lunes, 22 de septiembre de 2008
La desbandá. LA EDITORA QUIERE METERME EN LA CÁRCEL
Ayer me llegó por vía notarial una carta del cuñado-abogado de la editora, amenazándome con terribles males.
Es lo que la editora ha hecho durante cinco meses en vez de pagarme, amenazarme. Pero nadie la ha amenazado a ella por no haber cumplido la cláusula de los contratos, donde dice que debe pagarme el 10% del precio de venta, menos el I.V.A., de todos mis libros vendidos en librerías.
A mí me liquidó en abril 1.800 euros, supuestamente por todo el año 2007 de mis derechos sobre cuatro novelas que se han vendido muy bien.
Es completamente imposible calcular cuántos libros he vendido en librerías, porque la editora no me ha dado este datojamás. Aunque está obligada por Ley. Mas un cálculo bastante aproximado hasta noviembre del año pasado, según las certificaciones de tiradas, revelan que el valor en librería de mis novelas es cercano al millón de euros y que ella ha recaudado bastante más de 300.000 euros por mis libros. Sin contar las ediciones de este año.
Que me encarcele. Pero debería tener que explicar por qué me ha pagado miserias/limosnas en vez de lo que me corresponde.
LA DESBANDÁ. Continuación.
Antonio negó con la cabeza al tiempo que asentía a sus propias conclusiones mentales. A Ricardo lo habían matado y Paco se lo ocultaba a su madre. Miguel tenía la cara como un muerto; seguramente mentía sobre la gravedad de su estado para evitar nuevos ataques, a lo que no sería ajeno lo que había presentido al verlo con Angustias junto al tranvía. Paco debía de andar de conciliábulos en su partido, maquinando cómo tomarse revancha del asesinato de Ricardo y cómo anunciar a su madre con suavidad que había perdido al hijo más lisonjero con ella. El barbero y los suyos tenían que pagar.
-¿A dónde vas? -preguntó Paula.
-Te haré caso -respondió Antonio-, voy a la parroquia en busca del Ricardo.
Echó a correr hacia la barbería. Miguel anticipó el movimiento, evidente por la dirección de la carrera, y pensó en Angustias; la imaginó aterrorizada, llorosa y abrazada a su madre. No iba a permitir que siguiera sufriendo todo eso y, por otro lado, ya habían sido suficientes los enfrentamientos y destrozos para las cuentas de un día.
-Mamá -dijo, soltándose del abrazo de Paula-, voy con el Antonio.
-De ninguna de las maneras. Tengo que ver que la quemadura no vaya a desgraciarte la mano.
-No te preocupes, mamá. Namás que está colorá. Vengo de aquí a ná.
Paula soltó el brazo de su hijo, de nuevo con la bilis alborotada porque el criado de La Caleta la esperaba a la puerta del corralón, sonriendo con algo parecido a la humildad al verla aproximarse. La insistencia de Elena Viana-Cárdenas James-Grey rayaba en lo maniático. A ver cómo se sacaba ese incordio de encima.
Miguel echó a correr tras su hermano mayor y lo alcanzó cuando daba patadas y empujones furiosos, golpes que se acompasaban con los gritos femeninos de terror que sonaban dentro de la barbería, pero sin que llegara a caer abatido el portalón astillado por la ira de Ricardo; se echó sobre Antonio impulsado por todos sus amores y temores: la progresiva consternación de Paula, el pavor de Angustias, el presentimiento de que el bloque monolítico que era su familia desde que faltaba el padre empezaba a resquebrajarse y la sospecha de que sus placeres adolescentes estaban a punto de esfumarse. Antonio se detuvo ante la acometida, negándose a forcejear con Miguel por temor a causarle daño en la mano quemada.
-Apártate, Migue. Vete pa la casa, que esto es cosa mía
-Piensa en mamá, Antonio, que aunque lo disimule, tienes que darte cuenta de lo mal que lo está pasando. Ahora, lo que hay que solucionar es lo del Ricardo.
Esta mención revolvió aún más lo que bullía dentro del estómago de Antonio, que dijo con tono lúgubre:
-Tienes razón. Me voy a ver si encuentro algún compañero del Sindicato de Parados, que me ayude a averiguar dónde está el Ricardo.
