viernes, 19 de septiembre de 2008

LA DESBANDÁ.Cree el ladrón que todos son de su condición


Hacer juicios éticos según los refranes es una imbecilidad de gente poco informada. Yo no soy muy culto, pero suelo detestar la filosofía parda de los refranes. Mas en este caso, el del ladrón con clichés, es bastante acertado.
La editora estafadora tiene una amiga diputada por Gerona, a quien le ha dicho que ella me pagó lo que manda la ley y que yo miento. Para demostrar que me pagó solamente 1.800 euros en abril, supuestamente por todos los derechos legales de cuatro novelas de éxito por todo el año 2007, ayer intenté subir en el blog “Que.es” una copia de los ingresos de esa señora en mi cuenta, pero no lo conseguí, porque no supe hacerlo o tal vez por lo tendencioso que es ese diario. Sí conseguí subir la imagen a este blog y puede usted examinarla un poco más abajo.
El informático que solía venir a hacer reparaciones en mi casa, mentaba siglas y programas como si yo supiese de informática, que no tengo ni idea; actuaba el informático igual que el ladrón que considera que todos roban. También los que tienen adiciones creen que todos las tenemos, las que mienten creen que todos mentimos y las que roban creen que los demás también lo hacen.

Con 1.800 euros que me pagó esa estafadora por dos novelas con más de 10.000 ejemplares, una con casi 30.000 y otra con 6.000, he tenido que resistir hasta ahora, que no consigo imaginar cómo he podido hacerlo. Tengo una orden de desahucio del apartamento, vivo por lo tanto como “okupa” y no puedo cuidar adecuadamente mis graves enfermedades. Mientras, la ladrona se gasta mi dinero en turnés por Nueva York

LA DESBANDÁ. Continuación
Elena Viana-Cárdenas James-Grey acechaba junto a la ventana, aguardando con impaciencia expectante, como cada vez que mandaba a Rafael al hospital. Ya no podía tardar, porque faltaba poco para el almuerzo y el mayordomo aún tendría que cambiarse de ropa para servir la mesa. A diario, intentaba racionalizar sus impulsos para identificar el origen verdadero, porque cualquiera de sus familiares que se enterase de lo que estaba intentando calificaría su proceder de "chochez caprichosa" de una mujer que había actuado como un hombre la mayor parte de su vida y que, a los sesenta y siete años, se aburría a causa de la inactividad. Todos, particularmente su hija Rita, que imperaba ahora en la casa relegándola a ella al papel de "reina madre" sin reino efectivo, calificarían de insensantez o antojo senil lo que venía rondándole la cabeza. Por ello, había tenido que obtener la promesa de silencio de Rafael, coaccionándole con la dureza que empleaba antaño para dirigir la naviera.
Eran casi las dos de la tarde cuando lo vio llegar en el coche y, mientras se le acercaba presuroso, frunció los labios al advertir que no sólo traía de vuelta el paquete de esa mañana, sino también el del día anterior, que no había sido abierto.
-No hay manera, doña Elena -dijo el criado entre jadeos, mientras se sacudía con las manos el polvo de las perneras del pantalón-. Dice la monja que la madre del niño no quiere ni ver sus regalos y que ha dao orden de devolverlos.
Elena frunció los labios. La mueca no era completamente de enfado, pues solapaba su admiración. Paula era tozuda, tenaz e imposible de convencer de algo que ella no quisiera convencerse. "De casta le viene al galgo", se dijo. En alta voz, preguntó:
-¿Te han dicho algo de cómo está Manuel?
-Sí, doña Elena. Parece que ayer amaneció sin calentura y ya no le ha vuelto a subir, y no como las otras dos veces, que parecía que sí y luego, po que no. Ahora, dicen que a lo mejor vuelve en sí enseguía.
Elena sonrió. Más con los hermosos ojos violetas que con los labios.
-Entonces, ve otra vez esta tarde, a enterarte de si la mejoría se confirma. Si fuera así, te quedarás de guardia, pa avisarme en cuanto despierte, porque iré a hablar con él antes de que la madre pueda ponerlo en guardia contra mí. Que ya viste cómo se portó el niño cuando fuiste a hablar con ella; el día que pasó por aquí huyó como si yo fuera el diablo, y no estoy dispuesta a que vuelva a hacerlo.

