lunes, 15 de septiembre de 2008

LA DESBANDÁ y el poder de la radio.


Un locutor muy brillante que, además, es honrado, se ha tomado en serio mi problema y el de casi todos los escritores españoles. Ello lo lleva a favorecer sin proponérselo la implantación de una literatura española original y moderna, que la actuación de editoras inescrupulosas, como la que me ha estafado, impide que exista.
(Un ingenioso amigo de Málaga habla de “editoriales patera”. Yo las llamo verduleras metidas a fabricar butifarras)
Si no se paga a los escritores, no podrán dedicar tiempo a crear historias que puedan convertirse en éxitos mundiales. Y ASÍ NOS VA. Porque esto no ocurre más que en España.
Advierto a quienes lean esto que “La desbandá”, “Oro entre brumas”, “Los pergaminos cátaros” y “El ocaso de los druidas” son novelas escritas por mí de las que soy completamente dueño del copywrite. Los contratos están para cumplirlos y la editora de estas cuatro novelas no los ha cumplido al no pagarme mis derechos. Ella dice que tiene documentos que prueban que me ha pagado. Que los muestre.
Si los tuviera, ya me habría denunciado y encarcelado, como me amenazó su contable en abril.
PERO NO TIENE PRUEBAS DE HABERME PAGADO LOS DERECHOS QUE ME CORRESPONDEN, PORQUE NO ME HA PAGADO MÁS QUE MISERIAS.
En vez de pagarme lo que me debe, ella está tratando de asustarme y de asustar a los blogs donde publico LA DESBANDÁ, amenazándonos con demandas. Nunca demandará, porque no puede probar que me haya pagado lo que mandan los contratos. Que, por lo tanto, son nulos.
Por otro lado, su abogado me amenaza con no sé cuáles males por la Agencia de Protección de Datos, sin caer en la cuenta de que los datos que yo he divulgado son mucho más míos que de la editorial y, además, no son todos los que la ley manda a la editorial que me proporcione. Ignoro cuántos libros se han vendido de estas cuatro novelas en cuatro años, porque la editorial NO ME INFORMA.
La desbandá es SÓLO MÍA, y por eso la publico aquí y en otros sitios, GRATIS.


