jueves, 22 de enero de 2009
ORO ENTRE BRUMAS. Lectura gratis
Hoy comienzo a publicar aquí mi novela “Oro entre brumas”, una de las cuatro por las que he sido víctima de una estafa de doce millones de pesetas por parte de la editorial.
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ORO ENTRE BRUMAS
Brumas sobre el oro
Corría 1702 cuando el río de oro que había sido el océano Atlántico volvió a fluir después de tres años de sequía.
Eran aquellos tiempos difíciles para el imperio español, porque los reinos europeos, ansiosos de apoderarse de las tierras y riquezas hispanoamericanas, habían ideado un personaje de perfiles imprecisos y carácter siniestro: el pirata. O el bucanero. O el filibustero. Máscaras que embozaban con frecuencia a generales y almirantes de los reyes de Inglaterra, Francia y Holanda.
En las postrimerías del siglo XVII, eran incontables las islas antillanas convertidas en bases de los piratas. Y éstos eran tan numerosos y los estragos causados a los galeones españoles del comercio de Indias llegaron a ser tan graves, que la Flota de la Plata de 1699 tuvo que refugiarse en La Habana a la espera del refuerzo que podía representar la de 1700. Reunidas las dos, tampoco se creyeron lo bastante fuertes como para romper el acoso bucanero. Esperaron aún la flota de 1701, pero únicamente en el verano de 1702 se atrevieron a iniciar la travesía gracias a una protección que les pareció providencial.
Mientras los galeones aguardaban en La Habana tiempos más propicios y las arcas españolas se vaciaban, tenía lugar un encadenamiento de hechos que convulsionaron al Reino de España, situándolo en grave riesgo de ser dividido entre las potencias de Europa: Parecía a punto de derrumbarse el entramado de intereses de aquella precursora del mercado común europeo que fue la Casa de Contratación de Sevilla; Carlos II el Hechizado, bajo cuyo reinado partió la primera de las tres flotas, murió sin descendencia; superadas las graves intrigas cortesanas originadas porque el último rey español de los Habsburgo no hubiera engendrado un heredero, el francés duque de Anjou sucedió a Carlos II, siendo coronado con el nombre de Felipe V. Esta coronación suscitó la ira del imperio austriaco y la alarma de Holanda e Inglaterra, temerosas de que el abuelo del nuevo rey, Luis XIV de Francia, pudiera convertirse en emperador de Europa gracias a la anexión de España y sus extensas posesiones. Así nació la Gran Alianza, en contra del cambio de dinastía en el trono de Madrid.
Cuando el joven rey Felipe V fue informado de las catastróficas consecuencias económicas que ocasionaba la permanencia de tres flotas en La Habana con el producto de tres años del Comercio de Indias, Luis XIV puso a su disposición la armada francesa, una de las más poderosas de la época, para la protección de los galeones en la travesía del Caribe a Cádiz.
Como ya había comenzado la contienda europea que fue la Guerra de Sucesión española, abundaban los intentos de invasión de la península por parte de las potencias de la Gran Alianza, con Inglaterra a la cabeza.
Advertidos del riesgo que el acoso de la Gran Alianza podía representar para la preciosa carga que transportaban, los almirantes de las tres Flotas de la Plata decidieron no enrumbar hacia Cádiz, que era lo que mandaba la ley, y refugiarse en Vigo, a la espera de circunstancias más favorables.
Un conjunto de acontecimientos que representa un enigmático avatar de la Guerra de Sucesión, hizo que el almirante de la armada angloholandesa abandonara el intento de invadir Andalucía y pusiera sus navíos rumbo a Vigo, resuelto a apoderarse de la carga, que los espías ingleses y portugueses consideraban el más fabuloso tesoro que jamás hubiera navegado sobre el mar. La presencia de la armada de Luis XIV no le desalentó.
La noche del 23 de octubre de 1702, los vigueses presenciaron una de las mayores catástrofes sufridas hasta entonces por el poder imperial español. El fuego y la sangre, y también el oro, inundaron la ría de Vigo. El fuego se extinguió pronto y la sangre dejó de aullar cuando las familias rotas consiguieron aliviar su dolor. Pero la inundación de oro cayó por el sumidero de los misterios insondables, esos misterios que perviven porque sus protagonistas se conjuran para no desvelarlo. Las brumas del tiempo y un silencio trufado de vergüenza y necesidad de olvido eclipsaron el brillo de centenares de millones de doblones de oro y millares de toneladas de plata.
Durante los tres siglos transcurridos desde entonces, han sido muchos los aventureros que trataron de encontrar la entrada del sumidero.
Hay ojos que han visto muestras del oro que traían aquellos galeones. Hay ojos que han escudriñado las afiligranadas caligrafías de millares de documentos, en busca del rastro del tesoro, con la pretensión de disolver la bruma que el tiempo espesa. A unos les impulsaba la avaricia; a otros, la curiosidad. Muchos sentían la necesidad de desentrañar las causas y los efectos de aquella tragedia, necesidad que demasiados cronistas se han empeñado en burlar, estremecidos por el sonrojo y el horror. El sonrojo que causa la impericia suicida de los gobernantes españoles de la época y el horror de tantas vidas, haciendas, fortunas y oportunidades malogradas.
Entre 1702 y la actualidad, la bruma sigue reinando en la ría de Vigo.
Misterio en el fondo del mar
Hacía más de una hora que la discusión se había caldeado hasta un nivel de tensión que resultaba incómodo para la que debía ser plácida sobremesa de la cena, lo que podía condicionar desfavorablemente el ánimo de los submarinistas cuando reanudasen la exploración al amanecer.
Dimas Outeiro sabía manejar las pasiones de sus ayudantes y canalizarlas con tino hacia la producción de excelentes programas de televisión, pero el equipo de ahora presentaba una peculiaridad que lo hacía muy diferente de todos los que había dirigido antes. Descontados los cámaras, la jefe de producción, la script, las dos redactoras y los utileros, casi la mitad eran submarinistas que, tal como exigía el anuncio de "Faro de Vigo" a través del que se les había contactado, poseían buen nivel cultural, ya que entre ellos había un médico a punto de doctorarse, un licenciado en filología inglesa, dos graduados en ciencias de la información y un economista. Todos destacados deportistas, con el carácter firme y tenaz que posibilita los éxitos deportivos. No se trataba, pues, de personas a las que pudiera impresionar ni apocar recordándoles sibilinamente, para zanjar la discusión, que el nombre de Dimas Outeiro había salido ya centenares de veces en los créditos, como realizador de algunos de los programas de televisión más célebres de los últimos años.
Trató de evadirse de la airada charla abstrayéndose en la contemplación del paisaje enmarcado por el ventanal del restaurante, donde les había llevado a cenar para romper la monotonía de los menús del hotel en que se alojaban y donde venían comiendo a diario. La ría de Vigo ganaba plasticidad con la noche, el rosario de aldeas formaba una constelación de puntos luminosos reflejados en el agua inmóvil, una galaxia duplicada que más parecía la creación de un pintor. Él sabía que bajo su amable apariencia, ese agua ocultaba en el fondo los rastros de acontecimientos escalofriantes; y no sólo lo sabía mediante la lectura, sino porque había dedicado muchos veranos de su vida a explorar con precarios equipamientos de buceo, desde la cenagosa y turbia ensenada de San Simón hasta las proximidades de las islas Cíes. Cinco objetos, dos de oro y tres de plata, expuestos en un despacho reservado de su casa al que muy pocos amigos tenían acceso, eran el resultado de dos decenios de exploración y el origen de su obsesión por grabar la serie de documentales "El oro de Vigo" que, tras muchos años de proponerla a las productoras de televisión, por fin estaba realizando.
Las quejas de los submarinistas eran razonables, pero ¿cómo convencerles de que ningún canal de televisión abordaría la compra de unos documentales con la misma alegría presupuestaria que un programa de cotilleo rosa en prime time? Ante los jóvenes, él era "la productora", aunque ante la productora Telemedia fuese, en realidad, "ese lunático que sueña con el oro de Vigo y ha conseguido meternos en este embolao". Opinión que, sin duda, era la causa de que llevaran dos semanas y media esperando las máquinas e instrumentos que, al finalizar el primer día de grabación, sabían todos que eran indispensables. A pesar de que Telemedia había transigido y aceptó el proyecto por la proximidad del tercer centenario de los hechos que habían dado origen a la leyenda del oro, sus directivos estaban recortando los gastos hasta extremos insoportables, lo que comenzaba a abonar el desaliento de los submarinistas.
El más impaciente era Gerardo Cao, un sujeto que a Outeiro le sacaba de quicio casi a todas horas, por sus ínfulas de sabelotodo y su afán de ir por delante de los demás en las exploraciones donde participaba. Además, resultaba sospechoso que supiera tanto sobre el oro de Vigo y la batalla que había originado la leyenda, conocimiento que parecía con frecuencia más extenso que el del propio Dimas Outeiro, a quien le daba la impresión de que el chico quisiera subírsele a las barbas.
-Es que si encontramos percebes donde buscamos esmeraldas y pulpos donde debería haber metales preciosos -decía Gerardo en ese momento-, uno acaba perdiendo la paciencia.
-Yo estoy hasta los huevos de jugarme la vida entre hierros retorcidos -protestó Rafael Beira, un periodista, también submarinista, que tenía aspecto de carnicero-; esos barcos debieron naufragar hace menos de tres años, no trescientos.
-¡Ya te digo! -concordó Julio Parada, el médico-. Lo que yo quisiera saber es si hemos explorado realmente algún galeón, porque, por la pinta de lo que hemos visto...
-Sí, hombre -interrumpió Gerardo-. El primer pecio de esta mañana era una galeaza de principios del diecisiete. Aunque estaba hecho cachos, ¿no te fijaste en la forma de la proa y los restos de los tres mástiles?
Dimas no acababa de decidir si podría soportar a Gerardo Cao hasta la finalización de los documentales. Su conducta y todo lo que decía le hacía recelar de él. Una de sus normas personales era no aceptar jamás en sus equipos a gente que le causara alguna clase de inquietud, porque se negaba a sí mismo toda preocupación que le distrajera de lo esencial, o sea, la realización de un buen trabajo. Gerardo no alcanzaba exactamente la definición de "preocupación", pero podía llegar a serlo porque no conseguía hacerse una composición mental sobre sus pretensiones. Según el cuestionario que rellenó al solicitar el empleo, y que había releído varias veces, estaba seguro de que había omitido deliberadamente partes sustanciales de su currículum, porque exhibía conocimientos que no tenían nada que ver con su título de filología inglesa y que más parecían retratar a un historiador o un arqueólogo. Mas su actitud entusiasta, colaboradora, infatigable y generalmente atinada cuando debía tomar decisiones, hacía que Dimas temiera cometer una arbitrariedad si lo despedía movido solamente por un pálpito irracional, pálpito que, sin embargo, Gerardo estimulaba casi a diario.
Dimas no había prestado atención al comienzo de su frase:
-... los que hundieran los españoles voluntariamente, los situarían donde hubiera profundidad suficiente como para salvar el oro de la codicia angloholandesa y quedarían enterrados con el tiempo. Aparte de los que saquearon mientras estaban hundiéndose, los ingleses conseguirían abordar principalmente los que sus patrones acercaron a la orilla para que pudieran ser descargados.
Gerardo describía la batalla del 23 de octubre de 1702 como si la hubiera presenciado, lo que fomentaba la suspicacia de Dimas, que cada día se convencía más de que ocultaba algo. Tomó un sorbo de ribeiro con los ojos fijos en el joven y, haciendo un esfuerzo para rescatarse a sí mismo de la desconfianza, concedió:
-Gerardo tiene razón. Los pecios más interesantes tienen que estar enterrados bajo muchos metros de lodo. Recordad que son casi trescientos años de aportaciones fluviales.
-Entonces, ¿a qué hemos venido? -se lamentó Julio-. Si es imposible, es imposible y si no lo es, ¿de qué carallo estamos hablando?
Dimas sonrió. Más que un médico, Julio Parada parecía un campesino sentencioso.
-Hay que tener paciencia hasta que Telemedia nos mande de una puñetera vez lo que le he pedido -arguyó Dimas-. Si este trabajo fuera fácil, no os habría contratado a tantos, con dos submarinistas tendría de sobra; sois once, todos expertos y en excelente forma, precisamente porque sé por experiencia que nos encontraremos con muchas dificultades. Por otro lado, si fuera tan fácil, tampoco tendría sentido la serie que he planificado en guión. No podemos limitarnos a lo que ya ha sido explorado miles de veces durante tres siglos, porque lo que conseguiríamos sería una mierda de reportaje. Por fas o por nefas, haremos una serie de documentales que demostrarán que el oro de Vigo no es un mito. Esa es la razón de que parezcamos la Cruz Roja del Mar con tantos submarinistas, porque mi intención es explorar sitios donde nada documenta oficialmente la existencia de pecios.