La silueta de la pared estaba difuminándose bajo un torrente de cal teñida de rojo almagra. Le causaba mayor pavor esa catarata rojiza que la silueta misma, de la que había olvidado que le quitaba el sueño en un pasado remoto que pertenecía a una etapa de su vida que había superado ya. Hoy no le desvelaba el miedo a la figura imprecisa de mercurio que siempre amagaba los zarpazos pero nunca llegaba a darlos, que amenazaba pero no hería, que se colaba por los balcones perfumados de albahaca sólo para incordiar; en realidad, nada podía desvelarle salvo la voz que sonaba tan conocida aunque no lograra identificarla. Parecía recitar una salmodia, como quien lee rutinariamente por orden del maestro en una escuela; de vez en cuando, escuchaba otra voz, ésta ronca y aguardientosa como la de los marineros, que debía de pertenecer al maestro. Pero era el alumno quien hablaba sin parar:
-Mani, que como me dijeron las monjas esta mañana que puedes recuperar el sentío de sopetón, po que he venío otra vez porque no quiero perdérmelo. Te juro por mis muertos que me dará un alegrón más grande que el monte Gibralfaro pero es que no tengo más remedio que estar aquí cuando despiertes pa que no vayas a meter la pata.
¿Quién trataba de evitar que metiera la pata y en relación con qué?
-Y mira tú por dónde, que si no hubiera querío venir, resulta que no habría tenío más remedio, porque el Chafarino fue a buscarme al puerto pa que lo trajera; es que ayer se enteró de lo que te había pasao y también se le ha quedao chica la camisa por lo que tú pudieras largar. Está aquí conmigo...
-Creo que te escucha -indicó Omar Medina-; ha puesto el cuerpo en tensión.
La voz aguardientosa también le sonaba conocida. ¿Quién podía ser?
Guaqui el Templao examinó a Mani. En efecto, tal como indicaba el Chafarino se percibía un movimiento en los párpados que nunca había notado en las demás visitas, como si quisiera abrir los ojos. También fruncía la nariz. Y los codos presionaban contra el colchón, como si intentara alzar los hombros. Se preguntó si un ciego podía detectar todos esos detalles y volvió a dudar que el Chafarino fuese realmente ciego.
-Po eso, que el Chafarino también quiere evitar que te vayas de la lengua, porque lo que se puede armar es más malo que el sebo de carro. Imagina, los falangistas están cá día más envalentonaos y cualquiera de los suyos es pa ellos como si fuera la Virgen de Zamarrilla. Supónte tú que tus hermanos van y le meten mano al Serafín, ¿tú qué piensas que harían los falangistas, quedarse achantaos? Nanay de la China, Mani.
-¿Pero no han metío en la cárcel al Serafín? -preguntó Mani, sintiendo que su voz sonaba diferente de como la recordaba.
El Chafarino se estremeció.
-¿Estás consciente? -preguntó.
-¿Es usted el Chafarino? -Mani no conseguía mover los párpados
-Sí, hijo.
-¿Por qué no abres los ojos? -la voz del Templao sonaba ahogada por un sollozo.
Mani sintió una alegría inmensa al comprender que era él, de verdad. El joven más popular del barrio se había convertido en su amigo.
-Lo estoy intentando, pero me duele mucho la luz. Oye, Guaqui, ¿por qué no han metío al Serafín en la cárcel?
-Nadie sabe que fue el Serafín el que te disparó -respondió Guaqui y, al hacerlo, oyó a sus espaldas una áspera exclamación.
Tuvo un sobresalto al volver la cabeza. Antonio, Paco y Miguel se encontraban en la mitad de los doce o catorce pasos que distaba de la puerta la cama de Mani, parados de repente como si les hubieran golpeado en la cabeza. Miguel tenía desorbitados los ojos y por su rictus de dolor parecía que alguien acabara de clavarle un puñal en el pecho; de esa dolorosa manera comprendía que Angustias se había convertido esa mañana, junto a la parada del tranvía, en algo mucho más importante que la posibilidad de un revolcón en el huerto de La Virreina. Paco apretaba los labios como si quisiera ayudarse a pensar con rapidez; desde principios de octubre, y sobre todo desde lo de Asturias, se había desatado triunfal y arrogante la represión contrarrevolucionaria y participar en un escándalo vecinal, con riesgo de ser detenido, sería muy contraproducente para los planes del partido. La expresión de Antonio era como una tormenta un instante antes de descargar el rayo.
