lunes, 22 de septiembre de 2008

LA DESBANDÁ, GRATIS. ¿Se muere mi perro?



Desde abril, cuando la estafa de la editora me dejó completamente en la ruina, carezco de amigos. Todos cuantos tenían alguna a relación conmigo, han dejado de tenerla porque han dado media vuelta. No hay como estar en la indigencia, como yo ahora, para comprobar cuán solo se puede llegar a estar.
El año pasado, encontré un perrito perdido en la sierra de Córdoba y lo adopté. No es bello ni tiene el menor pedigrí. Pero sabe más que los ratones coloraos.
La apropiación de mi dinero por parte de la editora, me ha sumido en una situación que ya he descrito otras veces: desahuciado, mal alimentado y metido a ermitaño. Soledad sin amigos en que la asombrosa fidelidad de mi perrito es todo cuanto de sentimental tengo.
Pero debo de haberle contagiado mi desesperación. Hace unas cinco semanas que está muy taciturno, con algunos problemas en la piel, cojea sin motivo aparente y casi no ha comido las dos últimas semanas. Temo que esté muriéndose, pero no puedo permitirme llevarlo al veterinario.
Lecciones que da la vida.
Trabaje usted veinte años para que se enriquezca una inmoral estafadora.

POR FAVOR, NO COMPREN MIS LIBROS EN LIBRERIAS,
PORQUE SÓLO LUCRARÍAN A LA EDITORA QUE SE HA APROPIADO ILÍCITAMENTE DE MIS DERECHOS DE AUTOR. (Ven los asientos de los ingresos editoriales en mi cuenta, por TODO el año 2007)

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Continuación
Ricardo no comprendía el sentido de las expresiones y ademanes de Miguel. La gente que les observaba desde los balcones y ventanas, y también desde la calle, aunque a cierta distancia y dejando despejado el escenario del espectáculo que anticipaban, mostraba la misma perplejidad que él. ¿Por qué parecía tan triste el muchacho que todos consideraban el más alegre del barrio, el donjuán más impenitente y burlón, el que no se ocupaba de nada que no le causara placer? Ricardo no tenía ni idea de lo que le pasaba al hermano que mayores preocupaciones religiosas le inspiraba a causa de su extrema debilidad por las mujeres, pero debía practicar las enseñanzas de Jesucristo y consolar a los que lloran aunque estuviesen tan corrompidos por los pecados de la carne como lo estaba ese hermano suyo, cuyo diabólico atractivo físico iba a ser su perdición eterna. Tenía que consolarlo y se acercó a él para hacerlo.
Angustias les miraba a los dos con fascinación. Las expresiones de Miguel eran una declaración de amor, y por ello el júbilo le aceleraba el corazón. Los ademanes del que algún día iba a ser su cuñado, el chupacirios del que se burlaban todas las vecindonas, no podía descifrarlos. ¿Intentaba aflojar la presa con que Miguel se colgaba de la reja o trataba de espiar el interior? Absorta en la pregunta, no vio a tiempo que su madre había vuelto de la cocina portando un humeante cazo de agua hirviente; comprendió lo que iba a hacer cuando la vio accionar la manija que abría la cristalera, sin tiempo de impedirlo. Sólo pudo gritar con un gemido:
-¡¡¡Migue!!!
Ricardo consiguió que Miguel soltara la mano derecha del barrote. Tiraba de él para que soltara la reja, cuando notó que el postigo acristalado se abría para descubrir a Bernarda portando un cazo, mientras alguien gritaba dentro el nombre. Creyó que la mujer del barbero pretendía golpear la mano izquierda de Miguel, pero el alarido de éste le reveló que había vertido agua hirviendo sobre esa mano. Guaqui el Templao, que acababa de aproximarse a la carrera, sujetó a Miguel y le preguntó solícito si le dolía mucho al tiempo que examinaba el mal con la pericia de quien, tanto en el puerto como en el taller, sufre quemaduras y heridas con frecuencia.
