sábado, 6 de septiembre de 2008

LA DESBANDÁ, mi novela más renombrada, GRATIS



Como la editora no me ha pagado todavía mis derechos de cuatro años, sigo publicando mi novela La desbandá, como anticipo de otras tres. Por cierto que la peregrinación en busca de documentos y evidencias, me está conduciendo a descubrir en los cotejos cuestiones sumamente interesantes.
Perdonen ustedes si no soy demasiado diligente en responder sus innumerables mensajes.

Continuación LA DESBANDÁ
Subió resuelto a hacerlo, pero todavía era demasiado temprano para que sus hermanos se hubieran dormido. Faltaba Antonio, que últimamente quería despejar sus dudas amorosas entre dos hermanas, vecinas de la misma calle, y compaginar su pertenencia al Sindicato de los Parados con la militancia en la CNT. Para aclararse, contemplaba en la taberna, durante horas, su nariz reflejada en el espejo de la verdad del fondo de los vasos incontables de vino Cómpeta. Miguel dormía con expresión de beatitud; seguramente habría estado en el huerto de la Virreina con una de sus conquistas. Paco y Ricardo discutían en voz baja; el primero, tratando de quitarle al segundo la religión de la cabeza y éste, intentado con todos los argumentos posibles demostrarle a Paco que Dios existía. Como siempre que la silueta del convento le desvelaba, Mani fingió dormir. Cuando llegó Antonio con los ojos vidriosos y un tufo a moscatel que se olía a la distancia, Paco le recriminó el asalto de tiendas con el Sindicato de los Parados. Antonio señaló hacia el enjuto cuerpo de Mani.
-Mira al niño, Paco. ¿No ves que está escuchimizao?
-Peor será si te meten preso, Antonio. Mamá está en un sinvivir. Y además, el Sindicato de los Parados es una aberración que no lleva a ninguna parte, porque no tenéis posibilidad de negociar con ningún patrón. De la CNT, idem de lo mismo, porque además de locos sin disciplina, son un hatajo de entreguistas.
-Tus opiniones me las paso ya sabes por dónde -respondió Antonio- ¿Qué hacéis los comunistas, eh? Namás que colaborar con esos neocapitalistas del PSOE.
Se durmieron casi a la una. Como Mani presentía que la silueta comenzaba a rondar el balcón, se desnudó completamente y se untó de ajos por todo el cuerpo, menos donde le escocía. Cuando el zumo fue secándose, parecía que le hubieran almidonado la piel. Para su desgracia, sus hermanos poseían un olfato muy selectivo, que si bien aceptaba los efluvios del sudor y los pedos, o el de las chinches y los pies, no toleraba el de los ajos. Repentinamente y por sorpresa, Mani sintió que una furibunda asamblea de cuatro seres mucho más materiales que la monja de la silueta le alzaban como un fardo, le arrojaban a la galería y le mandaban a bañarse.
De noche, el patio se llenaba de monstruos viscosos, salidos ora del retrete colectivo que compartían las treinta y dos familias del corralón y que era frecuente ver inundado de excrementos, ora de los canalones del tejado, por donde se descolgaban sigilosamente para colarse por los postigos del balcón, camuflados entre sombras y confundidos con los claveles y azucenas, flores que aplastaban porque las odiaban a causa del aroma que para ellos era hedor. Ahora, estaban descolgándose a millones por los puntales de hierro de la galería. Mani deseó volver junto a sus hermanos en busca de protección, pero buenos eran ellos; salvo Ricardo, todos se burlarían de sus "niñerías" y era esa palabra la que más le desquiciaba. Reunió coraje para bajar al patio, donde, al tirar de la cuerda del balde del pozo, la polea chirrió, por lo que variosvecinos de las habitaciones de la planta baja le dedicaron una retahíla de maldiciones que agravaron aún más su descomposición.
Los monstruos estaban introduciéndose en las burbujas que formaba el agua y veía un tumulto de seres minúsculos que caían en cascada escaleras abajo. Había alguna luz en el patio, porque el cielo de Málaga era todavía virgen y no existían humos que nublaran el brillo de las estrellas, pero la escalera ascendía por el rincón más oscuro. No se atrevió a subir para volver al dormitorio. Se acurrucó en el marco del postigo del portalón con la esperanza de que llegara pronto cualquiera de los vecinos trasnochadores, en cuya presencia volvería arriba.
