensa de las esencias celtas. Ahora, había emergido en él algo venerable, una pátina de autoridad que estaba inclinándole a cederle el paso, aunque sus zancadas fuesen tan disparejas Verdaderamente, el viaje había transformado a Conall.
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-¿Qué has visto? –preguntó Alban a su suegro cuando regresó de la exploración.
De los tres, era el más capacitado para cumplir ese cometido, gracias al sigilo y la agilidad gatuna con que se movía, y por eso había sido enviado a espiar en un recorrido que abarcaba todo el perímetro del poblado.
-Tienen a los hombres amarrados unos a otros–respondió Arthan-, todos juntos en la misma cabaña y me parece que las mujeres también están todas en otra, pero no he conseguido ver si ellas están, igualmente, amarradas entre sí. En la cabaña donde tienen a los hombres sólo hay cuatro guardianes, pero la de las mujeres está completamente cercada por hombres provistos de lanzas; yo diría que las odian mucho más a ellas que a ellos. El poblado parece un campamento militar, pues no he visto niños y sólo algunas mujeres. Pero mirad allí, ¿veis?; están preparando ocho piras. Supongo que será porque el claro no permite instalar más sin riesgo de incendiar las cabañas y todo el bosque. Por ello, digo yo que irán quemándolos en tandas. ¡Qué horror, madre Dana, de nuevo me obligas a presenciar la masacre de buenos celtas!
-Déjate de reproches a los dioses, Arthan –reconvino Conall-. No provoques su ira ni su venganza contra seres conturbados como nosotros, porque lo que necesitamos es su ayuda, y deprisa. ¿Cuatro guardianes tan sólo?
-¿En la cabaña donde tienen a los hombres? Sí.
-Alban, ¿no deberíamos empezar por allí? –indicó Conall.
-Lo primero es liberar a Divea –respondió el gigante con humildad, porque no sabía si sería lícito contradecir a un bardo.
-Sí –aceptó Conall-, pero somos tres contra un ejército, y no podemos irrumpir ahí en medio como un vendaval, porque moriríamos inútilmente.
-Yo soy más de un hombre –afirmó jactanciosamente Alban tensando los hombros anchísimos.
Conall se contuvo de ironizar. Miró intensamente al guerrero que aventajaba su estatura en más de un palmo; era el mismo cadete sin malicia que lo había querido integrar en su hermandad de idealistas defensores de las esencias celtas; el mismo que lo había sometido a la más dura prueba física que había tenido que superar en toda su vida y esperaba no tener que pasar en el futuro por nada igual. De improviso, descubrió que mientras que a él lo había convertido en un adulto el viaje de iniciación, y comenzaba a sentir ya en su espíritu la autoridad de un bardo, Alban continuaba siendo el muchacho impulsivo, directo y maravilloso a quien aún le faltaba mucho para madurar.
-Desde luego, eres el guerrero más fuerte y valiente que conozco –replicó Conall- y por eso quiero que sobrevivas, porque aún no ha comenzado la leyenda en que te vas a convertir y que yo seguramente cantaré cuando sea viejo. No tenemos mucho tiempo para discusiones y creo que tan sólo disponemos de una posibilidad entre mil. Una posibilidad que nos exige más astucia que fuerza.
Impremeditadamente, Alban adoptó la postura que debía adoptar ante un bardo. Bajó la cabeza y dobló las piernas para que su oído quedase a la altura de los labios de Conall, y poder así escuchar respetuosamente el plan.
Los tres se pusieron de acuerdo en pocos momentos y se dieron en seguida a su puesta en práctica.
Con la misma habilidad de una serpiente, Arthan trepó a lo más alto del tronco de un corpulento castaño con su ballesta colgada del hombro y el carcaj repleto. Una vez que se sintió firme en el puesto elegido, echó el cordel hacia abajo, al que su yerno ató una luminaria encendida dentro de su urna de cristal, cubierta con un paño para que nadie pudiera verla subir. Alban aguardó a que esa pequeña candela fuese izada, hasta convencerse de que había llegado intacta a manos del padre de Gwynna. A continuación, el gigante se encaminó hacia la trasera de la cabaña donde tenían encerrados a los hombres y Conall a la de las mujeres.