Miguel hablaba, conservaba el concocimiento, de modo que la quemadura era un daño localizado del que se ocuparían el Templao y las mujeres que habían acudido. Como se sintió libre de la obligación de atenderle, Ricardo se lanzó contra el portalón cerrado de la barbería incapaz de controlar ni racionalizar la ira que catapultaba su cuerpo. Dos años de ayuno y penitencias en busca de la templanza para el servicio de la Iglesia, fueron aventados por los ayes de Miguel, y un aguijón impulsó sus pies y manos anulando su voluntad. Bajo el estupor del vecindario, que contemplaba la progresión de la reyerta tan festivamente como todos los enfrentamientos, el muchacho cuya virilidad cuestionaban todos y cuya afición por las cosas de iglesia ocasionaba las más clamorosas burlas, golpeaba en estado de arrebato las dos hojas de vieja madera tachonada de clavos de hierro con una fiereza que nadie hubiera sido capaz de atribuirle, obnubilado y en trance, como si sólo pudiera pensar en la injusticia de que precisamente el menos conflictivo de sus hermanos gimiera con la mano y el brazo izquierdo abrasados. Las patadas de Ricardo eran tan violentas, que comenzó a oírse el chasquido de los cristales interiores que se rompían por sus embestidas.
-¡Rojo degenerado, para, si no quieres que te mate! -gritó una voz autoritaria.
Ricardo constató de reojo el sentido de la advertencia y se detuvo.
Acababa de llegar Serafín con otros tres miembros de su grupo, todos uniformados. El que profería la amenaza era un hombre maduro que esgrimía entre aspavientos una pistola enorme, de un modo que revelaba su torpeza y la escasez de su fuerza. Incapaz de permanecer impasible y al margen, Guaqui el Templao, ayudado por una espectadora, arrastró en volandas a Miguel hacia un grupo de tres vecinas que asistían al espectáculo apostadas ante un portal cercano, a las que dijo:
-Tomar, sujetarlo ustedes y echarle aceite de oliva en la quemaúra.
En cuanto se aseguró de que las mujeres se hacían cargo de Miguel, arremetió contra el grupo de Serafín. Cayó sobre el que enarbolaba la pistola y le tumbó en el suelo.
Inma había llegado al hospital. No atendió el veto de la monja y subió las escaleras a zancadas, pues conocía de sobra el camino hacia la cama de Mani gracias a las innumerables rondas de su sueño realizadas a escondidas durante cuatro meses. Se asomó al dintel de la puerta; casi recostada en la cama, Paula tenía abrazado a Mani con su izquierda mientra le acariciaba la frente con la derecha. Llamó su atención con un siseo y le indicó con la mano que saliera.
-¿Qué pasa, Inma?
Le contó atropelladamente lo que sabía y su temor de que la pelea hubiera comenzado ya. Paula miró a su hijo irresoluta, porque le costaría gran esfuerzo abandonarlo en ese momento, Preguntó a la muchacha entre dientes:
-¿Puedes quedarte un ratillo con el Mani?
-A eso he venío.
-No le cuentes ná de lo que pasa -ordenó más que pidió Paula y volviéndose hacia Mani, añadió: -Niño, que tengo que hacer un mandao, pero vendré luego. La Inma va a entretenerte.
Echó a correr hacia el barrio.
-¿Qué está pasando, Inma? -preguntó Mani.
-Ná.
-No seas embustera. Algo tiene que pasar pa que mi madre haya echao a correr con tanta bulla.
Comprendiendo que no iba a valerle de nada negarlo, Inma le describió el panorama de lo que suponía que podía estar ocurriendo ante la barbería.
-Ayúdame a ponerme de pie, Inma.
-¡Tú has perdío el sentío! Has estao cuatro meses tendío, sin conocimiento, y tus huesos se habrán quedao sin cal.