Pero Miguel lo conocía sobradamente. Antonio no desistiría del ataque; iba en busca de refuerzos para que el asalto resultase más eficaz, dado lo sólido que era el portalón. Debía quedarse de guardia para evitarlo. Tratando de inmovilizarse la izquierda con la mano derecha para no sentir tanto dolor, se sentó en el escalón de piedra con la espalda apoyada en el portalón de la barbería. Le asombraba la infinidad de sensaciones desconocidas que experimentaba: inquietud por algo que no era la espera del placer de cada noche, dolor por un abatimiento de Paula del que no recordaba antecedentes, el gozoso peso de Angustias en su pecho multiplicándose minuto a minuto; esta congoja de ahora no había vuelto a sentirla desde lo de su padre, y de eso habían pasado ya casi ocho años, cuando todavía era un niño. Hundió la cabeza en su pecho, conteniendo las ganas de llorar.
Dos pares de ojos le acechaban.
Angustias sentía un nudo en la garganta y escozor en los ojos, conmovida al verlo encogido, de perfil, desde su observatorio de la ventana; intuía que podía contar con él; pero ¿y los demás miembros de su familia?
El falangista escondido en un recodo del muro del convento de la Goleta en la calle Curadero, a unos ciento veinte metros, también lo vio encogerse, plantarse de guardia a la espera de la banda de piojosos que iban a llegar a destruir la barbería. Tenía que avisar a los suyos, aunque a Serafín y los otros dos miembros del grupo no podía localizarlos hasta que terminasen. Iba a tener que ser él quien, en imitación del jefe, recitara los versos de "If" que había que leer antes de una acción, puesto que tenía la precaución de llevar siempre el libro de Rudyard Kipling consigo. Cuando se hubo alejado unos centenares de metros corriendo, empezó a soplar el silbato.
El Hoyo de Esparteros era una placita casi cerrada, de forma triangular, que tenía salida a una sola calle, una especie de recoveco junto a una torre ya desaparecida, que había perdido todo el sentido urbanístico cuando derribaron las murallas de Málaga a principios del siglo XX. La casa de la que Paco había oído hablar se encontraba cerca del vértice del triángulo, en lo que debía de ser la trasera del convento cuya fachada daba a la plaza de Atarazanas.
-Mírala, pegaíta al convento -dijo el Templao-, los curas tienen que ser los dueños.
-Es lo más probable -concordó Paco-. Desde los estropicios de la quema de iglesias del 31, los curas se la tienen jurá a la República. Ahora, después del acojonamiento de Asturias, échale guindas al pavo, y como son los amos de media Málaga...
-Parece que no hubiera nadie dentro -dijo el Templao.
-No te fíes, Guaqui. Aunque anden con bravuconás por la calle, estos fulanos son maestros del disimulo. Está en la esencia misma de su filosofía; la hipocresía que predica la Iglesia al situar el escándalo entre los pecados más graves del escalafón, la practican con entusiasmo estos fascistas, acólitos interesados que los curas no comprenden que son los que más ganas tienen de borrarlos del mapa. Pero eso no quita que imiten a placer sus sistemas refinaos en los dos milenios que los curas llevan engañando al pueblo: ya sabes, esconder la mano después de tirar la piedra. Hay que entrar con cuidaíto.
Sólo había un farol, cuya luz no alcanzaba el fondo de la plaza, de modo que la fachada que se dispusieron a escalar quedaba en penumbra. Al Templao apenas le costó esfuerzo subir, con una pirueta, a uno de los balcones del primer piso, a donde Paco pudo llegar sólo gracias a la ayuda que le prestó desde arriba.
-¡Cualquiera diría que no han estao a punto de matarte de una paliza hace un rato! -murmuró Paco con admiración-. ¿Se nota si hay alguien?
-No se escucha ná. Aquí no pueden tener al Ricardo. ¿Pa qué vamos a entrar?
-Por si encontramos a quien interrogar o, por lo menos, un papel con el que podamos averiguar los locales que tienen.