Arthan sabía que resultar ilocalizable era tan indispensable como su acierto al disparar las dos flechas. Tenía que elegir con exquisitez el blanco de la primera, a fin de que nadie pudiera deducir el lugar de donde procedía y tener, así, tiempo suficiente para disparar la segunda sin que se lanzaran hacia él como cuervos enloquecidos. Entre las dos, ocurriría lo más trascendental del ataque, de lo que iba a depender el resultado final. Conall le había enseñado un modo sencillo de calcular el tiempo que su yerno tardaría en llegar a la cabaña de los prisioneros; tenía que recitar mentalmente cinco veces una vieja canción de juegos infantiles que todos los celtas conocían. Preparó la primera flecha atando junto a la punta metálica un trozo de paño impregnado de aceite y le prendió fuego. En cuanto vio que nada iba a obstaculizar la trayectoria, disparó hacia la pira instalada en el lugar más alejado de la cabaña de los prisioneros.
La propagación de las llamas fue casi instantánea, porque habían apilado gran cantidad de broza en torno a todas las piras. El fuego fue tan repentino, que nadie pudo darse cuenta de qué lo había iniciado. Arthan comprobó con gran contento que había obtenido el efecto buscado, puesto que cuantos deambulaban y trajinaban por el claro dirigieron su atención hacia la pira, y muchos de ellos acudieron junto a ella para intentar apagarla. Tarea muy ardua, porque la misma eficacia que habían procurado al preparar las hogueras jugaba en su contra, ya que toda la leña menuda y la hojarasca seca ardieron en seguida y el fuego empezó a contagiarse con rapidez a los grandes leños.
Satisfecho de su éxito, las extremidades del helvético bullían de impaciencia por disparar la segunda flecha, mientras ponía en práctica el método de espera que le había explicado Conall.
Durante ese lapso, Alban consiguió abrir, literalmente, una esquina de la pared trasera de la cabaña que era su objetivo. Lo hizo sin utilizar la palanca que Conall le había sugerido, pues no lo consideró necesario; se limitó a apartar con sus manos las robustas ramas entretejidas con bálago, que cedieron con un chasquido que estremeció todo ese lado de la edificación, bastante más precaria y torpe que las casas de los celtas, que sus constructores habían destruido con desprecio. Convencido de que los cuatro guardianes iban a acudir prestamente por mucho que el fuego provocado por Arthan les hubiera distraído, se introdujo sin pérdida de tiempo. Vio llegar a dos sin tiempo aún de ponerse de pie.
-Cuidado –oyó que le advertía muy cerca la voz de Fomoré, amarrado, junto a un hombre que no conocía, a uno de los pilares centrales de la construcción.
Rodó sobre sí mismo para eludir la rústica lanza con que uno trató de atravesarle, una simple tranca con la punta afilada. Arrebatado por la rabia y aún desde el suelo, pudo Alban apoderarse de esa lanza, con la que ensartó sucesivamente a los dos. A partir de ese momento, se convirtió en una especie de torbellino en cuyo vórtice resultaba muy difícil de ver. Fue cortando las ligaduras de los prisioneros que estaban más cerca, pero sabiendo que los dos que, según las cuentas de Arthan, permanecían vivos podían correr a avisar a los de fuera, se lanzó sin prevenciones hacia la puerta de salida, a tiempo de detenerlos y tumbarlos simultáneamente con un solo golpe de cada uno de sus puños. Aguardó vigilante por si quedasen más y un instante después, justo en el tiempo que podía haber tardado su suegro en recitar cinco veces la canción, corrió a desatar a los prisioneros.
-¿Quién eres tú, el mismísimo Ogmios? –preguntó un joven con expresión de deslumbramiento y trazas de ser guerrero, vestido exactamente igual que otros dos como si fueran parte de un ejército.