-Por eso necesito que me ayudes. Ven, por favor.
Viendo que Mani intentaba incorporarse, Inma se sentó a su lado en la cama y le pasó el brazo por la cintura. Sin poder contenerse, le rozó la mejilla con los labios. Él volvió los ojos hacia los de ella con una sonrisa de entendimiento; de repente y sin premeditación, quedaban atrás los rubores y los sonrojos, las miradas elusivas y los disimulos, el temor acogotado de cada uno a que el otro no correspondiera el amor y la sensación de recorrer el borde de un precipicio donde todo podía malograrse. Mani devolvió el beso tras un instante de indeterminación y ella sonrió como quien alcanza una meta largamente soñada.
-Ayúdame a enderezarme, Inma. Tengo que evitar una desgracia...
Poco a poco, y sirviéndose de la muchacha como muleta, consiguió ponerse de pie.
-¡Osú, Virgen de Zamarrilla! -exclamó Inma-. Esto parece cosa de brujas... ¡Te has puesto casi tan grande como mi Guaqui!
Cuando Paula doblaba la esquina de la calle Curadero con la Cruz del Molinillo, Paco superaba la de Huerto de Monjas sin resuello por la carrera, porque al pasar venían anunciándole calamidades espantosas desde cuatro calles antes. Ricardo había desaparecido y el Templao yacía sin conocimiento en el suelo, rodeado por un corro que discutía sus versiones del suceso, mientras Miguel, con la mano izquierda vendada, trataba de hacerle volver en sí a gritos. Viendo que a su madre le faltaban todavía más de cien metros que recorrer, Paco preguntó a su hermano:
-¿Qué te ha pasao?
-La mujer del barbero le ha tirao aceite hirviendo -intervino la Veleña, una de las vecinas que le habían curado; ahora, arrodillada en el empedrado del suelo, sostenía en su regazo la cabeza del Templao.
-No, mujer -discrepó Miguel-. Aceite, no; ha sido agua.
-La misma cabroná -afirmó Paco con tono muy severo-. ¿Es grave?
Miguel negó con la cabeza.
-¿Qué le pasa al Templao? -preguntó Paco.
-Tiene el pecho y las caderas enmorecíos a patás -informó la Veleña-. Esos monstruos se han ensañao con él, pobrecillo, con lo buen hijo y lo trabajador que dice su madre que es... A ver si no lo habrán desgraciao.
La Veleña mojaba un paño en una palangana pequeña llena de agua, paño que ponía en la frente del Templao para intentar que volviera en sí.
-¿Dónde está el Ricardo? -preguntó Paco a su hermano.
-No lo sé -respondió Miguel-. Estaban curándome ahí dentro, y cuando he salío ya no estaba.
-Se lo han llevao los falangistas -informó un vecino desde el balcón del primer piso.
Paco observó que a Paula ya sólo le faltaban unos metros para empezar a abrirse paso entre los curiosos.
-¿Han dicho a dónde? -preguntó, alzando la cabeza hacia el pretil de hierro lleno de macetas.
-¿Tú qué crees? -ironizó el vecino, un casi anciano que mostraba una sonrisa alcohólica con la que pretendía ser sarcásticamente confidencial.
Aparte de que Guaqui el Templao estaba tendido en el empedrado, Paula sólo apreció con la primera ojeada que Miguel tenía vendada la mano.
-¿Ya ha hecho el Antonio una de las suyas? -preguntó.
-No, mamá -respondió Paco-, el Antonio no ha tenío ná que ver.
Tratando de suavizar los tintes para que su madre no se alarmara, Miguel le contó sucintamente lo que sabía.
-¿Ricardo ha roto los cristales de la barbería a patás? -preguntó Paula con incredulidad, recelando que Miguel tratara de exculpar a Antonio.
-¡Digo! -exclamó la Veleña-, con un par de cojones. Sorpresas que da la vida.
