domingo, 21 de septiembre de 2008

La desbandá. ¿SE ME MUERE EL PERRITO?

Mañana les cuento.

LA DESBANDÁ. Continuación
Mientras, Omar Medina el Chafarino trataba de expresarse de un modo que no angustiase a Mani, pero que le convenciera de adoptar ciertas iniciativas.
-Estás en el centro de un temporal, Mani. Eres el centro y también la fuerza que lo origina, por paradójico que te parezca. Aunque seas tan joven, la vida ha echado sobre tus hombros un peso del que te urge librarte, ¿me comprendes?
Mani no conseguía fijar completamente su atención en las palabras del anciano. Su mente, todavía no despejada del sopor, derivaba de la consternación por los cuatro meses perdidos a la angustia por lo que sus hermanos pudieran estar tramando, porque, evidentemente, no se habían enterado hasta esa tarde de que Serafín era su agresor. Anque difícil de entender, el discurso del Chafarino representaba un consuelo para el bullicio desatado en su cabeza.
-El hermano de Poseidón tuvo también que tirar por la calle de enmedio con los líos de su familia...
Mani consideraba a los dioses marinos del ciego tan quiméricos como el fantasma del muro del convento y sus relegados demonios nocturnos, pero la cuesta abajo por donde se precipitaba su mundo tras la paz que sólo había conocido durante unos pocos años de plácida niñez, se estaba convirtiendo en un abismo absurdo donde cualquier fantasía podía resultar creíble y tan familiar como el perfume de albahaca para quien, igual que para todos los vecinos del barrio, lo sobrenatural era cosa cotidiana y las pasiones desatadas mucho más comprensibles que el juicio bondadoso y sibilino del Dios predicado por las monjas, aquel ser vigilante, ubicuo y remoto que componía poses fotográficas sentado entre nubes. El marengo pareció mirarle conmiserativamente cuando Mani dijo:
-Me da canguelo pensar lo que mis hermanos harán con el que me pegó el tiro.
-¿Todos? Éste que se llama... Paco, parece bastante sensato y capaz de contenerlos... ¿Crees que los demás conseguirán arrastrarlo?
-No lo sé. Son tan diferentes, que no parecen de la misma camá.
-Ocurre en todas las familias, Mani; las camadas de hombres no son uniformes como las de animales; la diversidad es la norma y la uniformidad, la excepción. Además de tres hermanas, Poseidón tiene dos hermanos varones; uno de ellos, el mayor, que se llama Zeus, estuvo a punto de ser devorado por su propio padre, Crono, que ya se había comido a todos sus hijos, porque un oráculo le había anunciado que sería destronado por ellos. Crono sabía de sobra cómo se las gastan algunos hijos, ya que él mismo había estado a punto de matar a su padre y temía, a su vez, que los suyos le asesinasen. Cuando se casó con su hermana, la diosa Cibeles, ella intuyó lo que iba a pasar y en vez de entregarle a Zeus cuando lo parió, le dio un envoltorio que contenía una piedra. Crono era más bien estúpido y se tragó el engaño, o sea, que engulló la piedra. Debido a que tanto en la tierra como el cielo el que a hierro mata a hierro muere, Zeus le dio su merecido: primero, le obligó a tomar un brebaje mágico con el que vomitó vivos a los hijos que había devorado a lo largo de su vida; luego, se alió con los cíclopes para retar a su padre y lo mató.
Mani trataba de ser cortés y fingíacredulidad, porque olvidaba que el Chafarino no podía verle. ¿A qué venía contarle tales fábulas, en un momento tan complicado?
