domingo, 14 de septiembre de 2008
LA DESBANDÁ. Superventas, pero gratis aquí.
El viernes, fui entrevistado en Protagonistas, de Punto Radio, para hablar del impago de derechos del que soy víctima. Al terminar la entrevista, recibí un aluvión de correos en mi web de escritores que manifiestan haber sido también víctimas de estafa por parte de sus editoriales. Por fortuna, apareció también el correo de una especie de “hado madrino”, muy poderoso, que me ha prometido ayudarme en esta tesitura espantosa, que vivo por culpa de esa editora que se ha apropiado de mi dinero.
Estamos obligados a que el Parlamento corrija la Ley de Propiedad Intelectual, de modo que los editores no puedan robarnos a los escritores, porque ahora es imposible que surja una literatura española moderna.
Como ya saben muchos, al haber pedido a los libreros que no vendan mi novela más célebre, LA DESBANDÁ, estoy publicándola aquí por “fascículos”• porque sé que tiene mucha demanda.
LA DESBANDÁ, continuación
Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.
-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.
Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:
-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?
-No veo por qué no.
-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.
Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:
-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.
-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.
El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.
-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.
-¿Lo conoces?
-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.
Mani disimuló su expresión de desdén por el consejo engullendo con avidez todas las coquinas que pudo, porque sentíase desfallecido. Cuando emprendieron la marcha, Quini abordó en el carro lo que, evidentemente, era el motivo de la invitación:
-Mira, Rubio, toas esas cosas que tú sabes, lo de la caja de la otra noche, lo de la casa de La Caleta, etcétera, son pan pa hoy y hambre pa mañana. Estamos cogiendo unos asuntillos... en fin, que si quieres, tengo un currelo pa ti. Tós éstos -Quini señaló a los otros cuatro- y yo, hemos encontrao una mina. Ni te imaginas el parné que nos vamos a embolsillar, pero necesitamos a alguien como tú, un chavea que no dé el cante y que tenga pinta de decente.
-¿Pa qué?
-Verás, lo que pasa es que nosotros estamos mu vistos. Se trata de sacar unas cosillas del puerto como la otra noche, pero... que valen mucho más que el tabaco de picaúra; hay que sacarlas poquito a poco, por si te pillan. Necesitamos un chavea que dé el pastel de inocente, un niño que parezca que anda jugando o como tu caso, que es una pechá mejor; si te llevas las cosas mientras vendes tus periódicos, los carabineros ni se fijarían en ti. O sea, que tú eres fenómeno pal currelo. Lo menos puedes ganar cuatro duros tós los días.
La cifra le pareció exorbitante, pero no veía la propuesta del todo clara, porque no era lo mismo conseguir un tesoro importante exponiéndose sólo una vez, que estar a diario en el filo de la navaja. Cuando le despidieron del carro en la esquina de Cuarteles, a más de un kilómetro de su casa, respondió la última pregunta de Quini con una evasiva. Tenía que meditar y pedir consejo al Templao.
Paula le recibió con impaciencia. Estaba aguardándole.
-¿Dónde te habías metido? Lávate la cara y ponte la camisa limpia deprisa. Tienes que ir a entregar un vestido a casa del ministro.
La entrega de la ropa que Paula confeccionaba era, entre las tareas encomendadas a Mani, la que más le desagradaba. Le parecía ridículo ir por la calle con el brazo extendido como una percha, donde Paula colocaba doblado el vestido recién planchado, cubierto con un paño sujeto por alfileres. Le enfunfurruñaba ir así por la calle, sin poder arrojar el paquete y liarse a puñetazos contra quienes le miraban con sarcasmo. Recordó que la hija del que Paula se empeñaba en seguir llamando "ministro" había estado en el corralón una semana antes, ocasionando en el patio gran expectación mientras subía la escalera y recorría la galería hacia su vivienda, pues dejaba al pasar una estela de perfume caro. Mani acababa de regresar tras agotar los periódicos y veinte minutos más tarde, llegó su hermano Antonio; Paula estaba exultante.
-Ha vuelto a venir la hija del señor ministro.
-Mamá -observó Antonio con acritud-, hace una pila de años que ese andoba no es ministro.
-Da igual. Don José tiene la misma categoría de siempre y si los republicanos no quieren que sea ministro, allá ellos; no saben lo que se pierden.
-Pero qué tonterías dices, mamá. ¿Cómo van a meter en el gobierno al verdugo de Galán y García Hernández?
Paula endureció su mirada con enojo. Replicó:
-Don José no tuvo ná que ver con eso. El día que confirmaron la sentencia de muerte, él no había ido al ministerio porque estaba malo.
-¿Quién te ha dicho esa mentira tan asquerosa?
-Me lo contó su hija.
-Y tú te lo has creío... Parece mentira que te dejes estafar como si fueras una criada cualquiera.
-Yo no soy una criada -protestó Paula.
-¡Ah!, ¿no? ¿Qué eres pa esa gente, una amiga? Ni siquiera te encargan más que reformas de ropa vieja, pa apantallar y que parezcan vestíos diferentes. ¿A que no te encargan la ropa de lujo, los trajes de noche que se ponen pa dar bofetás al pueblo? Por lo menos, deberías mantener tu dignidad y no creerles como esas campesinas ignorantes que se traen de sus pueblos por dos reales.