LA DESBANDÁ, continuación. Final de la primera parte.
El café de la plaza de la Constitución no cerraba en toda la noche. Mani pidió chocolate y churros, pero no le sirvieron en seguida porque el camarero se encontraba superado y abrumado por la multitud de pedidos. Había una barahúnda insoportable. Las cabareteras medio borrachas movían los brazos para hacer sonar los semanarios de plata de sus brazos izquierdos, y coqueteaban con los estibadores y con todo el que las mirase. Había barrenderos en una pausa de su trabajo, crápulas ojerosos recién salidos de las juergas del vecino Café de Chinitas, noctámbulos de todos los pelajes, guardias que alternaban con los delincuentes que perseguirían cuando el sol iluminara las calles y, además de Mani, muchos vendedores de periódicos. Mientras devoraba, por fin, el desayuno, Mani se limpió la punta de los dedos en el pantalón para hojear el primer ejemplar del montón. Mencionaban "La hermana San Sulpicio", la película de Imperio Argentina de la que todo el mundo hablaba. Por lo demás, lo de todos los días: cinco apuñalados en los callejones del Perchel, un bebé abandonado en el Guadalmedina a punto de morir de hambre, dos tiendas incendiadas en calle Compañía y una en la de Comedias, tres guardias heridos en un enfrentamiento en la plaza de Santa María, uno de los cuales estaba agonizando, siete ultramarinos asaltados, cuatro prostitutas tiroteadas en calle Beatas y ciento veintiocho detenidos en total en diversos desórdenes. El reloj de péndulo que presidía la barra dio las siete y media.
Engulló el último churro con apresuramiento y corrió hacia su esquina. La encontró ocupada. En el primer momento, tuvo que frotarse los ojos para convencerse de que lo que veía era realidad y no un espejismo. Serafín, el hijo del barbero, había tomado posesión del mejor punto de venta de la calle Nueva, que los hermanos de Mani le habían cedido para facilitarle el trabajo y que tenían que defender a puñetazos y amenazas de cuchillos y pistolas de los veteranos que acudían a disputárselo. Allí estaba Serafín, altivo, calzado con botas relucientes, con su camisa azul y su pantalón negro, de pie detrás de tres montones del pasquín llamado F. E.
-Serafín -urgió autoritariamente-. Quítate de ahí si no quieres que mis hermanos te partan la boca.
-¡Una mierda! A tus hermanos me los paso yo por el forro. Hoy no venderás aquí esa basura revolucionaria.
Mani sintió ganas de reír. Llamaba "basura revolucionaria" al que sus hermanos Antonio y Paco consideraban "un diario al servicio del capitalismo".
-Esto te va a costar un disgusto -amenazó.
-¡Huy! -se burló Serafín-. Mira cómo tiemblo.
Enrabietado, Mani puso el hato de periódicos en el alféizar de un escaparate a pocos pasos de distancia. Le compraron cuatro en seguida, pero luego la venta dio un parón, porque la gente daba rodeos, apartándose al ver el uniforme de Serafín, con claros signos de repugnancia. Desesperado, Mani se situó en el centro de la calle para acosar a los viandantes. Nada, la gente pasaba presurosa, con los cuellos rígidos, mirando hacia otro lado. ¿Qué podía hacer? Ese punto era tan bueno, que había días que lo vendido por él representaba un tercio de lo que totalizaban los cinco hermanos; en su casa no podían prescindir de esos ingresos. Era inútil buscar otro punto, todos los que valían la pena en el centro estaban ocupados y muchos habían sido conquistados a puñaladas. Los montones del pasquín F. E. permanecían intactos, pero Serafín mantenía su confiada altivez mientras sentía Mani fluir y agolpársele la sangre en las sienes. Como ni los esfuerzos ni los pregones bastaban, extendió dos ejemplares en el suelo, abiertos por las páginas donde las noticias eran más atractivas.
-Hola, Rubio -Quini apareció de sopetón-, ¿has pensao lo que te dije?
Era evidente que él y su pandilla le necesitaban con apremio.
-No me interesa.
-¿Has hablao a alguien de que me has visto?
-No, Quini. Palabra.
-Entonces, ¿cuál es el problema?
-Ninguno. Yo no puedo darle disgustos a mi madre.
-Estás majara. Mira, he llegao a un acuerdo con mi gente y en vez de cuatro duros diarios, vamos a darte cinco. Y el gasto lo hacemos nosotros. Tú te limitas a dar ocho o diez paseos desde el muelle a la Acera de la Marina namás, vendiendo periódicos.
Cinco duros todos los días sumaban más de setecientas pesetas al mes, una fortuna que escapaba a todas sus reglas de medidas. Tenía que meditarlo aunque al Templao no le hiciera gracia y sus hermanos pudieran regañarle. Evitando aceptar o negarse, y para ganar tiempo, señaló a Serafín.
-Mira eso.
Al descubrir quién era el falangista, Quini se puso de espaldas a él, lívido.
-Tengo que echar a correr, Rubio. ¡Ese fantoche me va a denunciar!
Serafín había reconocido a Quini precisamente por la brusquedad al darle la espalda, y saltó hacia él esgrimiendo la pistola.
-Te detengo -dijo
-¡Detén a tu puta madre, mamón! -gritó Quini al tiempo que echaba mano de la bragueta de Serafín y se la retorcía.
Mientras éste se encogía por el dolor, Quini escapó a la carrera y Mani descubrió con desolación que durante el forcejeo entre ambos, las botas de Serafín habían destrozado los dos periódicos extendidos en el suelo. La pérdida iba a desequilibrar la economía de la familia, Paula se llevaría un disgusto y sus cuatro hermanos convertirían el enfado en ira que podía ser descargada sobre su espalda.
Aprovechando el provisional fuera de combate del hijo del barbero, se lanzó hacia sus montones de pasquines F. E. Primero, patadas furiosas y, a continuación, una incontrolable ira destructora que convirtió los apilamientos en viruta de papel en pocos minutos. Arrebatado por la catarsis de sus propios temores, Mani olvidó completamente que Serafín continuaba a dos pasos, con la pistola en la mano. La detonación del disparo pareció retumbar dentro de su cabeza y fue como si todos los estallidos de la noche de la quema de júas se condensaran en un solo estruendo, tan atronador como la peor tormenta que podía recordar, y sin embargo, mientras cerraba involuntariamente los ojos, rebeldes a su determinación de mantenerlos abiertos a pesar del eclipse que se producía en su pensamiento, le pareció que la gente huía espantada del lugar con grandes aspavientos pero sin gritos que él consiguiera oír. A continuación, el vacío.

Mañana comenzará la segunda parte:
“La condena de Sísifo”
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