-A pesar de sus diferencias -continuó el Chafarino- y de lo diametralmente opuestos que eran, aquellos hermanos encontraron razones para compaginar sus intereses y el acuerdo de aliarse contra Crono fue la primera revolución verdadera de los oprimidos de la tierra. Libres de la crueldad de su padre, Zeus y sus hermanos Hades y Poseidón se repartieron el mundo. Fueron atribuyéndose parcelas o actividades, de acuerdo con sus características, que eran para todos los gustos. A Poseidón, como era el más joven, no le concedieron mucha importancia y por ello le asignaron el dominio de la mar, ignorantes de que cubre cuatro quintas partes del mundo. Los hombres olvidan sus diferencias cuando identifican a un temible enemigo común, un temor que iguala a la gente más diversa y consigue amalgamar la harina con el metal. Hace pocos días, ha estado a punto de fundarse una república soviética en España y ¿qué hemos visto? Primero, los irreconciliables anarquistas, comunistas y socialistas se alzaron hombro con hombro al grito de "Uníos hermanos proletarios", como si nada les separase, ante la expectativa de que sus sueños utópicos se materializaran. Segundo, los demás, derechas, falangistas y militares, que son como el aceite y el agua, se unieron por el terror al comunismo soviético y se liaron conjuntamente la manta a la cabeza. Y... ya te enterarás en cuanto saltes de la cama, que creo que con tu carácter no vas a aguantar más de unas horas acostado... han corrido ríos de sangre por Madrid y Barcelona y, sobre todo, por Asturias, donde intentaron fundar un soviet revolucionario llegando a fusilar a treinta guardias civiles, y te puedes imaginar las consecuencias terribles de esa locura cuando el ejército mandó a la Legión para aplastar la revuelta con sus dos generales más fieros, Franco y Goded, mientras esos fascistas de inspiración italiana, a quienes los militares no pueden ver ni en pintura, se lanzaban a remachar el aplastamiento con sadismo loco. Armaron el lío socios irreconciliables y lo han aplastado socios que también lo son. Las diferencias entre los humanos son sólo espejismos, Mani. En lo más profundo, tus hermanos sienten de modos muy semejantes, igual que tú; pero sólo tú, que estás en el centro de sus inquietudes, puedes persuadirles de que tal sentimiento común no se convierta en una fuerza que os arrastre colectivamente a la tragedia, ahora que has hecho de Sísifo involuntariamente, al delatar a tu agresor antes de darte cuenta de las consecuencias. Ojalá que la vida no te obligue a llevar eternamente una roca cuesta arriba, como Júpiter condenó a Sísifo. Creo que deberías tratar de levantarte esta misma noche, para...
-¡De ningún modo! -dijo un anciano médico, que se aproximaba renqueando-. Niño, ¿estás consciente? ¿Quién soy yo?
-Usted es don José, el médico.
-Muy bien. ¿Y quién es tu madre?
-Doña Paula Robles del Altozano.
-¿Y qué día es hoy?
-No tengo ni puta idea.
-¡Niño! -exclamó el médico.
-No se lo tome en cuenta -rogó el Chafarino-. Nadie le ha puesto al corriente todavía de datos como ése y tampoco puede estar definitivamentee lúcido tan pronto, después de dormir cuatro meses.
El médico no añadió ningún comentario mientras tomaba la temperatura de Mani y le palpaba el pecho sin parar de exclamar:
-¡Asombroso!
En ese momento, Paula alcanzaba jadeante la verja del hospital, con tiempo de ver que Elena Viana-Cárdenas James-Grey, ayudada por el criado, descendía de su reluciente automóvil, el vehículo particular que mejor conocía la mayoría de la población de Málaga. Se acercó de una zancada, y se plantó ante ella cerrándole el paso:
-Por favor, señora...
-No me llames señora. Tú no tienes por qué...
Paula se mordió el labio. En cierta medida, llamarla "señora" constituía una deslealtad hacia muchos de sus propios postulados. Treinta y nueve años de resolución podían perder significado si se humillaba. Usó un tono firme e imperativo al decir:
-Deje usted de perturbar a mi familia contándole al más chico de mis hijos cosas que él no puede comprender. ¿Le parece divertío meterse en esos berenjenales, es que se aburre usted? ¿Por qué se ha fijao en el Mani y no en uno de los grandes?, porque usted se ha creío que lo puede trajinar...
Paula sentía subir por el esófago una mezcla de ira e indignación que trató de disimular, a causa de la mirada de la monja portera que las observaba a las dos desde el umbral del portalón con más perplejidad que curiosidad, como si se preguntase qué podía tener que dilucidar la miserable madre de una familia barriobajera con la dama más poderosa de la ciudad.
