jueves, 4 de septiembre de 2008
LEA GRATIS MI NOVELA LA DESBANDÁ
LEA GRATIS LA DESBANDÁ
Amigos lectores,
les ofrezco GRATIS la lectura de los tres primeros folios de mi novela
LA DESBANDÁ.
Como la editora de esta novela lleva cuatro años apropiándose de mis derechos de propiedad intelectual, considero nulos los contratos firmados con ella y consecuentemente ofrezco a mis amigos, GRATIS, la lectura de esta novela de la que van siete u ocho ediciones (que yo no he cobrado).
Más adelante, ofreceré gratis también las otros tres novelas editadas con esta editora.
Que disfrutéis la lectura
LA DESBANDÁ
Luis Melero
Los dos bandos de la Guerra Civil Española
silencian esta inmensa tragedia. ¿Por qué?
Málaga, arada por la muerte
y perseguida entre los precipicios
hasta que las enloquecidas madres
azotaban la piedra con sus recién nacidos.
PABLO NERUDA, España en el corazón
Los hechos relatados aquí sucedieron verdaderamente.
Los personajes y sus circunstancias son ficticios.
Dedicatoria
A los centenares de personas que con su doloroso testimonio
han hecho posible la escritura de esta novela.
I. La quema de júas
Como acababa de cumplir once años, Mani se creía muy mayor para sentir miedo de la silueta del muro del convento, que le desvelaba todas las noches cuando, distraído por los juegos callejeros, olvidaba la resolución de no mirarla nunca si estaba a punto de acostarse. Pero ocurría a diario. Se despedía de los amigos con el tedio de costumbre, porque hallaba a los chicos de su edad demasiado infantiles, y daba una ojeada envidiosa al grupo revoltoso de adolescentes que adulaban al Templao, todos mayores de dieciséis años, y entonces, al mirar más allá de ellos hacia el fondo del callejón sin salida, sus ojos, rebeldes a su voluntad, se clavaban en la silueta.
Tenía que subir las escaleras empeñado en no sentir el escalofrío, pero daba luego vueltas y vueltas en el colchón, sin lograr casi nunca dormirse antes de la madrugada, cuando le vencía el agotamiento puesto que su jornada de trabajo comenzaba a las siete de la mañana. La silueta le obsesionaba la mayoría de las noches y si al rebullirse le despertaba alguno de sus cuatro hermanos con una patada o un gruñido, dado que las dos colchonetas extendidas en el suelo eran insuficientes para los cinco, se arrastraba hasta el balcón para asomar la cabeza entre las macetas de geranios a ver si la silueta se movía junto a los demás fantasmas que recorrían el barrio entre crujidos. Todas las callejas eran estrechas y lóbregas; de día, los desconchones de las paredes de cal creaban dibujos que se confundían con las sombras de las macetas proyectadas por el sol; al caer la noche, las paredes conservaban las huellas de las sombras del día y Mani era incapaz de determinar si veía realidad o la proyección chinesca de una impresión de su memoria.
La historia de la silueta debía de ser muy antigua, varios siglos sin duda; Mani llevaba obsesionado con ella todos los días de su vida desde que tenía memoria. Las mujeres que ayudaban ocasionalmente a su madre, de noche, en el taller de costura, no paraban de cotorrear para que no les venciera el sueño y era el enigma de la silueta con lo que más saliva gastaban.
-Lo que grita la mancha de madrugá, me pone los pelos de punta -decía con tono ronco la más vieja de las costureras, Mercedes la Alpistelá, que además de borracha, tenía fama de nigromante y por ello suponía Mani que no sería de las más impresionables-. No hay una puta ni un bujarrón que grite las porquerías que ella grita.
-Han tratao mil millones de veces de tapar con cal esa mancha -relató Concha la Chata, una vecina del piso bajo del corralón-. Se hartan de dar brochazos y rascar la pared, y nanay; siempre vuelve a salir. Es cosa del demonio, que os lo digo yo.
-Es como si la pared sudara sangre -añadía Matilde la Colorá con un deje de espanto en la voz, mientras se persignaba.
La madre de Mani, Paula Robles del Altozano, apellido que motivaba en el barrio toda clase de conjeturas, alzaba la mirada de la costura hacia sus contertulias y movía la cabeza para impedir que los comentarios asustasen a su hijo.
Hacía varios siglos que el suceso había tenido lugar; una novicia había sido emparedada en ese muro y, desde entonces, su silueta quedó grabada en la pared indeleblemente según decía Paco, uno de los hermanos mayores de Mani, que dedicaba mucho tiempo a leer libros y folletos comunistas. Mani no entendía lo que la palabra "indeleble" significaba, pero menos entendía que alguien hubiera hecho algo tan horrible que mereciera tal castigo. De día, sentía curiosidad por averiguar de qué delito se trataba, pero el escalofrío de cada noche le disuadía de emprender indagaciones.