-¿Y si miramos más allá del estrecho de Rande? -sugirió Gerardo.
La pregunta se anticipaba a la pesquisa que Dimas estaba a punto de ordenar para la jornada siguiente, como si le hubiera adivinado el pensamiento. Con desagrado, el realizador miró escrutadoramente a su empleado, atento a lo que se le ocurriera decir a continuación.
-¡Tú has perdido el sentido! -exclamó Fernando Vázquez, otro de los submarinistas que también era periodista titulado.
-Has ido a nombrar el sitio donde el agua es más turbia -reprochó Julio Parada.
-Pero es donde más galeones tuvieron que hundirse -replicó Gerardo-. Por la lógica del follón organizado en la ría aquella noche, creo que algunos de los que cargaban mayores riquezas, tratarían de escabullirse del grueso de los atacantes ingleses buscando la proximidad de las únicas orillas donde esperaban los soldados del rey. Anoche estuve haciendo trazos, teniendo en cuenta las mareas, las corrientes y los bajos, en las fotocopias de planos que nos entregó Dimas el primer día, y si no me engaña el olfato, me parece que encontraríamos algo entre cuatrocientos y quinientos cincuenta metros más allá del puente. Por supuesto que habrá mucho fango, pero ¿no os parece que tiene sentido tratar de pensar como debieron de pensar los marinos de entonces?
Hubo algunos asentimientos, pero muchas más negaciones con la cabeza. A Dimas volvía a rondarle la pregunta sobre qué había ocultado Gerardo en su currículum.
-Sí -dijo en alta voz, en apoyo de Gerardo-. Tiene sentido. Como me han dicho esta tarde que no esperemos las máquinas hasta dentro de tres o cuatro días, mañana nos dedicaremos a ese punto concreto que has dicho. Es probable que no encontremos más que una llanura inmensa de fango cubierto de algas, pero, como no tenemos nada mejor que hacer, pondremos mucho atención a ver si cualquier detalle nos revela el enterramiento de un pecio. Ojalá tengamos suerte.
Era casi un programa de trabajo, de modo que Dimas, según su costumbre, no quiso dar opción a que la discusión continuara ni a que nadie planteara más objeciones. Por ello, decidió dar un viraje a la conversación para terminar la sobremesa en paz:
-Las filloas estaban cojonudas.
-Yo me he comido cinco -afirmó Rafael Beira.
-Para mi gusto, estaban un poco pasadas -opuso Gerardo-. Sin embargo, las nécoras sí tenían su punto exacto.
Mientras hablaba, Gerardo fijó la mirada en una mujer que les observaba con excesiva atención desde una mesa situada a varios metros de distancia, como si quisiera enterarse de lo que hablaban; trató de recordar dónde la había visto antes, aunque no lo consiguió. Ella desvió los ojos, con el aire y la precipitación de quien ha sido cogido en falta. Era una mujer de algo de más de treinta años, muy atractiva, que no podía pasar inadvertida, por lo que Gerardo supuso que, simplemente, le habría llamado la atención al llegar esa misma noche al restaurante o, quizá, en el hotel, donde pudiera ser que también se alojara.
-Si os parece, cenaremos en este restaurante todas las noches mientras andemos por este lado de la ría -propuso Dimas.
-A lo mejor no duramos mucho por aquí -sugirió enigmáticamente Gerardo-, y quién sabe si no convendría hasta cambiar de hotel. Es posible que tengamos que centrarnos por la ribera norte de San Simón y, en tal caso, venir aquí todas las noches sería un palo.
Otra vez examinó Dimas la expresión de Gerardo, un escrutinio que a él mismo le enojaba; no quería verse abocado a estar en guardia por nadie, la gente del equipo tenía que facilitarle el trabajo en vez de complicárselo. Junto con la pregunta acerca de lo que Gerardo pudiera pretender, le desagradó que apuntara una posibilidad que sólo al director le correspondía señalar; el chico sabelotodo invadía asuntos que eran potestad exclusiva suya. Sin pretenderlo, había en su mirada una interrogación y un reproche, cosas que Gerardo detectó, puesto que apartó los ojos y Dimas percibió que subía el rubor a sus mejillas.
A solas en la habitación del hotel, Gerardo continuaba sintiéndose turbado. Tenía indicios suficientes para suponer que no era santo de la devoción de Dimas; lo presentía ya casi desde el principio y hacía esfuerzos por ganarse su confianza, pero, aunque se había preparado a conciencia, metía la pata a diario. Se lo reprochó a sí mismo, llamándose estúpido impertinente por no saber cerrar la boca a tiempo. Si el famoso director de televisión decidía que un insignificante submarinista circunstancial le estorbaba en el equipo y decidía despedirlo, iba a perder la oportunidad que había anhelado desde los catorce años. Se alzó de la cama y cogió el anillo del bolsillo interno del morral. Era como un talismán, como el inquietante regalo encantado de una meiga, porque había condicionado trece años de su vida, que, a los veintisiete, ya no era capaz de plantearse con otras metas. El timbre del teléfono le sobresaltó.
-No me has llamado este noche -le reprochó Martiña.
-Acabo de volver del restaurante donde hemos cenado. Me parecía tarde para llamarte.
-Pues llevo aquí, de plantón, desde las nueve y media.
-Discúlpame cariño; mañana te llamaré en cuanto volvamos a tierra, desde cualquier teléfono público.
-Ya te he comprado el móvil.
-Te daré el dinero cuando vengas. ¿Has hablado con tu padre?
-Sí. Está de acuerdo. Mañana va a contratar una cajera para el supermercado y, en cuanto le enseñe, podré irme a Vigo.
-Cojonudo. Me ayudarás mucho.
-Pero, Gerardo, si yo no tengo ni idea... Esa manía tuya me está creando muchos problemas con mi familia. Ya lo sabes; en Noya la gente tiene los pies en la tierra y no nos gustan las fantasías.
-¿Tú también crees que son fantasías?
-Yo sólo sé que te quiero. Me da igual cuáles sean tus ilusiones, la única que yo tengo es casarme contigo...
-Cuando te vengas a Vigo, la boda será más fácil.
-En fin, si tú lo crees...
-Te lo prometo. ¿Cuándo llegarás?
-Le he dicho a mi padre que quiero irme el domingo. Me parece que está pensando en llevarme él en el coche, seguramente para echarte un sermón.
-Estaré preparado.
De nuevo tras colgar el auricular en la horquilla, jugueteó con el anillo. No solía ponérselo, sobre todo ahora, cuando a Dimas Outeiro podía llamarle la atención por las filigranas y el tamaño de la piedra; le bastaría tomarlo en sus manos y leer la inscripción grabada en el interior del aro para sospechar de sus propósitos. Volvió a guardarlo en el bolsillo interno del morral y se echó a dormir. El pecio que encontrarían según sus cálculos durante la mañana siguiente, le pondría rumbo a su destino y le reconciliaría con el pasado. Iba a ser un trabajo muy arduo, por lo que necesitaba descansar muchas horas. En el momento de dormirse, tuvo el presentimiento de que algo muy importante ocurriría cuando despertase.
El amanecer en la ría era un bellísimo espectáculo con visos mágicos. El alba estallaba por tierra adentro, iluminando paso a paso los recovecos de monte y agua a través de la niebla matinal. Podía apreciarse el avance gradual de la luz ganando una a una las radas y promontorios, como si el paisaje surgiera paulatinamente de un sortilegio.
En la cubierta del barco de pesca que Telemedia había alquilado para usarlo como cuartel general, Dimas Outeiro dejó de contemplar el despertar de la ría y forzó la vista para examinar bajo la luz crepuscular el plano que había seleccionado al volver al hotel la noche anterior. Aún no había decidido si deseaba mostrarlo a los submarinistas, en especial a Gerardo Cao, porque una de las cruces marcaba precisamente el punto que el joven había mencionado durante la cena. Cuando él tenía la edad de Gerardo, bajó sin equipo, a pulmón, en ese punto; recordaba con precisión lo que vio, un simple trozo de madera que emergía unos centímetros del lodo; intentó moverlo en tres ocasiones, durante otras tantas zambullidas, y no lo consiguió. Señaló el punto en el mapa dibujado por él mismo, convencido de que el madero podía formar parte del castillo de proa de un galeón, y luego lo olvidó porque descubrió a lo largo de los años decenas de maderos iguales e igualmente inamovibles. Tantos como cruces había en sus mapas.
Volvió a guardar el dibujo en la carpeta, la metió en la bolsa, que encerró en la cabina del puente de mando, y se acercó a los submarinistas, que se encontraban alborotando entre risas al tiempo que preparaban los equipos y los trajes. Reflexionó unos instantes mientras los contemplaba; todos eran hombres plenamente adultos, pero bromeaban con alegría y despreocupación propias de muchachos. Sólo Gerardo Cao se comportaba con seriedad durante los preparativos de las inmersiones, como si hubiera decidido que el empleo, que en las mejores circunstancias sólo iba a durar seis semanas más, fuese la meta de su vida. Ahora, en lugar de participar de las chanzas de sus compañeros, revisaba con la concentración de un analista de laboratorio el regulador de la botella de aire comprimido, el lastre del cinturón, los ajustes de las aletas, chaleco, guantes y gafas y los cierres del traje.
Dimas se sentía más cómodo con los demás, porque resultaban mucho más espontáneos, pero, a fin de cuentas, no dejaba de ser beneficioso que alguien se tomara ese trabajo tan a pecho; a pesar de esta idea, notó que su instinto era más poderoso que sus razonamientos. Gerardo le producía inquietud, por lo que, si continuaba sintiendo lo mismo dos o tres días más, lo despediría; bastantes problemas tenía con el esfuerzo de conciliar sus obsesiones de juventud con sus responsabilidades como realizador de televisión. Mientras daba las instrucciones al tiempo que también se enfundaba el traje de neopreno, no miró en ningún momento la cara de Gerardo y casi le daba la espalda.
-Vamos a inspeccionar todo lo que haya a unas trescientas cincuenta brazas de la punta de San Adrián. Si no se ha acumulado mucho fango desde que la vi, encontraremos parte de una proa enterrada, pero se trata de un simple madero que las algas nos dificultarán mucho localizar. En el caso de que consigamos verlo, tú -se dirigía al forzudo Rafael Beira- tantearás a ver si puedes moverlo por si resulta ser un simple tablón; en el caso de que sea algo más, todos, menos los cámaras, haremos catas con las palas en dirección sur. Hoy, bastará con que confirmemos que se trata de un galeón, porque, hasta que no lleguen las máquinas...
-Tiene que haber más de un galeón en ese sitio -afirmó Gerardo con contundencia que a Dimas le pareció temeraria.
Deseó preguntarle el porqué de su convicción, pero no quería darle alas, por si tenía que despedirlo. Fue Julio Parada quien bromeó:
-Joder, macho, cualquiera diría que alguien te ha regalado el plano del tesoro. ¿Por qué estas tan seguro?
-Porque... -Gerardo dudó, al observar que Dimas torcía forzadamente el cuello hacia el lado contrario para evitar mirarle a la cara-, supongo que si quedaban barcos cerca del estrecho de Rande, tratarían aquella noche de refugiarse tras la punta de San Adrián y algunos pudieron ser alcanzados por los cañonazos ingleses cuando se situaron de lado al virar a babor.
La hipótesis era aceptable, pero Dimas no quiso comentarla. Gerardo se mordió el labio, convencido de haber vuelto a meterse en camisa de once varas.
Ocuparon las dos zodiacs, que pusieron rumbo hacia las proximidades de la punta de San Adrián y, en cuanto el crepúsculo dio paso al día, por primera vez en las dos semanas que llevaban en la ría se lanzaron todos al agua en el mismo lugar. Dimas fue el primero en saltar, seguido al instante por los dos cámaras.
Gerardo sospechaba que las cosas no marchaban bien con Dimas. Llevaba un preciso registro mental de los gestos y palabras que el realizador venía dedicándole; sus miradas inquisidoras cuando hablaba de la batalla de Vigo, sus expresiones de impaciencia cuando le proponía actuaciones que de todos modos acababa aceptando, sus palabras desdeñosas cuando revelaba conocimientos superiores a los exigibles en un simple submarinista. Por todo ello, intuía que acaso fuera ésta la última inmersión antes de ser despedido. Se preguntó qué podía hacer para evitarlo. Lo primero, no ser demasiado diligente esta mañana, no apresurarse, aunque su cuerpo hervía de anticipación. Cada vez que el grupo derivaba desviándose de la dirección que él suponía que debían seguir, se sumaba a ellos tratando de que ningún ademán delatara su impaciencia. Vio la silueta antes que los demás, pero aguardó a que fuese cualquier otro quien alertara a Dimas.