Consiguieron abrir la encristalada puerta del balcón sin romperla y con sólo un leve chasquido. La habitación, estrecha pero muy larga, era un local de reunión con una mesa grande y catorce sillas alrededor. La puerta que se abría a la galería estaba sólo entornada; salieron sigilosamente y, en el momento en que se asomaron al pretil para tratar de atisbar lo que hubiera abajo en el pequeño patio, se encendió una fuerte luz en la galería y alguien dijo a sus espaldas:
-Ni pestañear, rojos cabrones. Al primer movimiento, os dejo como pajaritos.
El Templao consiguió ver de reojo al que les encañonaba con una pistola antigua, un adolescente aún más joven que él que parecía sentir mucho más miedo que los dos juntos. Pan comido. No pudo evitar que el muchacho disparase al verlo moverse, pero el rodillazo en los genitales hizo que la trayectoria se desviara y la bala impactó en el techo, antes de precipitarse el joven hacia el patio impulsado por la inercia del golpe sin que ni Paco ni el Templao pudieran evitarlo.
-Si hay más fascistas en la casa, van a venir al galope -masculló Paco.
-¿Estará muerto? -el Templao señalaba el cuerpo inmóvil, tendido boca abajo en las grandes y toscas losas de piedra del patio.
Paco notó que pese al temperamento por el que había ganado el apodo, la impresión de haber causado una muerte podía hacerle perder el control.
-No es tanta altura -dijo sin convencimiento-. Vamos abajo, porque si no acuden a la carrera es que no hay nadie más.
La escalera poseía cierto empaque; se dividía en cuerpos que ocupaban tres paredes formando nicho, como en muchas de las casas construidas durante el próspero siglo XIX malagueño, pero los peldaños bordeados por gruesos maderos se deprimían en el centro, a punto de hundirse. La hermosísima ciudad borrada para siempre del mapa por las huestes napoleónicas en 1810, había sido restaurada precariamente por la efímera prosperidad vinícola-textil-acerera decimonónica, y los legendarios edificios de balconadas y grandes y afiligranados voladizos de madera, consumidos por el fuego de los franceses, habían sido sustituídos por construcciones demasiado modestas para ser llamadas palacios, edificadas de prisa y con materiales poco nobles, enmascarado todo bajo el falso lujo del estuco. Esta casa demostraba su precariedad con el envejecimiento prematuro. Paco tropezó en un madero del segundo tramo de escaleras, perdió el equilibro y casi cayó rodando, pero el Templao lo evitó frenándolo con su cuerpo. Cuando recompusieron el equilibrio y reiniciaron el descenso, el muchacho caído en el patio se había incorporado a medias y les apuntaba de nuevo.
-Paco -murmuró el Templao-, haz como que echas a correr pa la derecha.
Paco comprendió y amagó un salto, pero no tuvo tiempo de conjeturar sobre lo que el Templao se proponía, ya que el primer gesto de vacilación del amenazante bastó para que Guaqui cayese sobre él como si pudiera volar; al tomar tierra, el esparto de su alpargata derecha golpeó la cabeza del falangista con un crujido como si se reventase un melón y, ahora sí, murió con el cráneo aplastado. Paco apretó los labios; carecía de sentido reprochar nada al Templao dadas las circunstancias y puesto que había palidecido como un cadáver, pero las muertes no conducían más que a nuevas muertes. No era ése el camino.
-Vamos a revisar los papeles, que estarán ahí.
Señaló una habitación situada en al zaguán, en cuya entrada habían escrito toscamente "secretaría". Tras revisar legajos y libros de contabilidad, Paco exclamó:
-¡Joé, Guaqui, es como un juego infantil! Hablan de centuriones y cohortes, como quien juega a romanos y cartagineses. Están como cabras. Mira, aquí figura una agrupación en el Muro de San Julián, otra por el Paseo de Reding y la jefatura, en la Alameda de Colón. Va a ser una madrugá mu larga. Vete a tu casa a dormir, Guaqui.
Lo veía tan descompuesto por haber causado una muerte, que no serviría de mucho mantenerlo a su lado. Pero Guaqui exclamó:
-¡Como si fuera la primera vez que voy a trabajar al puerto sin pegar ojo!
Tras nuevas protestas de Paco, algo tibias porque no podía realizar las pesquisas solo, reanudaron juntos la busca de Ricardo.
Mañana continuará
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