-Es humano, Dydfil, y se llama Alban –respondió Fomoré-, pero estoy convencido de que su leyenda ha de mitificarlo a partir de este día, cuando el equinoccio se halla tan próximo. Lo que acabamos de ver merece ser contado y festejado con vino, cerveza y los elixires más maravillosos de todas las fábulas.
-No hagáis ruido –acalló Alban-. Coged todas las armas que encontréis y salid muy lentamente, sin que puedan descubriros. Ocultos tras la maleza, pero a la vista de este sitio, formad una fila de manera que consigáis veros entre vosotros de uno en uno, para que podáis transmitiros las órdenes que os dará nuestro bardo Conall. Vamos, no hagáis ruido ni perdáis tiempo.
Mientras tanto, a Conall no le rodaban las cosas tan bien. Cuando vio el resplandor del primer fuego que Arthan consiguió prender, trató de abrir a palanca un hueco en la pared trasera de la cabaña de las prisioneras, pero le resultó imposible. Miró en torno con desaliento. Era robusto y fuerte, como lo habían sido siempre los celtas de ese bosque, pero no podía realizar hazañas ni parecidas a las de Alban; su única ventaja residía en su mente. No merecía la pena esforzarse con algo que no podría hacer por mucho que lo necesitara. La pared era muy larga; supuso que podía tratarse de un granero o un almacén de pertrechos, de manera que el interior debía de ser diáfano, sin ninguna pared divisoria. De ser de tal modo, todas las prisioneras se verían entre sí. Asomó muy levemente la cabeza por una de las esquinas y observó con desasosiego que también los flancos estaban fuertemente vigilados, además de la parte delantera del edificio.
No tenía más posibilidad que el techo.
Había un pequeño alisar que limitaba el claro por uno de sus lados. Varios alisos de talla mediana servían a la cabaña de puntales supletorios, dada la escasa solidez general de la construcción. Trepó con rapidez por uno de los troncos y, gracias a que las ramas se combaron con su peso, pudo posarse en el techo sin ruido. Impaciente porque suponía que ya no le quedaba tiempo apenas, apartó deprisa varios de los grandes haces de bálago que formaban la cubierta, hasta abrir una rendija lo bastante ancha para mirar hacia abajo.
Hacía un rato que Divea presentía la inminencia de un cambio. Sufría grandes molestias porque tenía los brazos muy forzados hacia atrás por las ligaduras, y ni siquiera estaba en condiciones de cumplir la advertencia de su amado bisabuelo Galaaz, tomando el elixir del frasquito colgado en su cuello para evitar las torturas y humillaciones que iban a causarle. Sus compañeras de cautiverio se habían expresado ya entre ellas todas las lamentaciones posibles y casi todas habían llegado a la extenuación de sus gargantas, quebradas en ronquidos que, tras convertirse en murmullos, ahora habían dado paso al silencio. En la quietud subsiguiente, oían con claridad los rumores de cuanto ocurría fuera y, en los últimos instantes, el crepitar de un fuego. Aunque no se había escuchado ningún grito ni la exigencia de renunciar a los dioses celtas, alguno de los hombres estaba siendo sacrificado o estaba a punto de serlo. Comprendieron que la muerte llamaba a su puerta, Inger había comenzado a contar las vidas que se aprontaba a segar y nadie podría impedirlo. Por ello, cada una trataba de ajustar sus cuentas con el dios del que era más devota.
Forzada por el presentimiento, Divea apretó los párpados como aquel día que Galaaz la obligó a precederle por el bosque con los ojos vendados. Inmediatamente, sintiéndose sumergida entre brumas azules que se movían en oleadas, identificó el movimiento de haces que parecían de paja, y unas manos. Sin comprender muy bien por qué, su mente evocó el rostro de Conall sonriendo consoladoramente. El bardo destinado a complementar su magisterio poseía una sonrisa muy hermosa que no prodigaba, pero en su mente parecía tratar de decirle con ella que resistiera, que no se dejara vencer por un importuno convencimiento de inexorabilidad. Pensó que había poesía en ese consejo, la inspiración de los dioses en el corazón de un bardo, y su espíritu, inexplicablemente, se alegró recreando la imagen del que habría debido acompañarla toda la vida como uno de los bardos mejor preparados de los que tenía noticia.