El lodo de trece o catorce años no sólo no había sepultado el madero, sino que algún milagro había descubierto una parte del barco del que formaba parte. Mientras apuntaba el haz de la linterna halógena hacia la madera ennegrecida, Dimas, agarrotado por la emoción, se preguntó qué había ocurrido en ese sitio desde la última vez que lo explorara; todo el lomo sumergido que prolongaba la punta de San Adrián presentaba muchas menos algas que el resto de la ría, lo que le sirvió para aventurar una respuesta: Los últimos temporales de primavera habían sido muy intensos; las fuertes corrientes habían desplazado más limo del que la bahía recibía arrastrado por la lluvia y los ríos. Iluminada por las linternas de todo el grupo, la silueta, que medía algo más de seis metros de largo, era sin duda una curva de la borda de estribor del castillo de un galeón español del siglo XVII. Había muchas posibilidades de que el casco permaneciera entero, recostado bajo el fango.
Sintió alborozo, una alegría que comunicó a todos los submarinistas, ya que alzó los brazos como el velocista que llega a la meta; iba a ser el primer galeón que explorasen con esperanza de encontrar algo interesante, porque lo que habían grabado hasta ahora no eran más que restos de cascos esparcidos, que hacía decenas o cientos de años que habían perdido el cargamento.
De acuerdo con sus órdenes anteriores a la inmersión, Rafael Beira se lanzó en picado, y Dimas se impulsó velozmente tras él para impedir que usara su fuerza, porque ahora no se trataba de mover nada, sino de tantear con delicadeza a fin de evitar que el maderamen debilitado por el tiempo y la sal se derrumbara. Cuando pudo detener a Beira, señaló arriba con un gesto y todos volvieron a la superficie.
Una vez a flote, Dimas escupió la boquilla del regulador del aire y dijo:
-Por la posición del casco, con la cubierta orientada hacia el sudoeste, lo que la resguarda de lo que traen los ríos, a lo mejor no toda la bodega está llena de fango. Como no se ve nada más que parte del casco, y tanto la escotilla mayor como las entradas del castillo y el alcázar están enterradas y demasiado lejos, lo mejor es que catemos hacia la quilla, a ver si tuviéramos la suerte de encontrar pronto una lumbrera o una porta. Si fuera así, y si efectivamente no todo el interior estuviera lleno de fango, entrarán...
Gerardo buscó con apremio los ojos de Dimas, anhelando recibir la orden de entrar. Dimas, por su parte, detectó el anhelo y, resuelto a descartar al vehemente joven, se preguntó cuáles de los demás poseían la combinación necesaria de conocimientos y aptitudes físicas para realizar eficazmente esa primera exploración. Julio Parada era un buen candidato, pero no podía entrar solo; el riesgo se reduciría a la mitad si eran dos. Tras la somera calibración de los nueve submarinistas restantes, reconoció que el mejor cualificado era Gerardo. Apretó los labios; tuvo que hacer un esfuerzo de superación de su propia resistencia para decir:
-En el caso de que aparezca una lumbrera que no esté excesivamente enterrada, entraréis vosotros dos, Julio y Gerardo -Dimas notó la alegría que éste no consiguió disimular-. Si la lumbrera tuviese la portañuela en buen estado, volveríamos a cerrarla una vez que entréis, para impedir que la arena se deslice hacia dentro. Todos los demás, seguiremos apartando el fango que rodee esa lumbrera, a ver cuánto podemos liberar. Vosotros dos -se dirigía a los cámaras-, grabad toda la operación; uno, con el ventanuco en primer plano y el otro, con un plano general de todos nosotros y el casco.
-¿Entramos sólo a mirar o cogemos lo que encontremos? -preguntó Gerardo.
-Sólo si se trata de algo muy, muy especial. De lo contrario, lo mejor será que lo dejéis todo tal como esté hasta que puedan entrar los cámaras con garantías.
Julio y Gerardo tomaron de la zodiac las bolsas, se las ajustaron a la cintura y volvieron con los demás al fondo.
Mientras apartaban penosamente el fango, Gerardo dejó de oír los rumores que producían las paladas y el chapoteo, porque era mucho más intenso el sonido de su corazón. Tenía en la mente un dibujo de cómo debía de ser el casco y, si el barrunto era correcto, encontrarían una lumbrera en cuanto escarbaran unos sesenta centímetros. Oró interiormente, rogando el milagro de que el interior estuviese libre de fango. Rezó también para que el cielo le dotara de habilidad para sortear la expulsión del equipo con que Dimas podía premiar esa tarde el hecho de que hubiera sido él quien señalara el primer galeón interesante en dos semanas de trabajo.
El ventanuco cerrado apareció media hora más tarde, con el grueso vidrio intacto. Dimas pidió por señas que no lo forzaran, lo que ocasionó una espera de una hora más hasta conseguir que se abriera con suavidad, permaneciendo la portañuela con el vidrio entero y en condiciones de ser encajada de nuevo en cuanto entrasen Gerardo y Julio. Dimas enfocó la luz y descubrió que aunque había mucho fango en el interior, quedaba espacio suficiente para una primera exploración. Ordenó con gestos a Julio y Gerardo que entrasen y a los demás que continuasen apartando el lodo.
A pesar de su impaciencia, Gerardo se hizo a un lado para que fuese Julio el primero en entrar y en seguida lo hizo él, con la respiración suspendida por la emoción; los dos tuvieron que introducir un hombro y luego el otro para conseguir traspasar la estrecha abertura. Ya dentro, todo lo que podían examinar era un espacio de unos tres metros de largo por dos de ancho, perteneciente a uno de los camarotes de la oficialidad. Tras una revisión minuciosa, Gerardo descubrió algo que le obligó a comunicar a Julio por señas que debían salir. Apuntó la luz hacia el ventanuco para que los de fuera lo abrieran y asomó la cabeza. Detectó ira en los ojos de Dimas al indicarle con la mano que quería emerger.
-¿Qué pasa, Gerardo? -le preguntó ásperamente Dimas en la superficie, a donde sólo los dos habían subido.
Gerardo tragó saliva para no precipitarse y no decir más de lo conveniente.
-El revestimiento interior, a la derecha de la lumbrera, no coincide ni de lejos con la curva de las cuadernas. Pero no se trata de un armario de pared ni nada parecido. Yo creo que hay un compartimiento secreto.
Dimas tardó unos instantes en asimilar el significado de la frase. Cuando se dio cuenta de lo que podía representar la existencia de escondrijos en la nave, olvidó por un momento la antipatía que sentía por Gerardo.
-¿No hay portezuelas ni cajones?
-No. Son tablas clavadas, pero han tenido un zócalo tapando los extremos, que ahora está convertido en astillas, porque parece que lo hicieron con madera de mala calidad, como si hubieran manipulado ese espacio mucho después de salir el galeón de los astilleros. En los dos mamparos perpendiculares al casco, he visto unos huecos, como si esos zócalos fuesen ajustables, de quita y pon. Estoy seguro de que es un escondrijo, como para ocultar cosas importantes. ¿Tratamos de abrir por la única parte que está completamente libre de fango?
-¿Se puede hacer sin riesgo de que todo se desbarate?
-No lo sé. Podríamos intentar desprender sólo la parte superior de una tabla y parar si vemos que no es seguro.
Dimas sentía las mismas emociones que Gerardo, pero no quería exteriorizarlas ante él. Se concedió unos segundos de reflexión para preguntarse si, junto con Julio, actuaría con el cuidado que le exigía el permiso concedido por la Jefatura de Costas; llegó a la conclusión de que sí y dijo:
-De acuerdo, baja los picos y la palanca. Pero, oye, no quiero ni el menor destrozo. Si la tabla sale entera, bien; si no es posible, lo dejáis todo tal como está, ¿me oyes?
Gerardo asintió y, antes de que Dimas pudiera cambiar de idea, nadó vigorosamente hacia la zodiac. Realizó deprisa los amarres de las herramientas y volvió con ellas al fondo, sintiendo que el torbellino de burbujas que producía al expirar arrastraba hacia la superficie el torbellino mismo de sus inquietudes adolescentes. La espera, los desvelos y los esfuerzos de trece años podían estar cerca de su meta. Su segunda entrada por la estrecha lumbrera le pareció menos difícil que la primera.
Mientras Julio hacía palanca en una ranura con el pico, Gerardo observó un detalle que antes no había notado; a juzgar por las señales de clavos, esas tablas habían sido desmontadas y vueltas a clavar muchas veces; el zócalo debió de servir para que no se pudiera advertir que eran desclavadas con frecuencia.
Cuando se sumaron las presiones de los dos picos y pudieron introducir la palanca, la tabla cedió, desvelando que, en efecto, había un espacio interior de unos veinticinco centímetros de fondo. Pidió ayuda a Julio y, presionando con los pies en las contiguas, consiguieron que la tabla se desprendiera entera. No había nada dentro. Ambos sintieron gran decepción, pero al mirar hacia la parte inferior para comprobar si habían causado destrozos, Gerardo observó algo al nivel del suelo. Extendió la mano y lo que parecía una masa sólida se disolvió como motas de ceniza, pero palpó bajo la turbiedad alborotada algo duro. Al extraerlo, soltó una exclamación que debió de resultar audible a través del agua, porque Julio se agachó precipitadamente junto a él a ver si había sufrido algún daño. Gerardo contempló el fémur, evidentemente humano, en estado de estupor. Había dado con algo tremendo; trescientos años atrás, habían emparedado a un hombre en un barco de su Católica Majestad. Guardó el fémur en la bolsa e introdujo el brazo y el hombro por la abertura, para palpar el espacio tras las otras tablas que no habían desprendido. Había más huesos y varios objetos.
Cuando las dos bolsas estuvieron llenas y se aseguró de que no quedaba nada dentro del escondrijo, indicó a Julio que podían abandonar el galeón.
Una vez ordenado el contenido de las dos bolsas sobre un plástico extendido en la cubierta del barco pesquero, los catorce hombres formaron un círculo alrededor con actitud de recogimiento y asombro. El esqueleto pertenecía a un hombre corpulento y estaba completo; junto a él, y ordenados como en el escaparate de una mercería, dieciséis botones de bronce, la filigrana del cuello recamado de una casaca, el rígido bordado de las hombreras y los galones de la bocamanga. Lo que más les llamaba la atención era la daga.
Sorprendentemente, Dimas sentía más curiosidad que júbilo. ¿Qué significaban esos restos?
-Lo asesinaron de un disparo a bocajarro en la cabeza -afirmó Julio Parada con tono discursivo, más propio de su título de médico que del oficio de submarinista que ejercía provisionalmente.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Sí. Observa la perforación y las estrías que presenta el cráneo, son como las que produce un estallido. A este tío lo asesinaron con un mosquete apoyado directamente en la sien. Y la bala tenía que ser de aquí te espero...
Dimas examinó los detalles que Julio iba señalando. En efecto, del agujero circular, dentado y muy irregular, partían grietas en todas las direcciones, como los radios de una rueda de bicicleta.
-Era inglés -afirmó Gerardo.
-¿En qué te basas? -preguntó Dimas.
-La ropa que vestía se ha disuelto en el agua al tratar de cogerla, pero estos botones tienen grabado el escudo de la armada inglesa y los galones corresponden a un comodoro inglés.
-Pero el sello de la daga es español -señaló Dimas.
-No estoy completamente seguro -comentó Gerardo, vacilante-, pero yo diría que es el sello oficial de Carlos II.
-No puede ser, Gerardo -se opuso Julio-. ¿Cómo iba a llevar encima un oficial inglés el sello real español?
-A lo mejor lo asesinaron por eso -aventuró Rafael Beira.
-¡Esto es absurdo! -exclamó Dimas-. El galeón es, seguramente, uno de los de la Flota de la Plata que hundieron los ingleses aquella noche de 1702. ¿Os parece que si los españoles mataron a un alto oficial inglés en plena batalla, iban a tomarse el trabajo de emparedarlo, con el follón que había?
Gerardo tomó la daga en sus manos y la contempló largamente. El sello con la corona real española en el centro y la leyenda "Carolus II Rege" formando un círculo, era un bajorrelieve en la cabeza del puño, que estaba decorado con piedras semipreciosas engastadas en el acero dorado a fuego, al estilo toledano. Parecía un arma más decorativa que ofensiva. Si todas las circunstancias que rodeaban al esqueleto eran insólitas, en su opinión lo más incomprensible por carente de lógica era la presencia de ese sello fuera de los ámbitos palaciegos.
-Como ha dicho Rafael, a lo mejor lo mataron justamente porque tenía la daga -aventuró.
-No, Gerardo -señaló Dimas-. Los que lo mataron no sabían que la tenía. Se la habrían quitado, porque en aquella época se trataba de un objeto demasiado importante. ¡Esto es un misterio del carajo! Veréis, si lo emparedaron, sería porque los asesinos temían ser descubiertos, pero en aquellos momentos, cuando la armada inglesa estaba atacando a la española, matar a un comodoro inglés hubiera sido digno de condecoración. Que lo emparedaran tiene un significado que no puedo comprender, porque no olvidemos que se trata sin ninguna duda de un galeón español y que quien lo mató sentía, sin embargo, terror a que alguien, a lo mejor del mismo barco, lo descubriera. Y menos comprendo que ese tío tuviera en su poder un sello que sólo podían usar Carlos II y dos o tres miembros del Consejo por delegación del rey.