-Cállate, Antonio.
Durante aquel tenso diálogo, Mani sintió furor hacia su hermano, porque Paula estaba descomponiéndose y la vio a punto de perder el control. Antonio salió dando un portazo, con rumbo a la taberna y Mani preguntó a su madre:
-¿Eres una criada, mamá?
-No, hijo. Pa Antonio, no hay más que blanco y negro. La familia de don José me trata con mucha consideración; una vez, me encontré a todos ellos por calle Carretería y hasta el mismo don José me dio la mano, y eso que es uno de los abogaos más famosos de España; fíjate si es importante, que antes de la República, la gente decía en Madrid "mata al rey y vete a Málaga a que te defienda Estrada".
-¿Quienes eran ésos que condenaron a muerte?
-¿Galán y García Hernández? Unos militares que se rebelaron en Jaca contra el rey. Tu hermano Antonio y sus compinches los veneran como mártires de la República, sin darse cuenta de que aquellos dos hombres eran personas de orden, como tós los militares, y no verían con buenos ojos las cosas que están pasando.
Mani examinó las pupilas violetas de su madre mientras le acomodaba el paño con alfileres sobre el vestido extendido en su brazo. Al contrario que el día de la discusión con Antonio, su mirada era en ese momento el lago sereno donde siempre ansiaba refugiarse.
No había ido nunca a la casa del exministro, y Paula tuvo que darle la dirección escrita en un papel. En vez de emprender el camino, recorrió el callejón hacia el corralón de la Torre, a ver si podía convencer al Templao de que le acompañase. Inma estaba sentada en la puerta, bordando sobre un pequeño bastidor de mano; cuando notó que se acercaba, lo ocultó.
-¿Qué bordas?
Inma se encogió de hombros, ruborizada.
-¿Qué llevas ahí?
-Un vestío que tengo que entregar en La Caleta. ¿Está el Guaqui?
-Sí, está terminando de vestirse. ¿Quieres que le diga algo?
-No, déjalo. Esperaré aquí un poquillo, por si sale pronto.
Deseaba conversar con ella, pero no aparecía ninguna idea en su cabeza por más que se estrujaba la mente. ¿Piropeaba sus enormes ojos verdes rodeados de frondosas pestañas?, ¿le decía que su nariz era la más perfecta que había visto jamás?, ¿alababa su sonrisa que, aunque no la prodigara, le parecía conmovedora?, ¿caía en la grosería de afirmar que no había una figura en el barrio más esbelta y apetitosa que la suya?; ¡qué va!, se moriría de vergüenza y quién sabía si no correría a esconderse en su habitación. Al alzar la vista, volvió a asombrarse por la nitidez con que la silueta había vuelto a brotar en la pared; antes, se recortaba sobre un muro sucio pero, ahora, por contraste con la reluciente cal blanca, resultaba mucho más compacta y clara. Dibujaba perfectamente una mujer desnuda, de frente. Recordó el consejo del Chafarino; fuese o no un loco, el consejo era bueno, porque lo mejor que podía hacer era averiguar de una vez la verdad sobre el origen de la mancha y la razón de que resurgiera siempre, y así dejaría de temerla.
-¿Tú sabes la historia de la monja, Inma?
-¡Claro!, tó el mundo la sabe en mi corralón. Estaba enamorá del que traía la comida al convento y, como no le permitían dejar los hábitos, se suicidó. La metieron en la pared porque tenían prohibío enterrar a una suicida en la tierra consagrá de su cementerio.
-¿Te da miedo?
-Ahora, no mucho, como ya he cumplío los trece... Pero antes, sí, sobre tó de madrugá porque, a veces, hace ruido, y como mi cuarto está pegao al muro...
-Entonces, ¿es verdad lo de los gritos, Inma?
-Los gritos, no sé. Yo nunca he escuchao su voz, pero ruidos sí que hace. Como cuando alguien empuja una puerta tratando de abrirla, ¿comprendes?
-¿Dónde vas con el aparador encima? -bromeó el Templao al salir, señalando el envoltorio que rodeaba el brazo de Mani.
-Tengo que entregarlo en La Caleta y que yo, pues... quería saber si tú... pues, que dicen que hay un Quitapenas mu bueno por allí y que yo... pues... te convidaría a un moscatel...
Le quedaban dos pesetas y dos reales en el bolsillo. No tenía más remedio que sobornar al Templao si quería que le acompañase para afrontar las miradas irónicas sin acogotarse ni cabrearse.
-Mani, ¿estás tratando de comprar escolta?
-Pues... sí.
-¿Qué temes?
-La gente se cachondea cuando me ve con estos mamotretos, pero es que también quería preguntarte dos cosas...
-¿Qué hora es, Inma? -el Templao se dirigía a su hermana.
-La cinco y cuarto, chispa más o menos.
-Hasta las siete y media que entro en el taller, me da tiempo. Venga Mani, aligera.
-¿Vendrás a la noche? -preguntó Inma.
Aunque a Mani le parecía increíble, la pregunta iba dirigida a él.
-Sí -respondió con las mejillas encendidas.
Continuará
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