El portillo semientornado, abierto lo justo para que él pudiese estar sentado, le permitía sentirse protegido. No había tenido todavía tiempo de olvidar las visiones del patio, cuando sonaron gritos procedentes de la ventana más cercana al portal. La voz estentórea de Concha la Chata gritaba "cabrón, degenerao, hijo de puta, te voy a capar, sinvergüenza" y, de repente, casi le sobrevoló una voluminosa figura negra que corrió calle abajo, mientras Concha continuaba vociferando parada junto a Mani.
Todos los niños sabían que Concha era la prostituta del corralón pero, además de no comprender del todo el significado de la palabra, no podían hablar de ello, porque pronunciar una palabra como "puta" ocasionaba que sus madres les untaran guindilla en los labios. Concha recibía a sus clientes al caer la tarde y se encerraba en su minúscula vivienda del portal, pero la puerta no encajaba bien y los gemidos y los ruidos del somier de flejes producían a Mani un sentimiento del que especulaba sin saber explicárselo. A veces, antes de dormirse, sentía una picazón extraña en las ingles si al acostarse evocaba los rumores de la casa de Concha, pero nunca había reunido valor para comentarlo con sus hermanos.
Al llegar a la esquina la figura negra y soltarse los faldones que sujetaba en torno a su bamboleante barriga, Mani cayó en la cuenta de que se trataba del coadjutor parroquial, aquel don Agapito que veneraba la mitad del barrio y odiaba la otra mitad. Sólo lo había visto en la calle Rosal Blanco cuando acudía a dar extremaunciones; por ello, se preguntó si habría algún vecino a punto de morir. Concha permaneció unos segundos viendo correr al cura, y luego volvió los ojos hacia Mani.
-Chiquillo, ¿qué haces tú aquí a estas horas? -le preguntó, como si no le hubiera visto antes.
Le contó lo de los ajos. Al principio, ella no entendió, puesto que parecía rumiar su mala leche a causa de lo que hubiera ocurrido, por lo que Mani volvió a hablar de la piel almidonada, los hermanos enfurecidos, el baño, el miedo. Por fin, ella comprendió el episodio y se echó a reír a carcajadas contenidas.
-Ven dentro de la habitación, Mani, que me voy a mear de risa.
Cerró la puerta y soltó la carcajada.
-Toma, Mani -Concha le ofreció una caja de lata rebosante de galletas rellenas.
Engulló más de diez en un instante.
-Escucha... Mani -Concha vacilaba-, no le vayas a decir a nadie que has visto a ese fulano salir de aquí, ¿eh?
Le enorgulleció la solicitud de complicidad. Concha le explicó atropelladamente que el cura era pariente suyo y había venido a darle un recado; no pareció muy convencida de su propia fabulación y movió la cabeza en ademán de negativa. Mani notó que le examinaba para convencerse de que no se pondría a largar al día siguiente y, para tranquilizarla, le dijo que ya no era ningún mocoso. Ella se hizo la sorda e interrumpió la frase dándole un trapo para que se limpiara las manos.
-Vas a ver una cosa que no ha visto naide del corralón.
Mani presintió por su tono que se trataba de algo sumamente importante. Concha se valió de una silla para alcanzar una maleta situada encima del ropero, de donde sacó un montoncito de tarjetas parecido a una baraja de cartas. Su expresión era todavía dubitativa cuando puso las fotografías en las manos del niño. Al principio, éste no identificó las figuras ni lo que hacían, pero le fulminó una especie de terremoto interior al revelársele que aquellos contorsionados cuerpos eran los de un hombre y una mujer, él con el pantalón bajado hasta medio muslo y ella con las piernas alzadas entre el fru-frú de la enagua. Lucía completamente una zona oscura, que Mani contemplaba por primera vez en su vida, en medio del retazo de carne pálida que dejaban descubierto el liguero y las medias negras. Había al pie una inscripción realizada con letra cursiva en francés; naturalmente, Mani no sabía francés, pero entendió el sentido general de las frases llenas de exclamaciones, haches aspiradas, signos de admiración y puntos suspensivos. Una vez desvelado el misterio, miró el resto de la colección golosamente. Imperceptible al comienzo, le fue invadiendo una emoción nueva, desconocida, que era muy perturbadora porque tenía plena consciencia de la intensidad con que Concha miraba la protuberancia del pantalón, que estaba seguro de que tenía que ser vergonzante, y se sonrojó. Inesperadamente, ella hizo algo espantoso; mirándole a los ojos, sonrió, puso la mano encima del bulto y comenzó a frotar y apretar. Mani tuvo la sensación de que caía por un precipicio y unos segundos más tarde, creyó que iba a desmayarse por las sacudidas que le bajaban por la espina dorsal y reventó en un delirio insoportable y convulso entre gemidos y jadeos, tras el que supuso que llegaría la muerte. Mientras recuperaba el ritmo normal de la respiración, casi no oyó que Concha le decía:
-Oye, Mani, como le cuentes esto a alguien, el demonio te llevará al infierno, si no es que te rompo yo la jeta a guantazos.