Un impulso le obligó a abrir los ojos y levantar la cabeza. En el silencio que dominaba la estancia, sonó claro un roce en el techo y vio moverse una de las gavillas que lo formaban. El rostro que su mente acababa de recrear la miraba desde lo alto con expresión adusta, pero en seguida sonrió tristemente. Comprendió que Conall trataba de hacerle comprender algo; no lo conseguía, pues era una abertura que ni siquiera permitía ver la totalidad de la cara. Entonces, Conall retiró el rostro y asomó la mano, con la que hizo un movimiento de vaivén, representando un cuchillo que cortara algo. Divea comprendió al instante. Cuando Conall volvió a asomar el rostro, le asintió vivamente.
Un momento después, vio bajar con lentitud hacia ella un cuchillo atado a un cordel. Como no había espacio suficiente para que Conal pudiera introducir la mano por la rendija y mirar al mismo tiempo, susurró:
-Dagda, no te alteres lo más mínimo y pide a las demás que tampoco lo hagan ni digan una sola palabra. La poesía es la voz de los dioses y son ellos, por tanto, quienes nos mandan el salvador. Alza la mirada, ¿ves? Nuestro bardo viene a rescatarnos. No podemos guiar esa mano que sujeta el cordel, pero sí podemos actuar. Que todas estén alerta y la primera que sea capaz de tocar el cuchillo que lo atrape con fuerza y, si no puede cortar sus propias ligaduras, que corte las de su compañera.
Fue Bheir la que se liberó primero. Al notar su embarazo, el que la amarró había sentido alguna clase de prevención atávica y no sólo no la había maltratado en exceso, sino que tampoco apretó demasiado la soga. Fue, por lo tanto, fácil cortarla. En silencio, soltó a la que tenía más cerca, otra hibernesa, y pocos momentos más tarde todas pudieron moverse. Por señas, Divea les indicó que formasen un corro muy juntas y les habló quedo:
-Hay mucha gente ahí fuera preparándose para quemarnos y no sabemos qué ocurre con nuestros hombres ni donde están. Por lo tanto, hay que actuar con sumo cuidado y sin producir el menor ruido.
En ese momento, se escucharon voces muy soliviantadas. Alguien gritó muy cerca de la cabaña:
-¡Corred, hay fuego en la ermita!
Aunque era el edificio más alejado del castaño donde estaba encaramado, Arthan había atinado con precisión en el tejado de lo que supuso desde el principio que era el nementone de sus captores. El gran techo de madera y enormes fardos de bálago se incendió inmediatamente y, unos momentos más tarde, las llamas se propagaron al enramado que sostenía la campana y la parte superior de todas las paredes. Tal como había previsto Conall, acudieron casi todos presurosos a apagar el fuego, porque se trataba del edificio más sólido y mejor construido, y resultaría demasiado arduo construirlo de nuevo.
El caos se había adueñado del claro. El alboroto era enorme y se convirtió en griterío y espanto cuando empezaron a arder al unísono las dos cabañas donde habían encerrado a los prisioneros. Al principio con timidez pero en seguida como un clamor, todos mencionaban con sus lamentos y gritos los poderes que atribuían supersticiosamente a los celtas; mediante sus poderes otorgados por Satanás, se habían desmaterializado en el aire antes de incendiar sus cárceles y ahora estarían sobrevolándolos con sus escobas para exterminarlos; tenían que huir de ese lugar y no regresar jamás, porque se había convertido en un pestilente reino de los abismos, una vicaría del infierno en la Tierra.