-Sólo quiero ayudaros -alegó Elena.
-¡A buenas horas, mangas verdes!
-Yo no sabía...
-¡Ah!, ¿no? -el tono de Paula era sarcástico.
-Te lo juro, Paula. Para mí ha sido una novedad.
-Qué bien saben mentir los que lo pueden tó. Mentir y estafar a media humanidad. Pero a mí no me la da. No se arrime a mis niños ni que se estuvieran muriendo, si no quiere usted que les cuente la verdad. O sea, toa la verdad, con pelos y señales. Salga usted de nuestras vidas, que mu tranquilamente hemos vivío sin usted, y no le mande más limosnas a mi Mani o le contaré a esa monja chismosa lo que hicieron ustedes y que se entere el mundo entero de la clase de familia que es la suya.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey miró en derredor, como si temiera la cercanía de oídos indiscretos, aunque la monja portera, a unos quince metros de distancia, no podía escuchar a Paula. Tras un momento de turbada indecisión, entró de nuevo en el automóvil y ordenó al criado volver a casa.
Paula notó que se enjugaba una lágrima cuando el coche emprendía la marcha. La hipocresía de gente como los James-Grey era nauseabunda. Echó a correr hacia el interior del hospital; ahora necesitaba más aún abrazar a Mani.
El Chafarino escuchó los besos y exclamaciones de madre e hijo en silencio, haciendo lo posible por eclipsarse. Se alzó de la cama vecina, donde había permanecido sentado, y salió de la sala sin decir nada que pudiera interferir en el intercambio de caricias y confidencias. Volvía a su playa sin conseguir convencer al muchacho de lo gigantesco que era el alud que se precipitaba sobre él; las circunstancias y, seguramente, las convicciones de sus hermanos, habían desarrollado en su espíritu un escepticismo más propio de un desengañado de mediana edad que de un niño. En La Isla, a la puerta del cañizo, meditaría durante la mañana siguiente una estrategia que le sirviera para resultar más convincente y volvería por la tarde al hospital. Ni Paula ni Mani se dieron cuenta de que se había marchado.
Frente a la barbería, Paco, Ricardo, Miguel y Guaqui el Templao se miraban los unos a los otros con una incómoda sensación de inutilidad, mientras los minutos corrían tediosamente. El peligro había pasado, Gustavo el Granaíno estaba libre de la ira de Antonio y, por consiguiente, ¿qué más tenían que hacer cuatro hombres adultos vigilando una puerta cerrada?
-Yo tendría que ir pal currelo -dijo el Templao, rebulléndose por la duda, porque deseaba permanecer a ver si encontraba el modo de convencer a Paco de que le ayudase a ingresar en el partido, pero lo que le pagaban en el taller por cada una de las dos noches semanales era fundamental en los presupuestos de su familia.
-Vete Guaqui -aconsejó Paco-. Aquí no hay ná que hacer y aunque lo hubiera, tú no tienes por qué meterte.
-¿Cómo que no? -protestó el Templao-. El Mani me ha dao motivos de sobra pa que lo considere amigo mío y yo... po mira, Paco, que me gustaría hablar contigo sobre el partido... y tu célula...
-Me parece de perlas -atajó Paco, a quien le incomodaba hablar de tales asuntos ante sus hermanos, ya que ninguno de ellos poseía el carácter adecuado para ser su camarada, salvo Mani, que era un niño-, pero ya tendremos tiempo de eso. Ahora, vete a trabajar, que ya escuchaste lo que te dijo mi madre y a ella no hay que rechistarle. Hasta yo mismo, creo que me voy a la reunión del partido.
-Mamá ha mandao que nos quedemos aquí -reprochó Ricardo.
-Namás me voy por un ratillo, Ricardo, no te preocupes -tranquilizó Paco a su hermano-. Iré a preguntar si hay alguna novedad y a decir que no puedo estar en la reunión, y volveré enseguía. Vamos, Guaqui, que nos coge de paso.
Echaron a andar por la calle Huerto de Monjas, pero al llegar a la esquina de Rosal Blanco, el Templao recordó a su hermana Inma y la promesa que le había hecho a Mani de que ella iría al hospital.