-Yo creo que en aquellas circunstancias -aventuró Gerardo- no pudieron los españoles hacer prisioneros ingleses...
-Por supuesto que no -concordó Dimas-. Aquello fue un "sálvese quien pueda", con los españoles por un lado, hundiendo barcos propios para que los ingleses no pillaran el oro, los ingleses bombardeando a mansalva y saqueando los galeones de la Flota de la Plata que conseguían abordar y, en las orillas, los soldados españoles, tratando de salvar lo que pudieran... empezando por ellos mismos, porque el combinado angloholandés era mucho más numeroso. Mirad, llevo veinte años documentándome sobre lo ocurrido en la ría de Vigo aquel día; incluso he consultado los archivos ingleses. Con el cinismo y la petulancia que se gastan esos tíos, los cronistas de la batalla se jactan de que la flota volvió a Inglaterra casi intacta y que ningún inglés cayó prisionero. Mi impresión es que este asesinato y el emparedamiento no ocurrieron aquella noche. Tiene que tratarse de un suceso anterior, a lo mejor cuando todavía estaban en el Caribe. Pero, entonces, ¿por qué escondieron el cadáver? No tiene el menor sentido. Cuando lleguen las máquinas, investigaremos ese galeón tan a fondo como podamos y a lo mejor encontramos algo que nos permita aclarar el misterio.
La especulaciones se prolongaron hasta el oscurecer. Julio Parada señaló lo sorprendente de que mataran a un prisionero enemigo de un disparo, en vez de ejecutarle con la horca o a garrote. Dimas insistía en que lo más enigmático era que lo hubieran emparedado para que no pudiera descubrirlo alguien más poderoso que los ejecutores. Gerardo reprimía su impulso de hablar de los bandazos increíbles de la diplomacia española durante los años anteriores a la Guerra de Sucesión, los sucesivos pactos con alemanes, franceses e ingleses, que podían ser enemigos irreconciliables y, pocos meses más tarde, aliados fieles... y la proliferación de espías mercenarios, cuya lealtad vendían con frecuencia contra los intereses de los reyes de los que eran súbditos. Calló mordiéndose con fuerza los labios, porque no deseaba abonar las sospechas de Dimas.
Durante el viaje de regreso, Gerardo trató de hacer mentalmente un retrato del camarote del galeón. A la izquierda del compartimiento ya abierto, podía haber otro, aunque menos profundo, ya que la pared era recta mientras que el casco se estrechaba por fuera. A la derecha del ventanuco de la lumbrera, debía de haber un escondite aproximadamente igual que el del emparedado, pero ahí, a causa de la escora del casco, el lodo llegaba hasta casi la mitad de la altura de la pared. ¿Estaría todo el barco lleno de espacios disimulados?
Ahora tenía algo más inmediato en que pensar. Necesitaba ver si podía leer en la expresión de Dimas lo mismo que la noche anterior, o sea, la decisión de echarle, lo que después del descubrimiento sería una catástrofe, pero el realizador iba en la parte delantera de la furgoneta. Tendría que esperar a la cena, donde trataría de sentarse cerca de él para observarle, pero cuando llegaron al restaurante del hotel, olvidó el propósito al descubrir la mirada curiosa de la bella mujer que les acechaba la noche anterior mientras comían en un lugar que se encontraba a más de tres kilómetros de distancia. Ahora estaba sentada muy cerca de la gran mesa preparada para ellos. Una vaga sospecha le decía que su presencia no era casual.
Gracias a las bromas y risotadas con que siempre adobaban el balance del día, los temores de Gerardo sobre su permanencia en el equipo fueron reduciéndose en el transcurso de la comida. Dimas parecía ahora demasiado excitado por el hallazgo y por el efecto que tendría para el documental, como para ocuparse del problema de alguien tan poco significativo en el equipo como él. A lo mejor capeaba el temporal. Prestó atención a lo que decía:
-Que hubiera escondrijos en el galeón tiene su lógica. Los historiadores dicen que en las flotas del comercio de Indias era más lo que se robaba que lo que llegaban a fiscalizar los magistrados de la Casa de Contratación. Entre los asaltos piratas, los robos de los capitanes, los oficiales y los marineros, los comisionistas, los trapicheos de los magistrados corruptos y lo que la Casa de Contratación y el Consulado de Sevilla robaban y lo que se quedaban legalmente, al final, el rey recibía poco menos que migajas del pastelón. Lo incomprensible es que usaran ese escondrijo no para esconder oro, sino para emparedar a un sujeto que a ver qué coño pintaba en el barco.
Gerardo asentía a cada afirmación de Dimas, como quien sigue con la cabeza la melodía de una música conocida. Dimas volvió a mirarle de la manera penetrante que había venido haciéndolo los días anteriores; alarmado, el joven desvió los ojos y apretó los labios, de nuevo rojo de rubor y rabioso por haber descuidado la guardia.
Orden del Rey
Llegados por fin al puerto de Cádiz, los tres hombres encontraron bloqueado el paso de los cinco caballos, dos de ellos sobrecargados de bultos, por la hilera de carretas desbordadas de mercancías y el hervidero de arrumbadores. Muchos de éstos organizaban trifulcas vocingleras, pugnando entre insultos y amenazas por ser elegidos para la estiba, mejor pagada que la simple carga, de modo que había reyertas con navajas al sol junto a casi todas las carretas.
La muralla de la fortificación hacía de caja de resonancia de la algarabía, encajonada en el estrecho muelle donde eran abastecidos dos navíos a la vez. Las injurias e intimidaciones y las órdenes para aplacar a las bestias apenas permitían oír los chirridos de los cabrestantes durante el izado continuo de bultos.
Don Ginés de Barrachina extrajo las cartas del zurrón por indicación de su compañero, para tenerlas dispuestas cuando consiguieran llegar al pie de la pasarela. Bajo el sol que brillaba alto, sudaban copiosamente y el agobio de la sofocante calima producida por el ajetreo de pacas de lana, cajas de armas, sacos de especias y cestos de víveres que iban siendo llevados al galeón, les hacía desear culminar cuanto antes la misión y volver al fresco refugio de la venta de Chiclana en que habían pernoctado, donde proyectaban holgar un par de jornadas y resarcirse así de la sobriedad y circunspección que el maese les había impuesto con sus prisas. A lo largo del viaje, habían tenido que madrugar a diario, lo que les impedía festejar por la noche. Los dos militares hablaban bajo, pero no en susurros, convencidos de que el extraño personaje que escoltaban no podía entenderles.
-Mi primo, el señor de Frigiliana, sospecha que es astrólogo -insistió el alférez Régulo de Maro, repitiendo lo que afirmara veces incontables durante los días que había durado el viaje desde Madrid.
-Antes de ayer debimos conducirlo y presentar la orden ante la Escuela de Marear de la Casa de Contratación; lo retuvieron tanto tiempo, que tuvimos que hacer noche en Sevilla. ¿Por qué querrían hablar con un astrólogo en la Escuela de Marear?
-No seáis necio, don Ginés. Dice mi primo don Froilán que marinos y alquimistas son de igual ralea; unos y otros persiguen sueños y no les importa si han de aliarse con Satán para alcanzarlos. Ya sabéis que el señor de Frigiliana tiene padrinos y predicamento en la Corte; pues bien, asegura que este maese pasó todo un día encerrado en un gabinete nada menos que con el mismísimo Almirante de Castilla, hablando quién sabe de qué. Os aseguro que ha de ser gran señor y no villano, aunque por la modestia de su atavío y el polvo que ahora le cubre lo parezca. Quién sabe si no será noble que huye de la Santa Inquisición por una acusación de herejía.
-¿Y habría de ser el propio primer almirante de su Católica Majestad quien le salvara? No desvariéis, don Gines.
Los caballos se estaban impacientando. Las deposiciones de las acémilas, amasadas con el polvo del muelle y el vino que chorreaban las espitas mal cerradas de las pipas que subían a la nao, formaban un fango denso de olor penetrante, lo que aumentaba el agobio, llegando el aire a ser irrespirable. Visto desde encima de las monturas, el embarcadero permanecía oculto bajo la muchedumbre alborotada, el desorden de bultos apilados en cualquier parte, el laberinto de carretas y los mulos y burros espantados por el estruendo. Sería imposible abrirse paso antes de que la carga del Bezmiliana hubiera concluido.
-Ansío acabar de una vez y quedar libre de esta misión -dijo con impaciencia don Ginés, mientras se sacudía el polvo de cereal que agrisaba su casaca-. Sobre todo, deseo retornar a la venta de las Conchas. Aquella mesonera...
-Tendremos que abrirnos paso a zurriagazos.
-Conteneos, don Régulo. Recordad que se nos ordenó discreción y templanza.
Régulo de Maro contempló el bosque de mástiles, trinquetes, masteleros, estayes y relingas, alrededor y más allá de los navíos que estaban siendo cargados, que componían un intrincado conjunto de palos, jarcias arrolladas y gruesos cabos. Aun con las velas arriadas, el despliegue de los colosales bajeles era impresionante.
-¿No podríamos conducirle ante el capitán de aquel otro galeón? -sugirió De Maro- Toda la flota habrá de zarpar de Cádiz al mismo tiempo.
-Se nos ordenó expresamente llevarle al Bezmiliana y no a otro. La segunda carta, la del magistrado de la Casa de Contratación, va a dirigida al capitán don Zoilo de Monegros, que gobierna esta nao. Habremos de tener paciencia.
El sol comenzaba su descenso hacia el ocaso cuando pudieron amarrar las monturas al pie de la pasarela que unía el muelle a la porta de cubierta. Desentendido de los trámites que debían superar aún, el maese impidió con aspavientos iracundos que su equipaje fuese descargado por los numerosos porteadores que acudieron a ofrecerse con sumisión servil. Desató él mismo los correajes de los dos caballos y en un espacio libre de fango fue ordenando cuatro grandes valijas de cuero con bastidor de madera, un baúl, dos bultos liados con cuerdas y una arqueta.
Atento a la minuciosa comprobación de que la impedimenta y los instrumentos del baúl habían superado intactos la cabalgada de más de ciento treinta leguas y los incontables cambios de monturas, oyó pero no prestó atención a la discusión que tenía lugar más arriba, entre los dos militares, que no habían abandonado la pasarela, y el capitán, que les cerraba el paso a cubierta, furibundo de indignación.
-No queda espacio en mi nave para tan importante señor -protestaba el capitán don Zoilo de Monegros-. ¿He de expulsar a uno de mis oficiales y dejarlo en tierra? ¿Por qué no le acomodáis en otro galeón?
-Leed, por favor, la orden -exigió más que pidió, con tono seco, don Régulo de Maro-. Es en el Bezmiliana donde debe viajar y es a vos a quien se os lo exige.
El capitán desplegó el papel pero apenas le dedicó una mirada.
-¿Decís que es cartógrafo y maestro de marear? ¿Por qué he de enrolar a un cartógrafo? Éste es un navío dedicado al comercio de Indias, no a la exploración. ¿Y por qué a un maestro de marear? Todos mis marineros son expertos, curtidos en millares de singladuras.
-¿Habéis observado que la segunda orden lleva el sello del magistrado de la Casa de Contratación? -señaló don Ginés de Barrachina, a quien le pareció que el capitán no sabía leer-. Observad, también, que la primera presenta el sello y la firma del Almirante de Castilla, que suscribe "por orden del Rey nuestro señor". No discutáis más. Disponed la cámara donde maese Rinaldo pueda ser aposentado. Como habréis visto, se os exige que tenga buena luz, vistas y mesa donde trabajar.
Aunque el Bezmiliana se encontraba preparado, faltaban dos días para hacerse a la mar, porque aún restaba cargar tres naves de mercancía y víveres. El capitán Zoilo de Monegros guardó al amanecer las dos cartas en el zurrón y montó el caballo de un salto desde la pasarela, espoleándolo con dirección a Sevilla.
No confiaba, ni podía confiar, en el almirante don Manuel Velasco de Tejada para resolver el problema; el jefe supremo de la Flota de Tierra Firme vivía en las nubes, absorto y obnubilado entre sus papeles de la nave capitana, su ingenua creencia de llevar con él una parte del boato de la corte y la convicción de estar realizando un importantísimo servicio personal al rey, que como a todos los almirantes que le habían precedido, le proveería de honores y prebendas cuando regresara a España con las riquezas que mantenían el lustre de la corona.