Cuando salieron las mujeres, Conall ordenó que Bheir y otra embarazada, así como dos mujeres demasiado mayores fuesen llevadas por Arthan con dirección a la cabaña del castro. Las demás mujeres se sumaron alternativamente a los hombres, a la distancia de unos cinco o seis pasos, para formar una fila que rodeaba todo el poblado. El bardo dio la orden al primero de la formación:
-Impedid que huya ninguno, salvo con dirección al precipicio que cae a pico sobre el mar. Nadie deberá escapar en cualquier otra dirección, porque uno solo bastaría para alentar una movilización final contra nuestro pueblo. Con golpes de trancas, procurad que se vayan hacia el abismo por sí solos para que ningún dios desee presentaros cuenta, pero si tenéis que matar, hacedlo. Es nuestra vida y la de nuestros hijos, o la de ellos.
105
Dos días más tarde, abandonaron el bosque y dejaron atrás la cabaña del Castro de Santa Tecla con un sentimiento prematuro de nostalgia. Divea, Alban y Conall, que eran los únicos naturales del lugar entre los cuarenta y cinco, lloraban sin recato. Sería difícil volver a ver el amado solar de sus antepasados.
Suponían que habían muerto todos los habitantes del poblado que había sido su prisión, pero no podían darlo por seguro ni permanecer, por tanto, en el bosque que antaño gobernara Galaaz. Ni en sus contornos. Por decisión de Conall, confirmada por Divea, habían multiplicado las precauciones y no se atrevieron siquiera a tratar de recuperar el dromon ni su carga. Que supiera el bardo, los cuarenta y cinco eran los últimos celtas de esas tierras. Estaban obligados a preservar sus vidas, porque eran depositarios de tradiciones milenarias que podían perderse si desaparecían.
Tras provocar la desbandada del poblado, sólo encontraron tres caballos. Ninguna carreta. Por lo tanto, en la partida hacia el exilio tenían que limitarse a llevar lo que cada uno podía cargar consigo, porque las monturas fueron reservadas a las embarazadas.
-¿Dónde nos asentaremos? –preguntó Divea.
-En cualquier lugar situado a la derecha del camino que recorrimos con dirección a la tierra de los astures –respondió Conall.
-Sí –concordó Fomoré-. Debemos alejarnos del mar tanto como sea posible, porque casi todas las poblaciones de esta tierra bordean la costa. Tierra adentro, contaremos con muchos menos enemigos y mayores posibilidades de reconstituir un clan y mirar con optimismo el futuro. Por suerte, todavía no ha terminado el año y nos faltan tres lunas para el solsticio de invierno; nos dará tiempo a equiparnos contra el frío cuando elijamos el bosque donde vivir.
Siete jornadas más tarde, encontraron el lugar en la falda de un monte que miraba a Oriente. Un bosque perfumado de resina, casi todo él de pinares, abetales y pequeños hayedos. Los castañares quedaban un poco más abajo, pero era muy placentero y vivificante recorrer las veredas que conducían hasta ellos y hacia los veneros y riachuelos donde habitaba la diosa.
Improvisaron varios refugios, pero lo primero que hicieron a continuación fue despejar un claro más o menos llano para que les sirviera de nementone. Localizaron pronto entre todos cuarenta y nueve piedras suficientemente grandes y planas, idóneas para formar el círculo sagrado.
Eufórico en cuanto consiguió acomodar confortablemente a Gwynna en una choza, precaria pero decidido a ir reforzándola con el tiempo, Alban sintió el impulso de bromear:
-Nuestros hijos van a desarrollar piernas formidables, de tanto correr arriba y abajo por este monte.
Divea sonrió. Fomoré dijo:
-Pues hay que empezar desde ahora, porque debemos honrar sin más demora al dios de la Naturaleza, Mabon, y al del bosque, Karnun; hay que celebrar hoy mismo el magosto con una castañada, puesto que ya hemos fundado el poblado de nuestro clan. ¿Quién viene conmigo a recoger castañas?