Fue a asegurarle que no hablaría, pero ella prosiguió:
-Voy a acompañarte hasta la galería, pa que no te cagues patas abajo de miedo al subir la escalera.
Cayó en la cuenta de que le había contado lo de los ajos y sus terrores; todo eso resultaba de pronto fuera de lugar y pese al arrebato, comprendió que no era propio de hombres sentir miedo. La miró de frente, esforzándose por disminuir la diferencia de estatura a base de estirarse hacia arriba.
-No te... molestes... Concha -balbuceó-. Puedo subir solo.
Se alejó tan dignamente como pudo, componiendo la figura para que no se le notara el temblor de las pienas. Ya arriba, sintió una clase desconocida de serenidad, pero, en el colchón, aprisionado entre los sudores de sus hermanos y con la convicción de que ahora tenía la silueta del convento razones mucho más poderosas para acercarse al balcón, sintió que había transgredido las directrices de su madre tan monstruosamente, que ni siquiera podía pedir consejo a sus hermanos.
Despertó, como de costumbre, por la llamada de Paula.
-Vístete, Mani, que son casi las siete y tus hermanos estarán esperándote en la plaza de la Constitución pa darte los periódicos.
Tras mojarse los ojos con la punta de los dedos ante la palangana, se puso el pantalón de dril, la camisa de rayas y las alpargatas, y echó a correr escaleras abajo. Dio una ojeada a la puerta de Concha la Chata con un sentimiento que no sabía explicarse y cruzó el postigo de portalón de un salto, yendo a toparse con ocho o diez vecinos, parados ante el portal, que miraban hacia la tapia del convento con espanto.
-¿Veis como yo tenía toa la razón ayer?; tratar de tapar la silueta con cal era currelar en balde -decía Matilde la Colorá pasándose la mano por su melena pelirroja.
-Claro que sí -apoyó Felipe el Carbonero-, como que esa novicia dicen que era hija de una bruja de Canillas del Aceituno, que había hecho junto con ella un pacto con el demonio y tenía que celebrar misas negras en la capilla del convento cuando las demás monjas durmieran. Por eso la emparedaron, porque la pillaron bailando desnuda delante del altar mayor y meándose en un copón. Natural que era una majaretá pintar la mancha, porque saldrá y saldrá por los siglos de los siglos.
Mani miró de reojo la silueta, perfilada de nuevo con toda nitidez sobre la blancura resplandeciente del resto del muro como si no hubieran dado ni un brochazo de cal. Notó de nuevo el escalofrío, pero no quería que nada le distrajese del plan de esa mañana, porque tenía que apresurarse para acabar con los periódicos antes de las diez, a ver si Quini le proporcionaba no sólo el modo de aliviar las estrecheces de su familia, sino, también, el medio para ser admitido por el Templao. Tenía que ingresar en su pandilla y, con suerte, hasta conseguiría que el héroe más aclamado del barrio aceptase con el tiempo convertirlo en su cuñado, porque Inma, la hermana del Templao, era la niña más bonita del vecindario.