Paró a beber en la casa de postas de Jerez, a ver si se le disolvía el maltrago mientras le encinchaban un nuevo caballo; sentía mucho miedo y no comprendía el significado de que el magistrado de la Casa de Contratación enviase a ese hombre a su nave. ¿Estaría el propio magistrado tan alarmado como él, a causa de que alguien de la Corte se hubiera puesto a fisgonear? En tal caso, ¿no sería peligroso ir a la Casa de Contratación a reclamar? Iría, qué remedio; a fin de cuentas, todos estaban embarcados en medio del mismo temporal.
Con sólo un cambio de montura tras el de la casa de postas de Jerez, consiguió llegar a la Casa de Contratación de Sevilla a mediodía. Amarró el caballo junto a la Cruz de las Juras de Tratos y entró precipitadamente en la Lonja.
Su amigo el oidor letrado don Lope de Estepa le escuchó pacientemente, sin decir nada, con una chispa de ironía en los ojos. Una vez que don Zoilo hubo repetido en varias ocasiones sus quejas y cuando parecía haber recuperado el control, puesto que ya no gritaba tan desaforadamente como al llegar, le dijo:
-Es orden del propio rey, don Zoilo. Nada puede hacer esta casa.
-El tal es un personaje siniestro -arguyó desesperadamente don Zoilo-. Ni siquiera habla castellano y yo no entiendo las palabras de iglesia.
-¿Os habló en latín?
-Así es.
-Según creo, maese Rinaldo usa muchas lenguas.
-Pero no la nuestra. ¿De dónde procede?
-Dicen que es genovés.
-Pues no lo parece por su aspecto ni por las trazas exóticas de su equipaje, tan voluminoso como el de una reina; ha introducido en mi nave objetos muy extraños. ¿No será un pariente alemán del rey Carlos, que han mandado para vigilarme?
El oidor rió a carcajadas.
-¿Acaso ignoráis, don Zoilo, con cuánta pompa viajan tales señores? Lo que nos ha escrito el Almirante de Castilla es que maese Rinaldo tiene la orden de trazar cartas precisas del puerto de Cartagena de Indias y sus alrededores, porque alguien le ha dicho al rey don Carlos que nuestras cartas son rudimentarias.
-Maese Rinaldo se aposentó bien pertrechado. Y se conduce como quien está acostumbrado a mandar, no como un modesto cartógrafo, misión que, por otra parte, yo no me la creo. Mis cartas de navegación señalan cada una de las islas, canales y revueltas del puerto de Cartagena, ¿a qué trazar nuevos mapas? Vos sabéis bien que no nos conviene llevar testigos incómodos en el navío.
-Estos sabios de corto fuste viven en otro mundo, don Zoilo. El maese permanecerá durante la travesía demasiado absorto en el dibujo de sus mapas como para sentir curiosidad por otros asuntos.
-Permitidme que disienta, don Lope. No es preciso tener demasiada curiosidad para advertir en mi nave todo lo que vos sabéis. Y el tal Rinaldo no es el sabio distraído que suponéis. Ayer noche lo vi revisar su impedimenta con el rigor de un cirujano. Ese testigo a bordo nos hará correr grandes riesgos, tanto a vos como a mí.
-¿De veras lo creéis?
-Sería capaz de jurarlo ante el inquisidor mayor.
-Bien, entonces, permaneced vigilante. Y si descubrís por su conducta que el tal peligro es verdadero, creo don Zoilo que debéis aguardar a resolver el problema cuando, en altamar, seáis dueño absoluto de vuestra tripulación.
El capitán De Monegros captó en la mirada el mensaje que la boca no había articulado.
-¿Vos creéis? ¿No será peligroso, teniendo en cuenta quiénes son sus valedores?
-Escuchad, don Zoilo. Yo no os he dado una orden... ni siquiera han pronunciado mis labios una sugerencia. Pero debéis recordar y tener siempre presente que ese rey imbécil e impotente vive muy lejos, en sus sueños embrujados del Alcázar de Madrid. Quienes pueden mandar que nos asesinen están mucho más cerca. Así que estoy seguro de que obraréis con astucia de viejo marino.
Maese Rinaldo organizaba sus pertenencias en la cámara, al amanecer, cuando observó que el gesticulante y descontrolado capitán partía a galope del muelle. Supuso que él era el causante de sus prisas y sonrió. Podía imaginar cuáles eran las instancias que el capitán iba a consultar y los recursos que iba a tratar de agotar para, al final, tener que resignarse a su presencia en el barco.
Decidido a descartar la litera, a la que los años vividos en Constantinopla y Alejandría le habían deshabituado, extendió una gruesa alfombra persa en el suelo, en el único espacio libre entre la mesa y el rincón que ocupaba el camastro. Mientras acomodaba, arrodillado, el que iba a ser su lecho durante la travesía, examinó con interés las paredes. Su forma casi plana carecía de lógica; con extrañeza, asomó la cabeza y los hombros por el ventanuco; había viajado muy poco en barco y los conocía mejor a través de los libros, gracias a un esfuerzo muy arduo realizado durante los últimos tres meses, pero la constatación de que la curva exterior no se correspondía con las líneas del interior le hizo reír de nuevo.
Tenía que efectuar un reconocimiento a fondo del galeón antes de que el capitán volviera. Si, como parecía, había paredes falsas en una cámara del castillo de proa, no podía ser ése el único lugar donde las hubiera, ya que, en tal caso, le habrían aposentado donde nada pudiera alentar sus sospechas. Atravesó la cubierta resuelto a inspeccionar las cámaras de popa, pero cuando intentó entrar en el alcázar, un joven alférez le cerró el paso.
-En este buque, las responsabilidades son atribuidas con gran rigor- dijo el joven-. El alcázar está bajo mi mando este día y sólo pueden pasar quienes dispongan de autorización. ¿La tenéis vos?
Mediante ademanes, maese Rinaldo le comunicó que no comprendía. Sorprendentemente, el alférez repitió su veto en latín y ahora no pudo fingir no haber entendido.
-¿Quién tiene que dar esa autorización?
-Sólo el capitán puede- respondió el militar en posición de firmes y con igual firmeza en su negativa a permitirle el paso.
Maese Rinaldo observó al joven. Dado que aparentaba menos de veinte años, intuyó que su rango sería reflejo de la categoría de su familia, que habría pagado para obtenerlo. Se trataba de un joven de buena apariencia que podía triunfar en la corte gracias al donaire de su porte y la exquisita educación que revelaba su dominio del latín; el maese supuso que habría elegido el duro oficio de marinero por un afán de aventuras o ansia de conocimientos.
-¿Cómo os llamáis?
-Francisco de Alcaparaín, para serviros.
-Servidme, pues, y dejadme paso. ¿Sabéis cuál es mi misión en esta nao?
-Ayer noche nos la comunicó el capitán. Conozco la importancia de vuestro trabajo para los intereses de España en Ultramar. Pero en este barco estamos sometidos a una sola disciplina. Nuestro jefe es don Zoilo de Monegros y él ha dispuesto quién puede y quién no recorrer la nao con libertad.
-Y a mí no se me concede tal libertad...
Francisco de Alcaparaín se mordió el labio, como si se reprochara a sí mismo haber dicho más de lo conveniente. Maese Rinaldo lo examinó con detenimiento; sus ademanes revelaban que, aun viéndose obligado a cerrarle el paso, le respetaba grandemente y en sus ojos yacía la fascinación propia de un adolescente ante alguien de quien intuye, atinada o desatinadamente, que encarna sus más caros ideales. Le sonrió con intimidad, pues era perceptible en la forzada rigidez de su actitud que se hallaba impresionado por la importancia de un maese enviado por el propio rey, y le sugirió:
-¿Y si me acompañáis vos? Trato de encontrar una estancia que tenga tan buenas vistas como mi cámara, pero en babor y hacia popa, en la parte alta del alcázar, para poder realizar mis mediciones cartográficas hacia todas las direcciones. Vos, que sois como veo persona culta, sabéis lo que quiero decir.
La última frase ocasionó una complacida sonrisa en el rostro del joven, que, cediéndole el paso, dijo:
-Desde que llegasteis, ardo en deseos de hablar con vos, pues en este barco sólo otros dos usan el latín, pero de modo abominable porque son jóvenes escolares. Y en mi pueblo, sólo con el cura puedo hablarlo.
-Pues habría que dar parabienes a vuestro maestro. Habláis un latín excelente.
El rostro del joven resplandeció de felicidad. Rinaldo observó con paciencia y buen humor cómo descargaba el peso alternativamente en una pierna y en la otra, tratando de sacudirse la duda y el temor.
-Gracias. ¿Decíais que necesitáis un mirador a babor?
-Así es.
-Puedo mostraros uno que me parece apropiado, pero sólo por esta vez. En adelante, debe autorizaros el capitán.
Tras subir la escalera y recorrer el estrecho pasillo, y luego de doblar un ángulo de noventa grados, llegaron ante una puerta cerrada, que el alférez abrió eligiendo una llave del manojo que llevaba enganchado en el cinto. Se trataba de un camarote, pero mucho mejor instalado que el que servía de alojamiento a maese Rinaldo. Éste fingió calibrar la idoneidad del mirador, pero observó disimuladamente que también en esa estancia parecía haber paredes falsas. A juzgar por lo visto, se dijo que en el Bezmiliana había más trampas y compartimientos secretos que en la Roma de los Borgia.
-Esta es la cámara del sobrecargo -dijo el alférez-. Si deseáis trabajar también aquí, no sólo bastaría con la autorización del capitán. Necesitaríais, así mismo, el permiso de don Tomás de Utrera.
-Gracias por vuestra ayuda. Venid a conversar conmigo siempre que necesitéis hablar en latín.
-¿No os molestaré?
-Al contrario. Me complacerá teneros por contertulio.
Francisco de Alcaparaín sonrió como si acabaran de concederle un privilegio largamente ansiado.
De vuelta en la cubierta del Bezmiliana al atardecer, don Zoilo observó que maese Rinaldo dialogaba animadamente con dos grumetes, sentados los tres en la borda de la cubierta del castillo. Sintió un escalofrío. También esos grumetes le habían sido impuestos, tres días antes, por orden del mismo magistrado de la Casa de Contratación que había elegido su nave para acomodar al genovés. Eran dos adolescentes, segundones de importantes familias andaluzas, que, como tantos de sus semejantes, acabarían convertidos en metederos, ya que el no ser primogénitos les había privado de otro medio de hacer fortuna que no fuera el contrabando de Indias. Al principio, se convenció de que para aprender la picaresca de metedero se habían enrolados en el Bezmiliana, pero... ¿formarían parte de alguna clase de conjura en la que él sería la víctima? Los desleales redomados, estaban hablando en latín.
Apretó los labios con expresión sombría y llamó por señas a algunos de los oficiales, que permanecían ociosos en cubierta puesto que la carga estaba completa y se habían realizado ya todas las revisiones de los aparejos. Como se trataba de una discretísima señal convenida, sólo acudieron al camarote del capitán los que éste quería que acudieran.
-¿Crisis? -preguntó escuetamente el sobrecargo don Tomás de Utrera.
-Y de las graves -afirmó don Zoilo de Monegros con voz ronca-. Este cartógrafo fingido debe de tener el encargo de espiarnos, quién sabe por orden de quién. Desde luego, se trata de alguien de palacio.
-¿Qué haremos? -preguntó con angustia De Utrera, un hacendado arruinado que sólo había realizado una travesía a las Indias.
-De momento, estad en guardia -determinó De Monegros-. Sospecho que puede tener aliados en el barco. Acabo de verlo hablar con los grumetes Pedro de Vélez y Fernando de Tolox, dos recién enrolados que también fueron enviados al Bezmiliana por el magistrado de la Casa de Contratación, como maese Rinaldo.
-Pero... ¿cómo va a mandar espiarnos el magistrado? -ironizó el contramaestre don Luis de Alcor-. Él es el primer interesado en que nadie de la Corte pueda conocer lo que ocurre en éste y los demás navíos.
-Entiendo que él ha sido forzado, como nosotros -dijo con amargura De Monegros-. Mi amigo el oidor me dice que el maese es de veras un cartógrafo, pero no me ha convencido. Por ende, debemos todos permanecer vigilantes y... bien, cada uno de ustedes tiene que elaborar un plan, que estudiaremos conjuntamente para elegir el mejor. Maese Rinaldo no puede volver de las Indias, debe desaparecer en algún punto de la travesía.
-Desaparecerá -afirmó con expresión firme don Luis de Alcor.
-¿Y qué haremos con sus cómplices, si confirmamos que lo son? -preguntó el sobrecargo.
-Aunque tenga de verdad cómplices -dijo don Rodrigo de Dueñas-, creo que tiene en la nave muchos más enemigos. La llegada de maese Rinaldo ha causado un seísmo entre la tripulación y corren toda clase de rumores sobre los motivos de que nos hayan impuesto su presencia. Todos están tan atemorizados como nosotros, pues al enrolarse esperaban mejorar sus haciendas con lo que consigan traer de las Indias de tapadillo, creyendo que burlan nuestra entendederas.