-Y ahora, ¿dónde está?
-No lo sabemos, mamá -respondió Paco, mientras le pedía con los ojos silencio al vecino del balcón, cuya embriaguez permanente era el lenitivo de su soledad de solterón- Habrá ido a la parroquia, como siempre a estas horas. ¡Despierta, Guaqui, joé!
Estaba zarandeando al Templao porque lo necesitaba para las averiguaciones sobre Ricardo, ya que no tenía a quien pedir ayuda, salvo el impulsivo e incontrolable Antonio. Y no podía involucrar a ningún compañero del partido en una cuestión tan personal como la búsqueda de un hermano secuestrado. La Veleña vació la palangana sobre la cabeza del Templao.
-¿Dónde están esos mamones? -preguntó éste en un jadeo, entreabriendo los párpados amoratados a golpes.
-¿Te puedes mover, Guaqui? -preguntó Paco.
Con la mano en la cintura para aliviar una punzada de las muchas que le pinchaban en el vientre, las caderas y el pecho, el Templao consiguió ponerse de pie. Hizo varias flexiones de cintura hacia adelante y hacia los costados; los mirones comprobaron que su legendario poderío físico no había mermado con la paliza.
-Puedo moverme -respondió-, pero a ver si no me han reventao por dentro esos cagaos hijos de puta.
-¡Vaya encarnaúra que te ha dao Dios! -exclamó la Veleña-. ¡Como el acero!
-Mamá, cuídate del Migue -pidió Paco-, por si la quemadura fuera grave y hubiera que llevarlo al hospital. El Guaqui y yo tenemos que hacer un mandao.
Viendo retirarse a Paco sujetando el codo del Templao para ayudarle a terminar de recuperarse, Paula comprendió que su hijo le ocultaba algo. Lo primero, ver si la quemadura de Miguel era o no grave, para adoptar las medidas pertinentes, pero en cuanto este asunto quedase resuelto tenía que interrogar a las vecinas, sobre todo a la Veleña, que era muy expansiva.
-¿Dónde podemos indagar? -preguntó Guaqui sobre la marcha, cuando Paco le puso al corriente de la desaparición de Ricardo y la urgencia de encontrarlo antes de que ocurriese algo irreparable.
-Hay una casa en el Hoyo de Esparteros que se rumorea que es un nido de fascistas -respondió Paco con escasa convicción-. Empezaremos por allí.
-¿Y si ya le hubiera pasao lo peor?
Paco giró la cabeza para mirarlo y se mordió el labio antes de responder:
-Entonces, se habría declarao la guerra en Málaga. Si han hecho algo malo con mi Ricardo, te juro por mis muertos que mañana no quedaría un falangista de pie en treinta leguas a la redonda.
-Dicen que el otro día pasaportaron a uno en el camino de las Pellejeras. El muerto tenía tó el pecho lleno de yugos y flechas pintaos con su propia sangre.
-Sí, era un sindicalista de la FAI, un pobre hombre que lo único que ha tenío en su vida son problemas; imagina, siete hijos y dos hijas, todos mayores, tres casaos, y ninguno tenía empleo. A estos falangistas, que dicen que quieren salvar a España no sé de qué, les pareció que se quejaba demasiado de su desgracia y por eso lo han liquidao, pa ahorrarle una molestia al patrón. El gobierno y la policía están dejando que los fascistas se envalentonen, porque se acojonaron una pechá con lo de Asturias, pero como tú comprenderás no vamos a quedarnos cruzaos de brazos. Las cosas están llegando demasiao lejos.
Guaqui el Templao miró de reojo a Paco. Por los elogios del vecindario, estaba al corriente de su comedimiento, pero en esos instantes daba la impresión de haber renunciado a controlarse. .
Angustias atisbaba desde la ventana para tratar de comprobar que lo de Miguel no era grave. Cuidaba de no arrimarse al cristal para no revelarse porque tenía que ocultarse del vecindario, pero también de los suyos; no podía permitirse un gesto que desvelara a su familia lo que sentía por Miguel.