Emprendieron el descenso Beltain, Dydfill, Fomoré y Conall, provistos cada uno de un saco vacío. Desde el comienzo de la caminata, el bardo trató de separarse un poco del galés y el hibernés, porque necesitaba hablar con Fomoré:
-Debo decirte que cualesquiera que sean mis sentimientos, encontraré razonable que formes familia con Divea.
Fomoré volvió hacia Conall sus ojos sorprendidos y sonrió, aunque tenía ganas de soltar la carcajada.
-¿Qué te hace suponer que Divea y yo nos amamos?
Conall sintió que se ruborizaba.
-¿No es así?
-Querido bardo, ¿no te das cuenta de que casi podría ser su padre?
-¿No la amas?
-Claro que sí. La amo y la venero, como la druidesa sabia que es. Y la protegeré con mi vida, si es necesario. Pero formar familia con ella… ¡vamos!
-Yo…
Conall no conseguía borrar el sonrojo de su cara. Sentía un ligero temblor en los labios y le picaban los ojos. Fomoré le sonrió con ternura:
-Querido bardo Conall, vas a tener que revisar tus propias conclusiones y preparar con cuidado lo que te espera dentro de tres jornadas, cuando termine el año. Sabes que la ceremonia de tu consagración y la de Divea la presidirá Levarchim, pero tendrá que ser precedida de la confirmación de la mía, pues el druida hibernés confiesa que no se siente lo bastante sabio para consagraros y me ha pedido que yo lo haga en su lugar. Al amanecer de ese día, tras la noche negra de los espíritus y los conjuros, tendrás que pedirle a Divea que te permita acompañarla el resto de su vida, y no sólo como bardo.
Datos en la novela
Topónimos.- A excepción de “Bosque de Onix”, “Bosque del Espejo” y “Bosque de Boca Oscura”, todas las denominaciones geográficas se corresponden con realidades de la civilización celta en diversos países a lo ancho de Europa. Aunque deliberadamente los he juntado a pesar de su anacronía, todos son históricos y algunos de ellos continúan vigentes, como es fácil constatar. La epopeya imaginaria del relato –que ocurre a lo largo de unos dieciséis meses- exigió unirlos en un mismo espacio temporal, pero no son coetáneos según los historiadores y se afirma que casi todos ellos fueron dados por asolados antes de la época del relato, pero según las huellas dejadas en las tradiciones es muy posible que sobreviviesen poblaciones diseminadas, que nunca llegaremos a saber hasta cuándo pudieron resistir. Aunque resultaba tentador, he renunciado a hacer aparecer los sitios capitales de La Tene y Hallstatt, por tratarse de yacimientos cuya antigüedad arqueológica demostrada es muy superior a las vivencias de mis personajes.
Nombres. Todos los nombres propios de personas que aparecen en los cinco libros del relato los he extraído de narraciones o referencias históricas sobre los celtas. Las leyendas contadas por los personajes figuran, asimismo, en el folclore y las tradiciones de Irlanda, Gales, Inglaterra, Francia, Bélgica, España, Alemania, Polonia, Turquía y Suiza. Episodios importantes de las peripecias que viven en primera persona los protagonistas han sido inspirados, asimismo, por leyendas de las mismas procedencias. En cuanto a las plantas y flores, he tenido que recurrir a las denominaciones actuales para no desorientar al lector y, sobre todo, porque los celtas eran renuentes a escribir aunque sabían hacerlo, y lamentablemente no se conservan datos sobre sus descubrimientos de alquimia, que eran tan trascendentales para sus ritos y modos de vida.
Muy amablemente, me han proporcionado informaciones valiosas los departamentos de cultura de las embajadas en España del Reino Unido y Francia, la Oficina de Turismo del Ayuntamiento de El Grove (Pontevedra) y la Biblioteca de Turón (Mieres, Asturias).
Con todo, el rigor histórico es propio de historiadores. Sobre un extenso sustrato documental, en mi relato predominan la imaginación y la inventiva, como corresponde a la creación literaria.

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