-Sí, mismamente anoche, ya tuve constancia de tales temores a tenor de las preguntas impacientes que me hicieron -confirmó De Monegros-. Pero de momento, es urgente determinar si el maese tiene, como parece, cómplices entre la tripulación. Observadlo sin perderos ni un gesto y no hagáis nada; sólo tenedme al tanto de todos sus movimientos, cuánto tiempo dedica a sus dibujos, cuánto a revisiones que no nos convengan y con quiénes se relaciona.
La tensa espera
Finalmente a solas en la suite del hotel, y tras discutir media hora por teléfono con el presidente de Telemedia, Dimas Outeiro trataba de idear el modo más feliz de encajar en la trama de su guión el misterio del cadáver del inglés emparedado con una daga real española. Hasta el momento del hallazgo, sólo había contado, como elemento de tensión, con la pregunta de si el oro de Vigo era o no una leyenda. Ahora disponía de una pregunta mucho más emocionante, pero también más difícil de contar en imágenes, por tratarse de documentales y no de un relato de ficción.
Provisto de regla, cartabón y compás, extendió los papeles en la mesa. Telemedia le había vuelto a dar un disgusto; las máquinas y equipos que había solicitado ya no recordaba cuántas veces, iban a tardar en llegar una semana en vez de los tres días que le habían anunciado el día anterior.
Estudió con atención los planos que trazara personalmente a lo largo de los años. El galeón de la daga de Carlos II, oculto por el lodo, no podía ser explorado a fondo hasta que no llegase la máquina extractora y, de momento, había perdido interés por los demás puntos señalados con lápiz, por más que calculaba el valor previsible de cada uno. Lo descubierto en ese galeón había colmado y rebasado sus expectativas, porque en él existía un misterio cargado de sombras, que podía ser un excelente hilo argumental si iban apareciendo indicios sobre las circunstancias, la identidad del asesinado y las razones del asesinato. Aunque, por su cercanía a la costa, no quedara nada del tesoro, puesto que habría sido descargado la misma noche de la batalla, sí podían encontrar objetos que sirvieran para ilustrar la vida cotidiana en un barco de aquella época. Y, sobre todo, la existencia de un galeón intacto tendría un impacto visual formidable.
Tamborileando la mesa con las yemas de los dedos, se preguntó de qué manera podía empezar a encajar el enigma y cómo ocupar el tiempo hasta que Telemedia mandara las máquinas. El total diario de los gastos, sueldos del equipo, dietas y el alquiler del barco alcanzaba una cifra cercana al millón; demasiado como para mantenerse inactivos.
Apartó los mapas, volvió a revisar el guión de la serie y lo cotejó con la escaleta de producción. Entusiasmado al principio por el hecho de contar con once submarinistas, viendo cumplido así un anhelo perseguido durante años, había postergado la grabación de los planos complementarios que necesitaban los documentales aparte de las escenas de exploración submarina. Faltaban muchas tomas de las riberas de la ría y su entorno, que serían indispensables para poner a los telespectadores en antecedentes, tanto geográficos como históricos. Se alegró de no haberse ocupado todavía de tales escenas, puesto que, ahora, descubierto el emparedado inglés y la daga, podía introducir matices que las harían más intrigantes.
Volvió a examinar los mapas, recorriéndolos con la punta del lápiz. Abrió la libreta donde anotaba las misiones de los miembros del equipo y fue distribuyendo sobre el papel lo que cada uno tendría que hacer a lo largo del día siguiente. Con objeto de mantenerlo vigilado, a Gerardo Cao lo incluyó en el grupo que él iba a comandar personalmente.
La excitación había impedido a Gerardo Cao dormir de un tirón. La imagen de la daga, más que la del esqueleto, resurgía persistentemente cada vez que cerraba los ojos. Despertó muchas veces a lo largo de la noche y, media hora antes de la cita del equipo en recepción, estaba ya bañado, afeitado y vestido. Media hora que sería eterna; ¿qué hacer para calmar su impaciencia? Martiña no habría salido aún con dirección al supermercado de su padre. Necesitaba hablar con ella.
-¿Gerardo? ¡Vaya! Tan pronto te olvidas de llamarme, como te da por hacerlo a cualquier hora.
-¿Te molesta por lo temprano que es?
-No seas tonto. Me encanta.
-¿No podrías adelantar tu venida a Vigo?
-¿Tienes problemas?
-No. Es que... ayer hemos encontrado algo, por fin. Necesito tu ayuda.
-No puedo, Gerardo. Esta mañana va a venir la cajera que mi padre ha contratado, y no creo que aprenda en menos de dos días.
-Pues me van a comer los nervios. Nos faltan unas máquinas que ha pedido el director, y ahora vamos a pasar dos o tres días sin mirar donde deberíamos. Estoy bloqueado. Te necesito aquí para avanzar.
Martiña tardó en comentar:
-Mira Gerardo; no quiero que te cabrees, pero yo creo que te estás pasando con este rollo. Despreciaste el empleo que te ofrecieron en Santiago, te gastaste casi todos los ahorros en el curso acelerado de submarinismo sin estar seguro de que te cogieran los de la tele, y ahora te comportas como si no tuvieras más miras que ese trabajo, que sólo te va a durar un mes más. Yo te comprendo y te apoyo, pero tú también tienes que comprenderme; mi familia no para de darme la vara.
-No les hagas caso. Ya verás...
-Lo que veré es que volverán a calentarme la cabeza, diciéndome como cuando nos conocimos que no me convienes porque eres un soñador, sin oficio ni beneficio.
-¿Es lo que piensas tú?
-No, cariño. Yo sé la importancia que este asunto tiene para ti. Pero es que creo que deberías compaginarlo con algo más... seguro.
-Aguanta sólo hasta el final del verano. Si para septiembre u octubre no cambian las cosas, te prometo que conseguiré de nuevo ese empleo en Santiago. Ahora, lo que tienes es que venir cuanto antes, porque noto a cada paso que el director sospecha de mí. En el momento que tú estés por aquí, podré avanzar más sin descubrirme y sin arriesgarme a que me echen. ¿Cuándo vendrás?
-Ya te lo dije; el domingo.
-Bueno, qué le vamos a hacer.
Dimas organizó tres grupos. Uno de los cámaras fue enviado a recorrer las calles de la ciudad y el puerto, junto con una redactora encargada de preguntar a los viandantes, marineros y pescadores lo que hubieran oído sobre el oro de Vigo. Una especie de encuesta que sería el preámbulo del primer documental de la serie. Dimas les asignó a dos submarinistas como simples auxiliares, para proteger la cámara de la curiosidad de los grupos que iban a rodearles y para transmitir las indicaciones de los camarógrafos a quienes respondieran las preguntas.
Otro cámara recibió el encargo de aproximarse en lancha a las Cíes y realizar tomas de las islas y de los paisajes de la bocana de la ría. Le acompañaba una redactora provista de un ejemplar de guión, donde Dimas subrayó con rotulador fosforescente los puntos y los tiempos de grabación. También este grupo fue complementado con dos submarinistas, por si surgían imprevistos.
Los siete buceadores restantes y dos cámaras subieron a la furgoneta con Dimas, que no mencionó el lugar a donde se dirigían. Se enfrascó en sus notas y cuadernos, y permaneció la mayor parte del viaje en silencio. Mientras, dos asientos más atrás, Gerardo trataba de enfocar los papeles, a ver si descubría cualquier dato que pudiera servir a sus propósitos, pero notó que Dimas forzaba la postura, como si quisiera evitar que él los viese.
Cruzando el puente de Rande, pareció que el jefe tenía una inspiración repentina cuando ordenó al conductor:
-Vira en cuanto puedas nada más salir del puente. Busca cómo llegar a ese fortín ruinoso que se ve ahí abajo.
Gerardo Cao sonrió. Había conseguido reprimir el impulso de sugerirle al realizador que el Fuerte de Corbeiro era un buen lugar para situar a los telespectadores en el ambiente de la batalla de 1702. Todos los libros que había leído señalaban ese fortín como escenario de algunos de los momentos más dramáticos de aquella noche.
Bajaron del vehículo sin imaginar lo que Dimas proyectaba hacer. Parecía que ni siquiera el realizador lo imaginaba, porque se situó frente a las ruinas con actitud muy concentrada, sin indicarles nada. Los siete hombres se miraron entre sí con perplejidad, ya que, habitualmente, Dimas comenzaba las sesiones de trabajo como un ciclón, dando órdenes en cascada con tono imperativo y señalando en pocos minutos la tarea que había asignado a cada uno. Ahora, en cambio, parecía dudar. Empleó más de diez minutos en cortos recorridos paralelos a los muros y perpendiculares al fortín. Se agachaba a cada paso, reculaba para abarcar vistas generales de las ruinas y se acercaba a las troneras, donde giraba en redondo para mirar hacia la ría, siempre componiendo un cuadrado con los dedos índice y pulgar de ambas manos, para deducir cómo vería la cámara cada uno de tales encuadres. Con frecuencia, negaba con la cabeza a su propio pensamiento. Permaneció otros cinco o seis minutos en cuclillas, mirando el fortín a través de un visor.
Finalmente, dio signos de haber tomado una decisión y, entonces, resurgió el Dimas Outeiro de todos los comienzos de jornada. Dio las órdenes junto a un árbol de ramas bajas situado a unos quince metros de los muros, a la derecha del fortín:
-Elías, pon la cámara aquí, oculta por el árbol, y enfoca todo el fuerte, pero ten preparado el zoom; cada vez que yo te grite "primer plano", te vas a la acción en plano corto y vuelves en seguida al plano general; trata de que todos los zooms duren lo mismo. José Antonio, sitúa tu cámara allí dentro, detrás de aquella tronera. Aseguraos los dos de que ninguno ve la cámara del otro. Fernando, tú ponte allí arriba, encima del muro, y gesticula mucho, señalando hacia la ría; cuando yo te haga una señal, haz como si hubieras recibido un disparo y salta hacia atrás; en cuanto caigas, corre agachado, que no te vea la cámara, y vuelves a colocarte en otro punto del muro y repite lo mismo. Tú, Gerardo, coge esta rama y apóstate en aquella esquina, como si la rama fuera un fusil; haz como si estuvieras disparando y, a mi señal, cae hacia adelante y retuércete en el suelo; cuando yo alce la mano, te levantas y repites lo mismo. Mario, Santi, Pepe, Tony y Paco, os pondréis en fila y correréis a lo largo de las almenas, haciendo muchos aspavientos y cayendo también por turno; después de desaparecer tras el muro, correréis agachados, bajaréis por el extremo de la derecha y volveréis a aparecer por el otro extremo, haciendo lo mismo sin parar hasta que yo os diga. Procurad todos que vuestros gestos y caídas sean diferentes cada vez, que parezcáis una persona distinta en cada ocasión.
Fernando Vázquez protestó: "Yo no soy actor, aquí trabajo de submarinista", pero se calló al ser fulminado por la mirada de Dimas. Los demás submarinistas, en cambio, parecían divertirse y no paraban de reír con cierto miedo escénico mientras acataban las órdenes. Gerardo apoyó el hombro en el ángulo del muro, apuntando hacia la ría con el fusil simulado; comprendía lo que Dimas quería hacer y sentía de nuevo el impulso de decir que había un grosero error de planteamiento:
La noche de la batalla, no defendieron el fortín atacando a los barcos ingleses con fusiles; el combate se libró a cañonazos. Según había leído, ya en octubre de 1702 el Fuerte de Corbeiro estaba medio en ruinas, por lo que no podía ser un buen cobijo para fusileros, aunque lo fuera a medias para artilleros.
Todo lo que estaban haciendo era un ensayo, tanto por la rama que simulaba ser un fusil como por la ropa de todos; había tiempo para la rectificación. Aunque representó la escena lo mejor que pudo, no paró de pensar en cómo advertir a Dimas del sinsentido y el anacronismo histórico sin enojarle.
Fingieron disparar y morir, cayeron y corrieron a lo largo del muro, y volvieron a hacer lo mismo centenares de veces. A media tarde, todos los submarinistas habían conseguido escenificar sus muertes con alguna convicción y Dimas se mostró satisfecho. Dio nuevas órdenes:
-Elías, coloca la cámara ahí, a diez metros de la puerta y tú, José Antonio, pon la tuya dentro, enfocando también la puerta. Ahora, vosotros, Fernando y Gerardo, os situaréis junto a la entrada, ocultos tras el muro. Los demás, venid conmigo, y poneos detrás de mí. Nosotros seremos ingleses que acabamos de desembarcar de un bote; correremos hacia el fortín y, cuando estemos cerca de los muros, iréis cayendo como si os alcanzaran los disparos. Cuando yo esté a unos tres pasos de la puerta, Gerardo y Fernando saldréis de un salto, me tumbaréis en el suelo y me haréis prisionero. Haced como que me amarráis las manos a la espalda y llevadme a empujones hacia el interior del fuerte. Elías y José Antonio lo grabarán todo en planos y contraplanos.