-Se han vuelto locos -comentó Gustavo con tono rasposo por el esfuerzo de contener el furor.
-Locos de remate -avaló Bernarda, enjugándose el llanto y tratando de contener los hipidos-. ¿Qué será de nosotros? ¡Van a asesinar a mi hijo!
-Les faltan cojones.
-Gustavo, por Dios, déjate de bravatas que esto es mu serio. Me van a lisiar a mi hijo y quién sabe lo que le harán a la niña.
Gustavo enterneció la mirada al contemplar a Angustias, de perfil, iluminada a contraluz por la leve luz del farol que llegaba por la ventana. Era como una vestal antigua, una virgencita milagrosa, una rosa con toda la hermosura del Generalife. Quien le pusiera la mano encima, sería hombre muerto. Dijo con acritud:
-Y Sanjurjo, en Portugal, sin dar señales de vida.
-Ése está allí, mu tranquilito, panza arriba, y no va a a venir a meterse en fregaos, pa que estos salvajes lo descalabren.
-Pero... ¿qué tonterías dices, Bernarda? Los héroes que derramaron su sangre en Marruecos, sin miedo a la muerte porque lo que les importaba era el amor a la patria, no van a achicarse a causa de estos bolcheviques analfabetos.
-Lo que tú digas, Gustavo. Pero ¿vamos a dormir esta noche aquí o no?
-Aparte de los compañeros de tu hijo, no conocemos a nadie en esta porquería de capital. ¿En quién podríamos confiar?
-Estaríamos la mar de a gusto en Graná si tú no hubieras...
-¡Cállate, Bernarda! Nunca olvides que soy un honrao padre de familia, que todo lo que quiere y ha querido siempre es el bien y la seguridad de los suyos. Por protegeros, hice lo que hice y soy capaz de cortarle el gaznate a media humanidad.
-¿Entonces, frío los huevos con papas y chorizo o no?
-Sí, prepara la cena, pero sin abrir las ventanas y con la luz apagá. En cuanto a lo de dormir, hay que esperar que venga el Serafín, a ver qué le han dicho en jefatura.
-¿No habrá quedao uno de los compañeros de tu hijo echando una visuá por aquí, por si nos atacaran otra vez? -preguntó Bernarda
-Ojalá hayan tomao esa precaución.
El clamor de comentarios crecía a través del barrio. Los rumores seguían un pauta que siempre era la misma: las espinas se convertían en espadas y los tirachinas, en cañones. Lo que Antonio oyó en la calle, desde la ventana cercana a las dos sillas de aneas donde pelaba la pava con su novia, fue que Miguel agonizaba porque le habían quemado todo el cuerpo echándole un balde de aceite hirviendo y que Serafín había matado a Ricardo. Viendo su palidez mortal y el hielo de sus ojos, Ana le aconsejó:
-Conténte, Antonio. No cometas una locura.
-No digas tonterías, Ana -reprochó Antonio mientras echaba a correr.
En la esquina de Rosal Blanco, se cruzó con Paula, que casi empujaba a Miguel rumbo a la casa, y advirtió que éste llevaba la mano vendada.
-¿Te han quemao en la barbería? -preguntó.
-Sí -respondió Miguel, comprendiendo que debía minimizar la gravedad para no fomentar la ira de Antonio-, pero no es ná... de verdad, es una tonteriílla de ná.
-¿Y el Ricardo?
-No sabemos dónde ha ido -informó Paula, cuya falta de convicción era perceptible a pesar de que las vecinas, respetuosas de la voluntad de Paco, no habían consentido en darle noticia del secuestro-, pero el Paco cree que estará en la parroquia. ¡Ojalá sea verdad! ¿Por qué no te das una vueltecilla por San Felipe?

Mañana continuará

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