Inmersa en un claroscuro que contrastaba con la luminosidad de Málaga, la calle se llamaba Rosal Blanco, aunque no tenía ningún rosal y nadie recordaba que alguna vez lo hubiera tenido, un callejón sin salida que acababa en la tapia del convento de monjas, de las que contaban en el barrio historias en susurros, porque no era Mani el único aterrado, ya que todos los que habitaban las ruinas sujetas a sus muros sentían pánico del misterio oculto en su interior. Las historias eran procaces, pues hablaban de jardineros lascivos que habían engendrado hijos innumerables con la comunidad religiosa, niños malqueridos cuyos cuerpos se pudrían bajo la tierra del pequeño huerto monacal sin una lápida ni una cruz que señalara el enterramiento y rindiera homenaje a su recuerdo, sin nombre ni bautismo, muertos por las manos de sus propias comadronas, pero en seguida les asustaba suponerse blasfemos y cambiaban de conversación para hablar de almas condenadas que erraban eternamente sobrevolando los hedores del barrio por haber causado en vida alguna pena a las monjas.
Era 22 de junio de 1934, el sol brillaba esplendoroso, hacía calor y Mani había acabado de vender los periódicos a media mañana; una vez que entregara a su hermano Paco el producto de la venta, dispondría del resto del día para sestear y atiborrarse de almejas en la playa de la Malagueta. Detuvo la carrera al llegar a la esquina de su calle; casi todas las vecinas y muchos de sus hijos, aunque ninguno de los maridos, encalaban las fachadas de las catorce casas que formaban el callejón; sólo entonces recordó que al día siguiente era la noche de san Juan, habría verbena y quemarían los júas que esa misma tarde tendrían que elaborar entre todos los vecinos. Al contrario que el encalado, los júas eran cosas de hombres, pero los mayores encuadraban a los niños en un territorio ambivalente, lo que les obligaba a ayudar tanto a sus madres como a sus padres. Debía aplazar el proyecto playero, porque le esperaba un día agotador.
Dudó si entrar en el callejón. Podía escabullirse, puesto que ni Paula, su madre, ni sus hermanos sabían la hora en que había acabado de vender los periódicos. La quema de júas podía ser la ocasión de acercarse al Templao que llevaba meses acechando; tal vez consiguiera realizar una proeza que deslumbrara al adolescente más popular del barrio y le hiciera olvidar que él era un mocoso, cinco años más joven, que todavía se dejaba atormentar por la silueta del convento. Disponía de toda la tarde para urdir el plan mientras ayudara a Paco a componer el júa, la única de las tradiciones del barrio, junto con el carnaval, que el más culto de sus hermanos secundaba, ya que todas las demás guardaban relación con el catolicismo, el "opio del pueblo" según su definición. Paco hablaba de los júas de manera muy diferente a los demás vecinos; decía que esa tradición tenía su origen en la prehistoria, porque los pueblos primitivos creían que debían exorcizar sus viviendas destruyendo a los malignos espíritus caseros con el recurso de quemar las cosas viejas en el solsticio de verano; aseguraba que Málaga había celebrado la quema de los júas desde hacía más de cuatro mil años, aunque a partir de la llegada de los Reyes Católicos hubieran asignado a los fantoches-demonios domésticos el nombre de Judas, que el habla malagueño había convertido en "júa". El Templao compartía la predilección de Paco por esa fiesta.
Mani decidió sacrificar la excursión a la playa y la siesta con que recuperaba a diario la falta de sueño de la noche, y ayudar a sus hermanos con el júa. A lo largo de la calleja; las vecinas blandían largas cañas con brochas clavadas en el extremo, para alcanzar con la cal las plantas superiores, y armaban una algarabía de bromas y chistes subidos de tono que a nadie escandalizaban.
-A ver si le tapamos de una vez el coño a esa lagarta de novicia -bromeó una de las dos pintoras que se encontraban al final del callejón.
-¿El coño? -dijo la otra-. Lo que le vamos a repellar es la boca, pa que se canse de no poder asustar a naide y se vaya de una vez al putiferio del infierno.
Mani vio con fascinación que las dos mujeres daban insistentes brochazos sobre la silueta del muro del convento; era ésta una novedad que no sabía que tuviera antecedentes; tal vez sentían en el pasado, cuando todavía había rey, temor a transgredir alguna clase de tabú que les impedía plantearse el intento de borrar la silueta. Ahora, acostumbrados por fin a la libertad con tres años de República, harían desaparecer la mancha y acabarían sus obsesiones. Se las prometió felices, porque gracias a la fiesta de júas iba a librarse del terror infantil e ingresaría en la madurez en cuanto consiguiera que el Templao le aceptase en su grupo.
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