A las nueve y medía, aún le faltaba vender casi la mitad de los periódicos; cambió en un café el duro que había ganado la noche anterior, añadió a la calderilla de la venta el precio de los que sobraban y los tiró en una papelera, echando a correr en busca de Quini; lo encontró en la esquina de Carretería con Ollerías, pero no estaba solo, según había deducido de su solicitud de la noche anterior de no hablar con nadie del proyecto; le acompañaba un grupo de chicos más jóvenes que Quini que no formaban parte de la corte del Templao. Sintió frustración.
Al verlo acercarse, Quini lo miró de un modo que le hizo comprender que debía comportarse con disimulo. Hablaban de tesoros.
-La casa está abandoná, lo juro.
-¿Y dónde es? -preguntó uno.
-En una calle mu solitaria de La Caleta -aseguró Quini.
-¿Y quién te ha dicho lo del tesoro? -preguntó otro.
-Naide. Lo sé porque lo sé. Atando cabos.
-¿Qué cabos?
-Los cabos que me salen de los cojones -exclamó Quini-. Los que tengan huevos, que vengan conmigo. Allí hay un tesoro y volveremos ricos.
Cuando se pusieron en marcha le hizo una señal a Mani, que se sumó al grupo sin convicción, suponiendo que el proyecto había sido postergado. Los tesoros le dejaban frío, porque ya había escarbado en no recordaba cuántos lugares, donde, según la creencia popular, habían enterrado los moros, romanos, fenicios, griegos o cartagineses fortunas en joyas y monedas de oro, como en el pie del muro de las Mercedarias que daba al patio del corralón de la Torre, donde vivía el Templao, los arcos del acueducto de San Telmo, bajo los árboles gigantescos de la finca del marqués de Larios, junto a las murallas ciclópeas del castillo de Gibralfaro, y nunca había sacado más que toneladas de tierra y cabreos monumentales que le duraban semanas enteras.
Para llegar a La Caleta, debían atravesar las calles principales de la ciudad, aquéllas que sólo se atrevían a recorrer de noche porque, de día, sentían que su vestimenta ocasionaba miradas suspicaces de los guardias, tenderos y paseantes. Mani, que era el más aseado de todos por trabajar en la zona, notó que les envolvían mohínes aprensivos, porque llenos de remiendos los unos y zarrapastrosos los más, parecían una banda de truhanes. Para despejar la tensión que les dominaba cuando entraron en la calle Larios, Quini propuso jugar al pilla-pilla. Consistía el juego en que uno corriera tras los demás, hasta tocar a otro, a quien transmitía el papel de perseguidor. En la calle Larios se agrupaban los comercios más elegantes y los principales cafés, las mejores tiendas de ultramarinos con sus golosas exposiciones de alimentos exóticos, las oficinas de los bancos, los mejores sastres y modistas y el fotógrafo más famoso de Málaga, pero el local que destacaba sobre todos era el Círdulo Mercantil, con sus sillones de mimbre sacados a la acera, al sol, donde se apoltronaban los viejos empresarios, casi todos en edad de jubilación, ancianos de pieles resecas con pecas importadas del centro de Europa por sus antepasados, cubiertos de sombreros jipi-japa y vestidos de costoso y arrugado lino blanco. Aferraban sus bastones de bambú con puños de marfil como quien gobierna un timón. Despatarrados, alineados los bastones y los zapatos combinados de blanco y marrón, componían una hilera tan regular y uniforme como una formación militar.
Mani había sido agraciado con el papel de perseguidor y corría en pos de otro muchacho, cuando tropezó con uno de los bastones. Mientras se reincorporaba, vio que el tropezón y la caída les había hecho mucha gracia a los ancianos, que reían convulsivamente, sacudido por instante su aburrimiento, y el que más reía era aquél con cuyo bastón había tropezado. Sintió ganas de insultarles, pero intuyó que su lenguaje de barrio podía divertirles aún más, así que, respondiendo a una inspiración, cogió el bastón y golpeó con él en la cabeza del viejo, encajándole hasta las cejas el hermoso sombrero de paja.
-Es que ya no hay respeto -oyó Mani en el griterío que se armó mientras escapaba deprisa junto a todo el grupo-. ¡Nos están avasallando los sin Dios!