-Tengo muchas ganas de hablar contigo, Paco; pero otro día. ¿Te hace que te invite mañana por la tarde a un blanco?
-Seguro -respondió Paco, que se preguntaba si el Templao merecía ser militante del partido-. Mañana nos tomamos unos blancos y hablamos, ¿vale?.
Inma estaba en su sempiterno asiento del escalón del portal, mirando hacia la embocadura de la calleja como si esperase ver llegar a su hermano. Corrió hacia él. Aunque parecía ansiosa por decirle algo, fue Guaqui quien habló primero:
-El Mani ha despertao, Inma. ¿No quieres darte una vuelta por el hospital?
-¿Ha despertao? Ahora mismito voy pallá. Pero, oye, Guaqui, que el barrio está alborotao, porque han visto que estabais sus hermanos y tú en la puerta del Granaíno y tos se huelen lo que va a pasar.
-No va a pasar ná. Ya no hay peligro.
-Sí pué pasar, Guaqui. Han visto al Serafín saltar la tapia trasera del patio y salir corriendo en busca de los suyos, porque llevaba el uniforme.
El Templao comprendió la magnitud del peligro. Tenía que volver a la barbería.
-Hazme un favor, Inma. Antes de ir pal hospital, acércate por el taller y di que esta noche no puedo trabajar, que me he torcío una mano en el puerto, ¿vale?
Frente a la barbería, a Miguel le reconcomía la ansiedad. A juzgar por la oscuridad que ya había devorado al crepúsculo, iban a sonar las siete y dado que la puerta permanecía cerrada y muda, Angustias no había abandonado ni abandonaría la casa para acudir a la cita ante la sacristía de San Felipe. Necesitaba ansiosamente hablar con ella, para nadar en las líquidas profundidades de sus ojos, y era urgente decirle que él no tenía nada que ver en la pendencia, que estaba allí para protegerla. ¿Y si escudriñaba por la ventana para tratar de llamar su atención?
En el interior de la vivienda tenía lugar un cónclave familiar. Gustavo el Granaíno aleccionaba a su mujer y a su hija:
-Siguen ahí, aunque ya son dos namás. Estar calladas y quietas como muertos, que se crean que no estamos hasta ver la ayuda que consigue el Serafín.
-Es una majaretá armar esta marimorena -argumentó Angustias-, porque no van a hacernos ná, papá, ¿es que no te das cuenta? ¿No ves que vinieron a avisarte?
-Pero mira al guapito -indicó Bernarda, la madre-. Espía por la ventana pa ver lo que hacemos, por si somos capaces de defendernos.
Angustias se mordió fieramente el labio hasta que brotó la sangre. Presentía que Miguel trataba de ver tras los cristales quién había en la habitación en penumbras, antes de decidirse a pronunciar su nombre.
-Y el Serafín se ha llevao la pistola... -lamentó Gustavo.
-Po lo que es yo -proclamó Bernarda mientras iba a la cocina-, no voy a quedarme con los brazos cruzaos pa que ese cafre nos rompa los cristales.
Aferrado a los barrotes de la reja, de la que sólo pendía una maceta de clavellinas, Miguel forzaba la vista intentando descubrir a Angustias tras el cristal, más allá de las minúsculas flores blancas salpicadas de rojo. Sabía que ella no podía escucharle, pero no paraba de murmurar el nombre: "Angustias, Angustias, sal, por favor, que tengo que darte un recao; yo... no sé lo que me pasa desde esta mañana, que creo que me has herío de muerte... y mira qué malbajío, pasar esto ahora que yo he comprendío que no estás en el trono de una procesión sino que eres de carne y hueso. Me voy a morir, Angustias, porque eres todas las angustias de mis entrañas, que ya ves tú que estoy aquí dispuesto a no hacer caso de los míos, porque lo que quiero es protegerte aunque sean mis propios hermanos quienes me claven un puñal en el pecho...". Ella tenía que recibir el mensaje, acudir a aflojar el nudo que se le había formado en el estómago y un poco más arriba, en el costado izquierdo.

Mañana continuará
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