miércoles, 10 de septiembre de 2008
Lea gratis LA DESBANDÁ
Como la editorial sólo me ha pagado mezquindades durante cuatro años y lleva cinco meses resistiéndose a pagarme de una vez lo que todos saben ya que me corresponde, y por ello he pedido a las librerías que no vendan mis novelas de esta editorial, estoy publicando en este blog mi novela más señera, a fin de que quienes siguen demandándola puedan leerla
Pueden ustedes comentar lo que deseen en la dirección de mi web.
LA DESBANDÁ. Continuación
Descubrió con sorpresa que el Templao apenas bebía de las botellas con pitorros de caña clavados en los tapones de corcho, al contrario que todos los miembros de su pandilla, que a mitad del baile trastabillaban y provocaban advertencias, tarascadas y empujones al sobar a muchachas que iban acompañadas de hermanos o novios. Guaqui les miraba con escasa complicidad, como si les reprendiera con los ojos, lo que representaba una novedad sorprendente para Mani. ¿Cuál era el verdadero carácter del Templao? La jactancia, la alegría despreocupada, las actitudes desafiantes y el valor, ¿formaban parte de un barniz que escondía otra cosa? Sabía que a sus dieciséis años era el cabeza de familia efectivo en su casa, el sostén fundamental de sus once hermanos y su madre, y que estaba obligado a trabajar muy duro para redondear los ingresos con lo que pudiera trapichear, y que protegía a los suyos como un furioso perro guardián. ¿En qué clase de contradicción se debatía, compaginando sus responsabilidades con su evidente alegría de vivir?
Las fiestas comenzaban a languidecer, puesto que todos tendrían que afanarse al día siguiente en la busca de una supervivencia siempre incierta. Todavía sonaban cohetes, sobre todo hacia la parte del centro, donde tanto los júas como las verbenas se instalaban con mejores medios que en el barrio. También por el lado de La Trinidad se oían detonaciones. Vio que el Templao iba a abandonar la verbena del Molinillo, pero su corte se unió a él como si hubiera sonado un toque de cornetín. Mani frunció los labios; ¿cuándo conseguiría hablarle sin testigos? En vez de dirigirse a la calle Rosal Blanco, echaron a andar calle Ollerías abajo, hacia el centro. Bien, puesto que como consecuencia del acoso del culogordo no podía plantearse el regreso antes de que sus cuatro hermanos durmieran profundamente, iría tras el Templao, que sin duda andaba en busca ingresos extras; encontraría la manera de colaborar para que la pandilla le hiciera partícipe del botín.
En un recoveco cercano a la esquina de Ollerías con la calle Los Cristos, había una mujer tendida en el suelo; tenía clavado en el pecho un cuchillo grande y no se debatía; a su lado, dos niños un poco menores que Mani lloraban con desconsuelo, pero nadie les prestaba atención. Los que pasaban al lado, miraban un momento, como si quisieran discernir si se trataba de un júa o un cadáver y seguían deprisa, indiferentes y forzando la vista al frente, como si intentasen que nada perturbara su alegría ebria. Mani se preguntó cómo reaccionaria él si asistiera no ya al asesinato, sino a la muerte natural y dulce de su madre. El universo se derrumbaría sobre su cabeza, porque Paula no era sólo el amor más grande que conseguía imaginar, sino que constituía un desconcertante fulgor entre las miserias del barrio. Porque Paula no se parecía a las vecinas; ella era distinta. Se movía como si hubiera andado toda la vida entre salones palaciegos y carrozas ducales, gesticulaba con las manos como si no hubiera tocado nunca más que pañuelos de finísima seda, recogía su pardusca falda al subir las escaleras como si antaño hubiera tenido que hacerlo con miriñaques recamados de oro y perlas, arreglaba y servía la mesa como si lo hubiera aprendido de doncellas reales y les imponía a él y a sus hermanos el imperio de su voluntad sin estridencias ni gritos, con la suavidad de quien estuviera habituado durante generaciones a recibir acatamiento y pleitesía. No la creía jamás cuando afirmaba que había nacido en el mismo cuarto que él. Entonces, ¿por qué esa diferencia abismal entre su modo de comportarse y el de las vecinas?, ¿por qué su voz era queda y melodiosa aun cuando le reñía, y la de las otras era estridente y bronca?,
El Templao se detuvo junto al cadáver, desentendido de sus cortesanos, que le tiraban de los brazos para continuar.
-¿Qué ha pasao, niño? -preguntó al mayor.
Éste se limpió el llanto con el dorso de la mano antes de responder:
-Se ha peleao con mi tía. ¿Cómo se llama al médico?