De nuevo comprendió Gerardo el significado de la escena. Si lo que habían representado durante todo el día le parecía absurdo, lo que iban a hacer ahora lo era mucho más. Evidentemente, Dimas trataba de sugerir que el inglés de la daga de Carlos II podía haber caído prisionero de ese modo. En primer lugar, carecía de lógica que todo un comodoro dirigiera a un simple pelotón de desembarco formado por unos pocos hombres; segundo, era delirante suponer que lo hubieran apresado en tierra y luego lo llevaran al galeón; tercero, no llevaría encima la importantísima daga; por último, no tenía sentido que ocultaran el muerto con tanto cuidado, emparedándolo, después de que tanta gente hubiera presenciado el apresamiento.
Hizo todo lo que Dimas le ordenó y decidió callarse, porque él no sabía absolutamente nada de televisión y su jefe no paraba de tener éxitos sonados en ese medio. La televisión, como el cine, era un arte lleno de engaños que podían resultar muy creíbles en el montaje final. Si decía lo que opinaba, la reacción de Dimas sería más furiosa que nunca, porque ahora no se trataría de mostrar conocimiento solamente, sino que estaría reprochando al famoso realizador de televisión que no tenía ni idea... ¡delante de todo el equipo!
Cuando Dimas dio el ensayo por terminado y se encontraban los cámaras recogiendo el equipo, llegó un grupo de jóvenes con aspecto de mendigos. Parecían drogadictos. Pasaron entre ellos como si no existieran y fueron entrando en el fortín hasta que Dimas les preguntó a gritos:
-Eh, vosotros. ¿Qué vais a hacer ahí dentro?
Uno de ellos se volvió, se sobó la bragueta y dijo:
-¡Cómeme la polla!
Gerardo recordó haber visto, durante los ensayos, que había varios colchones y algunos enseres en el interior de las ruinas. Debía de ser la vivienda de los recién llegados. Oyó con alarma que Dimas respondía el insulto:
-Y vosotros vais a comer mucha mierda cuando mande aquí a la Guardia Civil.
Al notar los gestos que los mendigos cruzaban entre sí, Gerardo se acercó a Dimas para susurrarle:
-Por favor, no digas nada más y vámonos echando leches.
Aunque Dimas le miró en el primer instante con ira, indicó a sus hombres que se marcharan. Cuando entraban en la furgoneta, preguntó a Gerardo:
-¿Por qué tenías tanta prisa porque nos fuéramos?
-Se estaban haciendo señas para sacar las navajas.
-¡Joder! Me alegro de no... -Dimas cortó su frase en seco.
-¿Qué?
-Nada.
Gerardo completó en su mente la frase que Dimas no había terminado: "Me alegro de no haberte echado todavía, al menos antes de venir a estas ruinas". ¿Cuánto tardaría en desvanecerse esa alegría?
Junto con Elías, Dimas permaneció un par de horas revisando las grabaciones en una consola improvisada que habían instalado en la suite del hotel. Acercándose el momento en que debían encontrarse para cenar, preguntó al cámara:
-¿Qué te parece?
-¿Quieres que sea sincero?
-Sí, coño, Elías. ¿Es que hablo chino?
-No te cabrees, Dimas, pero si ese inglés era tan importante como dice Gerardo, no me parece a mí que se dedicara a asaltar fortines en plan Rambo. Estaría en su despacho del barco o como se llamara el sitio donde daba órdenes, discutiendo con sus oficiales y mandando a los marineros rasos a donde había peligro de verdad.
-Tienes razón, Elías. Esto es una mierda. Mañana veré de qué manera le saco jugo a la escena. Vete si tienes que ducharte antes de cenar; nos encontraremos en el restaurante.
Sólo necesitó Dimas cinco minutos para dar todas las indicaciones a la jefa de producción, a pesar de la movilización que la muchacha iba a tener que organizar antes de cerrarse la noche del todo.
Se dispusieron a cenar los que habían estado en las ruinas y los que habían pasado el día grabando las respuestas de la gente en la ciudad y el puerto. El grupo destinado a las islas Cíes se retrasaba más de lo aceptable, y decidieron empezar sin ellos.
Éstos llegaron cuando ya habían servido los camareros el segundo plato. El primero en acercarse a la mesa fue Julio Parada, que, sin saludar, dijo en dirección a Dimas:
-Tenemos competencia.
-¿Qué quieres decir? -preguntó el realizador.
-Hay otro equipo de televisión en la ría, creo que buscando lo mismo que nosotros.
-¿Estás seguro? -la expresión de Dimas era muy alarmada.
-Tienen un barco mucho mejor que el nuestro -respondió Julio-, un montón de máquinas en cubierta, cinco o seis cámaras y más o menos los mismos submarinistas que nosotros.
-Son de Teleplanet -informó el cámara, que acaba de acercarse.
-¡Me cago en...! -masculló Dimas, ya completamente descompuesto-. Claro, con la proximidad del tercer centenario, tendría que haber previsto que alguien más se interesaría por este asunto. ¿Quién coño será el pedazo de cabrón que los dirige? Esto me pasa por estúpido, por la barbaridad de veces que he presentado el proyecto a todas las productoras, incluida Teleplanet, que son unos fusileros del carajo. ¿Qué les habéis visto hacer?
-Estaban encima del pecio... -Julio buscó los ojos de Gerardo-, ¿cómo dijiste que se llamaba el último que vimos antes del galeón de la daga?
-Galeaza -respondió Gerardo.
-Pues allí mismo estaban.
-Ese pecio no está en los planos oficiales -comentó Dimas con tono rajado.
-¿Lo que significa...? -apuntó Julio.
-Exacto -añadió Dimas-. Alguien en la ría tiene el encargo de vigilarnos y pasar la información de lo que hagamos a Teleplanet.
-Entonces -dijo Julio-, si alguien nos ha visto bajar donde el galeón de la daga...
-¡Me cago en la leche! -exclamó Dimas-. Ni siquiera cuando lleguen las máquinas vamos a poder explorar a gusto ese galeón. Tendremos que inventar maniobras de distracción para acercarnos sin que se den cuenta. Idearemos un plan de despiste. A ver qué se os ocurre.
Mientras hablaban, Gerardo notó que la atractiva mujer que ya había sorprendido varias veces observándoles, se encontraba sentada a escasa distancia y no les quitaba ojo. Se acercó a Dimas para murmurarle al oído:
-Creo que aquella mujer es la espía.
-¿Quién? -preguntó Dimas.
-La del pelo castaño, con gafas y vestido gris. No paro de verla merodeando cerca de nosotros, aquí, en el hotel y también cuando vamos a comer en otros sitios.
-Tiene pinta de oficinista -objetó el realizador-. No creo que sea ella la que informa a Teleplanet. Supongo que lo hará algún marinero, o varios, porque, últimamente, Teleplanet tiene mucho poderío, con tantos éxitos consecutivos.
Como ambos miraban en su dirección, la mujer se dio cuenta de que hablaban de ella. Dado que le habían ordenado pasar completamente inadvertida, que la descubrieran era lo peor que podía pasar. Se quitó las gafas, que limpió nerviosamente con la servilleta. No podía moverse ni echar a correr en ese momento; las personas del equipo de televisión verían confirmada sus sospechas. Para fingir desinterés por el grupo de Telemedia, llamó al camarero y, con la carta en la mano, conversó con él varios minutos, sin volver la cabeza hacia los que debía vigilar. No volvió a mirarles.
Junto a los cámaras, la totalidad de los submarinistas entraron en la furgoneta a las siete de la mañana. Apuntaron tímidas protestas de desacuerdo por el trabajo de actor que se les asignaba, protestas que fueron acalladas por el realizador recordándoles lo que ganaban por día de contrato. Tras media hora de espera a la puerta del hotel, y cuando Dimas estaba a punto de estallar de impaciencia, llegó la jefa de producción en un taxi. Le seguían otras dos furgonetas, ocupadas por cuatro hombres en total y gran número de cajas en una y varias maletas en la otra. Las cajas contenían explosivos de juegos pirotécnicos y las maletas, disfraces de alquiler. Emprendieron el viaje en caravana y como no quedaba espacio en la furgoneta del equipo, Dimas tuvo que seguirles en su coche, en el que invitó a Gerardo Cao a acompañarle; había resuelto que no podía pasar de ese día. Hoy tomaría una decisión definitiva sobre el joven sabelotodo.
Gerardo dedujo la razón de que el jefe quisiera tener un aparte con él. Debía ser cauteloso, pero temía que su carácter poco urdidor le traicionara.
-¿Por qué solicitaste trabajar con mi equipo, Gerardo?
El joven se aclaró la voz.
-Me encanta el submarinismo.
-Yo creo que eres submarinista hace un cuarto de hora -opinó Dimas y Gerardo vio que no se trataba de una broma-. Los primeros días, confundías los nombres de los instrumentos y es evidente que tienes que concentrarte a fondo para no equivocarte al vestirte y equiparte.
-Bueno..., sí, es verdad. He hecho un curso de submarinismo muy recientemente y tengo poca experiencia.
-¿Por qué? -Dimas volvió la cabeza hacia Gerardo, tratando de ver sus ojos.
-¿Por qué hice el curso? Tengo dos amigos que practican submarinismo y siempre andaban tratando de meterme el venenillo en el cuerpo.
-¿No lo harías precisamente para poder entrar en mi equipo?
Gerardo enrojeció. Con el pensamiento ocupado en maldecir ese defecto suyo, impropio de sus veintisiete años, creyó que no iba a salir del atolladero.
-Todo el mundo sueña con trabajar en televisión -arguyó.
-Creo que tú lo sueñas más que otros -afirmó Dimas con tono seco-. Mira, Gerardo, hay algo en ti que no me cuadra. Me gustaría que me explicaras con qué intenciones has conseguido que te contratemos. O sea, eso que te guardas en las recámaras, que a mí no me huele nada bien.
Gerardo tragó saliva. Tenía que seleccionar entre todas sus razones, una que fuera lo bastante convincente pero que no significase gran cosa.
-El oro de Vigo -dijo- es un mito del que la gente de las rías bajas oye hablar desde que nace y a mí esa historia, de niño, me estimulaba muchísimo la imaginación. Muchos de los juegos de entonces con mis amigos consistían en aventurar lo que haríamos si encontrásemos el oro; ya sabes, eliminar el hambre del mundo, construir un puente entre Galicia y Nueva York, y cosas así... Luego, ya adolescente, comprendí que no eran cuentos marineros ni de viejas aldeanas, porque fui descubriendo alusiones al caso en algunos libros y un día, me encontré con Julio Verne y su “Veinte mil leguas de viaje submarino”; supongo que lo habrás leído, así que puedes imaginar los escalofríos que me entraron cuando llegué al capítulo XXXII y me puse a leer con los ojos desorbitados el larguísimo relato de la Batalla de Rande que hace el capitán Nemo y, a continuación, su confesión de que la ría de Vigo era para él una especie de caja fuerte, de donde sacaba sin límites el oro que necesitaba para sus aventuras por todo el mundo. Cuando supe de qué iba la serie, me pareció una buena oportunidad de comprobar si el mito es algo más que un cuento de hadas.
-Pero tú estás convencidísimo de que no es un mito.
Gerardo se mordió el labio. Iba a volver a ruborizarse.
-Lo que yo sé es que... –puso mucho cuidado en elegir las frases con que encandilar a Dimas- bueno, en mi aldea, hablan no sólo del oro hundido en la ría. Las viejas comentan bajito que muchos pazos han sido levantados con riquezas saqueadas aquella noche de 1702; aseguran que hay linajes gallegos muy ilustres que nacieron en carretas atestadas de plata, oro y piedras preciosas que, en vez de ir a la corte de Madrid, se perdieron por el camino y juran que los curas se pusieron las botas... Dicen que... –Gerardo arrastró ahora las palabras porque ansiaba que le proporcionasen el salvoconducto para seguir en el equipo- hay un convento donde, por alguna razón, está enterrado un gran tesoro rescatado aquella noche.
Dimas volvió la cabeza hacia su acompañante. Ésa era una novedad incluso para él, que tanto había investigado la Batalla de Rande.
-¿Qué convento?
-No lo sé. Tiene que ser alguno que esté hacia el norte de la ría.
-¿Por qué?
Dimas le estaba aplicando el tercer grado.
-Yo... -titubeó-, tal como cuentan los libros la batalla, creo que el mayor despliegue del ejército español fue junto a la bahía, en dirección a Pontevedra. Si hubiera de verdad un tesoro en un convento, tendría que estar en algún camino que parta de ahí y en esa dirección.
-¿Por qué has leído tantos libros y te has documentado tan a fondo sobre este tema?