Vio que lo de visitar La Caleta iba en serio, porque recorrieron el paseo del parque hacia el paraíso del Levante de la ciudad. Además del enfado por haber tirado los periódicos, sentíase indeciso sobre continuar con ellos o no, porque sabía que si alguna vez hubo tesoros escondidos en Málaga ya habían sido desenterrados durante cualquiera de los centenares de calamidades que, según contaba su hermano Paco, había padecido la ciudad: incontables epidemias de peste y fiebre amarilla que acababan con la mitad de la población, asaltos piratas con quemas de prácticamente todos los edificios, la venta como esclavos de la totalidad de los malagueños en Nápoles por orden de los Reyes Católicos, riadas catastróficas, los fusilamientos de represalia que habían seguido a lo de Torrijos y la pesadilla sangrienta de la noche de los cuchillos largos de Napoleón. Tanto había sufrido la ciudad en sus tres mil años de existencia, que ningún tesoro podía haber permanecido mucho tiempo enterrado sin que el hambre lo desenterrase. Pero tenía que encontrar la oportunidad de convencer a Quini de que le ayudase a lograr, cuanto antes, llegar a su casa y decirle condescendientemente a Antonio que no tenía que asaltar más tiendas. Recorrió el camino con ellos.
La mansión ante la que les condujo Quini no parecía abandonada. La impresionante cantidad de hierro forjado brillaba con una mano de pintura blanca reciente; las contraventanas venecianas estaban libres de polvo y había tres entreabiertas; los cuidados arriates del jardín lucían los macizos multicolores del estallido floral de junio.
-Aquí tiene que haber gente -murmuró Mani.
-¡Qué va! -exclamó Quini-. Los dueños se fueron hace lo menos una semana. Los gachós tienen una casa toavía mejor que ésta en San Sebastián. Se van allí tós los veranos, porque dicen que aquí hace mucha calor.
-Y tú, ¿cómo sabes tó eso? -preguntó uno de los chicos.
-¿Ves aquella casa? -Quini señaló otra mansión, un poco más abajo y al otro lado de la calle-: allí trabaja mi tía de cocinera.
-Pero aquí hay alguien -objetó Mani-. Las ventanas están abiertas.
-No preocuparse -les tranquilizó Quini-. Hay un guarda, pero viene de noche, porque de día trabaja en el puerto, vigilando los barcos de la señora, que tiene más parné que el maharajá de Khapurtala. Las ventanas abiertas son pa ventilar los cuartos.
Saltaron la verja sin dificultad en la esquina más alejada de la entrada y comenzaron a escarbar donde señaló Quini, que se distanció unos minutos y, al volver, hizo una señal a Mani para que le siguiera. Se apartaron de los otros con disimulo; rodearon el caserón y en la parte trasera, Quini indicó un ventanuco abierto, accesible si se encaramaban al macetón de palmitos que había debajo. Primero, Quini ayudó a Mani a subir y luego, éste le aupó tendiéndole los brazos desde el ventanuco. Fueron a dar a un cuartito muy limpio y aromático, que Mani creyó que debía de ser el tesoro prometido por Quini, ya que se encontraba repleto de comida; grandes, inconcebibles cantidades de jamones, bacalaos, mojamas, orzas de lomo y aceitunas, ristras de ajos y ñoras y embutidos que podían nutrir a todos los habitantes del corralón durante un mes, pero Quini empujó a Mani a través de la cocina vecina, y salieron a un salón amueblado de un modo que Mani sólo había visto en el cine Novedades cuando proyectaban películas norteamericanas, muebles dorados, sillas y sofás tapizados de terciopelo azul, alfombras interminables, vitrinas abarrotadas de cacharros de porcelana, bronce y plata, y miniaturas de barcos. Los hermosos cuadros tenían todos en la parte inferior del marco una placa dorada con nombres como Matisse, Rusiñol, Moreno Carbonero, Monet, Sorolla, Benlliure o Muñoz Degrain, pero en todas partes, sobre los muebles, las paredes y hasta colgando del techo, había maquetas de barcos.
Mani se detuvo, maravillado; Quini tuvo que sacudirle para continuar adelante andando de puntillas. Cruzaron otro salón igual de esplendoroso y salieron a un vestíbulo que parecía ser la entrada principal, ya que había una hermosa puerta de cristales emplomados que transparentaba la luz exterior, y allí arrancaba la escalera que conducía al piso superior. Las maravillas abundaban por todos los rincones.

Continuará mañana.

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