-Tu madre no necesita un médico -dijo uno de la pandilla-, sino un cajón de pino.
-Si vemos a un guardia -prometió el Templao al niño-, le diré que venga pacá.
Comprendió que Guaqui trataba de ofrecer al niño el único consuelo que tenía a mano, pues Mani sabía que encontrar a un guardia en la calle la noche de los júas era improbable. Se sorprendía cada vez más; el Templao no era como había creído, pero ¿cómo era en realidad? ¿Podía ser ése, precisamente, el flanco por el que conseguiría vencer su desdén, hablarle de las angustias y penalidades de su madre? Tenía que cavilar y seleccionar las palabras que le diría en cuanto lo pillara a solas. No sería difícil encontrar tales palabras. Paula era la diferencia encarnada en una mujer con aires tan palaciegos y delicados como los de las actrices que Hollywood les vendía vestidas de princesas, tan mayestática como Greta Garbo, aunque también tan jacarandosa como Imperio Argentina. Era la diferencia suprema, el altar frente al estercolero, y sus hijos habían heredado algo de su excepcionalidad. Mani recordó que sus cuatro hermanos encogían los párpados achicando los ojos para no resultar insultantes con su azul maravilloso. Miguel tenía tanto éxito con las muchachas precisamente por el color oro que había heredado del cabello de Paula. Y Mani resumía la diferencia con los ojos amatistas y los bucles amarillos. Se tocó la cabeza; gracias a Dios, ella no parecía haberse enfadado demasiado por el corte.
En la esquina de Carretería con Ollerías había una reyerta con más de quince implicados. Todos borrachos, varios de ellos sangraban por los brazos a causa de los cortes que habían recibido ya, puesto que todos esgrimían navajas, pero la sangre no les disuadía. Entre gritos y miradas como puñales, se acechaban los unos a los otros en una rueda donde resultaba imposible indentificar los bandos, si es que estaban dividos en bandos, porque todos parecían ir a por todos.
La sangre de las puñaladas o de los disparos les dejaban fríos, y pasaron de largo. Hacía tiempo que habían dejado de impresionarles las heridas y los rastros de salpicaduras rojas sobre los adoquines, porque eran el pan de cada día. Todos parecían tener razones para matar y morir. Mani recordaba sólo vagamente el revuelo que habían producido en la calle Rosal Blanco los primeros rostros sanguinolentos, uno de los cuales fue el de su hermano Antonio; ante las admoniciones y las quejas de Paula, Antonio trató de justificarse con la mención de las desgracias de cuantos conocían y de la panacea que el Sindicato de los Parados iba a ser. Mani no lograba evocar la expresión de Paula, pero recordaba con claridad que le prohibió mencionar a ese sindicato o discutir con sus hermanos al respecto, y dijo:
-Fuera de la casa, destrozaos si queréis, que yo no puedo subirme a vuestros hombres como si fuera el ángel de la guarda, pero entre estas cuatro paredes viviremos en paz mientras yo tenga aliento.
Dos tiendas estaban siendo asaltadas en calle Carretería. Las puertas arrancadas ardían en el suelo y ocho o diez hombres en cada caso cargaban la mercancía en carretillas. Mani ansió que el Templao se sumara a los asaltantes, a ver si conseguía el tesoro que llevaba más de veinticuatro horas anhelando, pero el grupo continuó hacia las calles principales. A Mani le consoló la esperanza de que lo que el Templao fuera a buscar fuera más valioso que unos cestos de chacinas y tocino salado.
Había rescoldos de hogueras en todas las calles. Y cantos quedos, ya en el interior de las casas. Y cohetes lejanos... ¿o disparos?
-Parece que hubiera un tiroteo por la plaza de la Constitución -dijo el Templao.
-¡Vamos pallá! -urgió uno de los suyos.
Corrieron y Mani tras ellos. En la plaza de la Constitución no había desórdenes, pero continuaban oyéndose disparos amortiguados por la distancia.
-Creo que es por la parte de calle Camas -dijo el Templao.
Echaron a correr hacia el feudo de las prostitutas más zarrapastrosas de la ciudad. Cuando irrumpieron en la estrecha calleja, abierta entre mesones y conventos en pleno centro de Málaga, vieron escapar a un grupo de figuras oscuras por el extremo de la calle. Cinco mujeres pintarrajeadas y con medias de mallas se desangraban en el suelo con múltiples disparos en el pecho y en la cabeza y, entre ellas, tres hombres de mediana edad que debían de ser clientes.
-Vamos a ver quiénes son esos salvajes -ordenó el Templao.