-Ya te lo he dicho –Gerardo volvía a ruborizarse-. Los niños de esta parte de Galicia oyen hablar del oro de Vigo desde que nacen.
-Pero tú eres prácticamente un especialista. Eso te distingue de los otros.
Gerardo apretó los labios. Dimas era mucho más listo e incomparablemente más experto que él. Le iba a descubrir. Vio con alivio que llegaban a las ruinas. No quedaban ni rastros de los mendigos y habían limpiado de residuos la zona donde el día anterior tenían instalado el campamento.
-Esos drogatas se han espantado -dijo Dimas con satisfacción.
Los submarinistas protestaron por tener que ponerse la ropa que la jefa de producción había conseguido alquilar, a excepción de Gerardo, que sentía ganas de reír. Ninguna de esas prendas tenía nada que ver con los usos de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, ni correspondían a uniformes militares. Había resuelto permanecer callado, para que la suspicacia de Dimas no aumentara sino todo lo contrario, a ver si la mención del tesoro en un convento surtía el efecto que pretendía. Cayó al suelo retorciéndose de dolor tantas veces como el realizador se lo ordenó, y lo tomó prisionero con su traje de marinero de opereta cuando llegó el momento de hacerlo, sin que en su cara apareciera la expresión de burla que le dictaba el pensamiento. Escuchó con curiosidad las órdenes de Dimas a los cámaras: "Poned las lentes para la noche americana", "Meted filtro de estrellas durante las explosiones", "Desenfocad lentamente para el fundido", "Ahora, un paneo por los muros mientras van cayendo".
Las explosiones de juegos pirotécnicos y la intensa humareda producida con una máquina, atrajeron a una pareja de la Guardia Civil. Gerardo notó con cuánta humildad reconocía Dimas su error de no haber pedido permiso para tan ruidosa escenificación, confiado a la autorización de exploración submarina que ya tenía. El joven supuso que todos los integrantes del equipo agradecerían que el jefe se comportara siempre de ese modo.
Cuando se acomodaron a mediodía entre las furgonetas y el coche para comer lo que un servicio de cattering había preparado, Dimas, que parecía más satisfecho que el día anterior con lo grabado hasta ese momento, adoptó la pose de disertador que tanto le complacía, mientras señalaba distintos puntos del paisaje:
-Allí, en la playa de Cesantes, descargaron buena parte del tesoro y, en seguida, volvieron a cargarlo, porque los magistrados de la Casa de Contratación de Sevilla se pusieron histéricos, diciendo que era ilegal descargar en un sitio que no fuera Cádiz y que aquí en Galicia no había gente capacitada para fiscalizar. Así que los muy estúpidos lo dejaron todo al alcance de los ingleses. El despliegue de los galeones de la Flota de la Plata llegaba hasta la isla aquélla, la de San Simón, porque creían que les protegerían los cañones instalados en Monte Gordo, pero resultó que casi no tenían munición. Los que dirigieron la estrategia española no tenían ni idea.
-A mí me parece -dijo Gerardo-, que también estaban un poco cabreados, porque el que mandaba la armada francesa que Luis XIV mandó a su nieto Felipe V para proteger la flota, un fulano muy arrogante que se llamaba Chateau-Renault, se había tomado las cosas como si él fuese la máxima autoridad. Da la impresión de que los almirantes y capitanes españoles trataron de hacer justamente lo contrario de lo que convenía, con tal de oponerse a la altanería de Chateau-Renault.
Dimas volvió a mirarle con escasa cordialidad.
-Sí -concordó, sin embargo, el realizador-. Levantaron el cierre del estrecho de Rande mucho antes de lo conveniente, y así les fue.
Llamando su atención con la mano, Julio Parada le señaló un coche que se había detenido un instante en un cercano recodo del camino.
-Ese coche... La conductora es la mujer que anoche nos miraba en el restaurán.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Es ella, sin duda -confirmó Gerardo.
-¡Joder! -exclamó Dimas-. Estamos cercados. Lo más probable, es que esa mujer sea una más, porque los de Teleplanet tienen que estar pagando espías a mansalva por toda la ría. ¡Cojones!
Para el regreso, Dimas ordenó de nuevo que Gerardo le acompañara en el coche. Reconocía que había mucho de irracional en la antipatía que sentía por él, pero a los cuarenta años, y luego de pasar media vida en la televisión, tenía la suficiente experiencia como para saber que un trabajo de equipo no funcionaba bien cuando el director no podía confiar plenamente en todos sus integrantes. Y cuanto más sabía de Gerardo, más recelaba de él. Cierto que el joven era, probablemente, el más entusiasta y capaz de los once submarinistas; sobre su habilidad y buena disposición no le cabía ninguna duda; el problema era su olfato, que le decía con machaconería que Gerardo tenía propósitos inconfesados y no estaba dispuesto a confesarlos bajo ninguna circunstancia. Porque era evidente su transparencia; los rubores encendidos, el morderse los labios y su azoramiento retrataban a una persona sin dobleces que no sabía mentir. Que no hubiera conseguido sonsacarle nada acerca de sus intenciones sólo podía significar que eran muy graves, y que tenía, por tanto, razones poderosas para ocultarlas.
-¿Has pensado alguna teoría sobre el emparedado? -le preguntó.
Gerardo reflexionó un instante antes de responder:
-No del todo. Cuanto más lo pienso, menos me aclaro. Ese esqueleto, con sus adornos ingleses y con una daga real española en su poder, es un misterio del carajo.
-Yo sí he pensado una, muy distinta de lo que hemos grabado hoy, que podrá servir para ilustrar la batalla, y nada más; a ver qué te parece: Supongamos que, en medio de un asalto bucanero, digamos que entre Cuba y Puerto Rico, hacen los españoles un prisionero que resulta ser un oficial inglés. Lo comunican a la nave capitana y, extrañamente, el almirante Velasco de Tejada ordena que lo mantengan con vida. Llegados a las Azores, se reúnen para estudiar el asunto y deciden interrogar al prisionero. Durante el interrogatorio, el almirante deduce que se trata de un oficial más importante de lo que parece, un miembro de la corte inglesa con órdenes reales, y decide llevarlo a España, para que pueda ser utilizado como rehén en algún trueque, lo que causaría júbilo entre los integrantes del consejo de estado de Felipe V, quien podía por tal razón conceder honores al almirante. Entonces, durante la travesía de las Azores a Vigo, el capitán del galeón decide, por su cuenta, obtener información del inglés sobre las fuerzas, refugios y rutas bucaneras, conocimiento que a él le sería muy útil para ganar puntos ante los magistrados de la Casa de Contratación y también de cara a la próxima travesía al Caribe. El inglés, sin embargo, se niega a informar y lo someten a tortura en el camarote del capitán, pero el prisionero consigue zafarse y se rebela. Se organiza una pelea, en la que el inglés, desesperado, se debate dispuesto a cargarse a los que pueda pillar, pero alguien recuerda que el virrey de Nueva Granada les ha dado una daga para ser ofrecida al rey; abre el estuche donde está y ataca al inglés por la espalda y se la clava en un costado. Pero el inglés es una persona fuerte y sigue peleando, por lo que otro oficial se acerca por un lado y le dispara a bocajarro. Al verlo muerto en el suelo, el capitán recuerda la orden que ha recibido del almirante, se alarma y urde una mentira: el prisionero se ha suicidado tirándose por la borda y como no pueden tirarlo de verdad, porque serían vistos desde otro galeón que se encuentra muy cerca, lo emparedan. ¿Qué te parece?
Gerardo no quería responder. Apretó los labios.
-¿Crees que es una estupidez? -insistió Dimas.
-¡Qué va!, supongo que podría haber ocurrido así, pero...
-¿Qué?
-¿No te vas a cabrear?
Dimas sonrió. Gerardo parecía un adolescente que se dispusiera a contradecir a su profesor durante un examen de fin de curso.
-¡Qué coño me voy a cabrear! ¡Larga!
-Disculpa, Dimas... es que hay dos puntos flacos en tu historia. El primero, que la daga no fue forjada en América, sino en Toledo. El segundo, que el que se la clavó la hubiera recuperado en seguida y no lo habrían emparedado con ella.
-¡Bingo! -alabó Dimas-. Exactamente son esos los puntos que a mí me flaqueaban. Pero como argumento para una película, no me dirás que no es cojonudo.
Gerardo giró la cabeza hacia su jefe para ver si no estaba burlándose de él. Que señalara que ya había notado esas incongruencias en su propia teoría, podía deberse a la pretensión de parecer el más previsor y clarividente de los hombres. Sí, eso debía de ser; al fin y al cabo, Dimas, por muy experto que fuese, no era más que un hombre, y todos los hombres necesitan afirmar su propia seguridad. Trató de que su expresión no delatara el sarcasmo de su pensamiento.
-Sí, es un buen argumento -respondió.
-Antes, en el viaje de ida, me dijiste que has leído muchos libros sobre la Flota de la Plata de 1699 y la batalla de 1702. Leer uno, está bien. Dos, puede deberse a la curiosidad estimulada por el primero. Pero... joder Gerardo, lo tuyo es prácticamente un curso de especialización. ¿Lo recuerdas todo?
-Sí. Bueno, no. Recuerdo lo esencial. O sea, que la primera flota que salió fue la de Tierra Firme, que se tenía que reunir en Cuba con la Flota de la Nueva España y que tuvieron que esperar tres años para el regreso, a causa de los piratas, que había montones por todo el Caribe y que, incluso, llegaron a perseguirles cuando navegaban hacia las Azores.
-¿Sabes lo que traían de vuelta?
-Una enormidad que movilizó a todos los reinos de Europa.
-Exacto -concordó Dimas.
¿Se trataba de un examen? ¿A dónde quería llegar Dimas? ¿No sería conveniente obligarle a responder preguntas en lugar de permitirle que siguiera haciéndolas?
-Nos dijiste el otro día que has revisado los archivos ingleses -recordó Gerardo, cauteloso-. En general, ¿qué conclusión sacaste?
Dimas sonrió. Vaya, el chico intentaba torearle. Había encontrado el modo de escurrir el bulto. Seguiría su juego.
-Lo que saqué no fue una conclusión, sino una certeza: El oro de Vigo no es un mito.
-Yo pienso lo mismo.
Mirándolo de reojo, Dimas hizo un balance de las actuaciones de Gerardo Cao durante los tres últimos días de trabajo: lo trascendental que había sido su pálpito de que existía un compartimiento secreto en el galeón de la daga; su buen hacer a continuación, descubriendo lo que hasta el momento era lo más sustancioso que habían encontrado; la detección de las actitudes agresivas de los mendigos... Por mucho que los impulsos le inclinaran a despedirlo, la verdad era que el joven estaba demostrando ser un elemento muy útil. En ese momento, decidió postergar el despido un día más y darse, por tanto, una oportunidad de reflexión, porque recordó lo que había mencionado sobre un monasterio. Iba a retener a Gerardo otra jornada, pero apartado del equipo, donde no le causara inquietud.
-Vamos a estar stand by unos cuantos días -dijo el realizador-, hasta que no lleguen las máquinas... y porque hay que estudiar cómo evitar que los de Teleplanet se aprovechen de lo que nosotros hemos explorado ya. Como tengo que asignaros tareas que nos permitan avanzar con los documentales, para que podamos terminar en la fecha convenida, mañana vas a ir con un cámara a dar una vuelta por esa zona que has dicho, a ver si encuentras el convento.
Gerardo sintió un estremecimiento. Trató de que no se le notara el júbilo.
-¿Llevaré algo que me identifique como... yo qué sé... algo así como técnico de televisión?
-Sí, por supuesto.
Gerardo disimuló la sonrisa; la referencia al tesoro en un monasterio había conseguido el efecto pretendido. Por fin empezaba a obtener frutos del empleo. Dimas iba a entregarle la llave para una búsqueda que hasta ahora le habían vedado la suspicacia y las evasivas de los religiosos, que durante años le habían parecido tan preocupados por las cosas del otro mundo, que nunca disponían de tiempo para responder las preguntas de los habitantes de éste.
Cuando llegaron al hotel, y mientras los demás descargaban la furgoneta, Gerardo observó algo en un ventanal de los salones de la primera planta. La mujer de pelo castaño y gafas doradas estaba mirándole desde detrás del cristal y, al notar que él la descubría, se ocultó precipitadamente. A Gerardo le alegró disponer de una razón más para que Dimas siguiera contando con él, por lo que se acercó para decirle:
-La espía estaba ahí, en el ventanal de salón, viéndonos llegar. Se ha echado a un lado cuando se ha dado cuenta de que la he descubierto.
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1 comentario:
Melero sinverguenza, nadie te ha estafado, tu eres el ladron y el cabron que llama lesbianas a sus editorias y luego vende en internet dibujos porno gay y te haces llamar carlos viana creyendo que nadie se da cuenta. No se pued ser nada peor que una marica mala, eres basura
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