Corrieron en la dirección por donde se alejaban las figuras oscuras. Tras cruzar a zancadas las calles de Calderería y Compañía, les dieron alcance en la calle de los Mártires, donde el Templao indicó a su grupo que aminorase la marcha. Los asaltantes estaban guardando las pistolas en los bolsillos de sus pantalones negros, se ajustaban las camisas azules arremangadas hasta el codo y aflojaban la carrera para andar normalmente.
-¿No decían que estos fascistas joseantonianos salen en pelotones de cuatro? -comentó entre dientes Guaqui el Templao.
-Son doce -respondió Mani a sus espaldas, sin recibir el honor de que el joven de quien anhelaba ser amigo torciera el cuello para dedicarle una mirada-. Serán tres pelotones que actúan juntos.
El grupo se detuvo ante la iglesia de los Mártires y todos le dieron palmadas de felicitación y despedida a uno que, llegado a la esquina, se distanció de los demás para torcer hacia la izquierda, mientras que el resto torció hacia la derecha. Fue en ese momento cuando Mani reconoció al hijo del barbero, Serafín.
-Vaya mamarracho -dijo el Templao-. Resulta que el Serafín es un fascita de ésos.
-¿Le damos un susto? -propuso uno de la pandilla.
-¡A qué esperamos! -exclamó el Templao.
Echaron a correr por la estrechísima calleja que salía a calle Carretería entre dos conventos. Serafín se dio cuenta de la persecución, pues aunque no paró de correr, se puso a gritar y a dar pitidos con un silbato; como se encontraba rezagado a unos quince o veinte pasos de ellos, Mani advirtió antes que la pandilla que los once de quienes Serafín se había separado corrían detrás de él en auxilio del hijo del barbero. Iba a verse entre dos fuegos; tenía que correr a avisar al Templao y los demás.
-Así que tú eres el comisario de la Falange en el barrio -decía con tono triunfal el Templao a Serafín-, el que nos denuncia a los guardias a toas horas.
Era éste un enigma que traía al vecindario de cabeza: averiguar cómo se enteraba la policía tan pronto de hechos que, sin un delator, jamás llegarían a sus oídos.
-¡Dejadme tranquilo, rojos de mierda! -gritó Serafín.
Vuelto hacia ellos, en la dirección opuesta, podía ver que sus compinches acudían a ayudarle, mientras que el Templao y los suyos no se habían dado cuenta todavía. Mani dio un salto y se aferró al cuello del Templao.
-¿Qué haces, Rubio?
-Echa a correr si no quieres que te maten.
-¿Qué dices?
-Que los falangistas vienen ahí con las pistolas en la mano ¡Aparta a correr, coño!
Salieron de estampía ante la sonrisa triunfal de Serafín, que ya había sacado el arma. Los de camisas azules y pantalones negros sólo les persiguieron unos metros y, aunque hicieron algunos disparos, no alcanzaron a ninguno ni parecían querer hacerlo. La pandilla escuchó al alejarse un coro de carcajadas.
-Gracias, Rubio -dijo el Templao.
-No es ná.
-Eres enano, pero tienes huevos.
-Sí.
-¿Por qué nos seguías?
-Porque yo... quisiera hablar contigo.
-Larga.
Mani le hizo entender por señas que deseaba hablarle a solas. Cuando la corte se deshizo en la esquina de calle Rosal Blanco, a Mani le pareció que la expresión del Templao era cordial al invitarle a seguir calle adelante a su lado.
-¿Qué querías, Rubio?
-Mi madre... ayer la escuché llorar...
-¡Vaya novedad! Como si hubiera en el barrio una madre que no se dé pechás de llorar tós los días.
-Yo había pensao que tú...
-¿El qué?
-Que me ayudes a ganar unos duros.
El Templao se detuvo. Meditó unos minutos mientras examinaba con interés, pero sin ironía, el rostro del chico al que sacaba un palmo y medio de estatura.
-Me parece que te has equivocao, Rubio, ya no me dedico a eso. Tengo que tener cuidaíto, porque hay doce bocas que dependen de mí, ¿comprendes?
Mani bajó los ojos.
-Entonces... ¿sólo trabajas en el puerto?
-No, Rubio... ¿cómo te llama? -a oír la respuesta, continuó: -Escucha Mani, estoy eslomao tó los días cargando barcos, pero dos noches por semana trabajo en un taller, donde me pagan por dos días más que en seis en el puerto, ¿lo coges?
-Pero el Quini dice...
-A ése, ni caso, que ha perdío la chaveta. Si quieres venir conmigo a trabajar en el taller, iré a hablar con tu madre, a ver si te deja.
Continuará.
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