-Conténte, Antonio -murmuró Paco-. Lo importante es que el niño se recupere. No le des un susto.
-Sí, tranquilízate -murmuró a su vez Miguel, que sentía que un peso insoportable había sido descargado sobre sus hombros y maquinaba cómo hablar con Angustias mucho antes de la cita ante la sacristía de San Felipe, mientras aferraba el codo de su hermano mayor.
-Ustedes no estáis bien de la cabeza -masculló Antonio, rechazando la mano con que Miguel le contenía-. Quedarse con el niño, que yo voy a un mandao.
-No te muevas, Antonio -ordenó autoritariamente Paco-. En cuanto salgamos del hospital, pensaremos los tres juntos qué hacer, pa que no sea peor el remedio que la enfermedad. Ahora, el niño es lo primero. Disimula.
-¿Qué tiene que disimular? -preguntó Ricardo, que se unía a sus hermanos, tras haberse quedado rezagado en el pasillo para saludar a la madre superiora.
-Tú no te metas, Ricardo -dijo Antonio con tono desabrido-, que esto es cosa de hombres y no de mariconas chupacirios. El niño no ha abierto los ojos toavía, así que como no me ha visto llegar, me largo. Quedarse ustedes y, si pregunta por mí, que ya vendré luego.
-¿Qué pasa, Paco? -insistió Ricardo.
-Que el niño acaba de decir que fue el hijo del Granaíno quien le disparó.
-Po lo que tenemos que hacer -afirmó Ricardo-, es denunciarlo a los guardias.
-¡Una mierda! -exclamó Antonio-. ¿Con la experiencia de lo que pasa, y más desde lo de Asturias, te has creío que la policía va a enchironar a un falangista, aunque sea un asesino de niños? ¡Estás soñando! Yo me largo. Decirle a mamá que estoy de juerga y que no me espere levantá.
-Espera, Antonio -suplicó Miguel, al borde del llanto-. Me voy contigo.
Salieron, Antonio resueltamente y Miguel tras él, trastabillando por la congoja.
-Escucha, Ricardo -dijo Paco al oído de su hermano-, voy a quedarme un ratillo por si el niño se ha dao cuenta de que veníamos, pero tú echa a correr, adelanta al Antonio, cuéntale a mamá lo que pasa y plántate a la puerta de la barbería. Espérame allí, que llegaré en seguía. Si vieras llegar al Antonio antes que yo, manda al Granaíno con cualquier pretexto que eche el cierre...
Ricardo salió deprisa. Paco se acercó al grupo formado por el Templao, el Chafarino y Mani, que retornaba del todo a la realidad a través de los ojos entreabiertos. Paco sintió una punzada de orgullo, porque todos los médicos habían dicho hasta el hartazgo que tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Algo especial debían poseer los Robles del Altozano para que un niño de once años hubiera resistido una perforación de pulmón y una infección que pudo matarlo. Ahora, con menos de cuarenta y ocho horas sin fiebre, su semblante y su aspecto eran los mismos de siempre, salvo por el hecho de que parecía haber crecido un palmo durante los cuatro meses de sopor.
Guaqui el Templao comprendió lo que se avecinaba. A pesar de la preocupación, sintió júbilo; la vida le brindaba una oportunidad doble, devolver a Mani el favor de salvarle la vida y acceder a la estimación de Paco. Se puso de pie diciendo:
-Oye, Mani, que ya que te has despertao por fin, después de tenernos cuatro meses con el alma en vilo, po que me tengo que ir, porque hoy me toca currelar en el taller y sólo había venío por traer al Chafarino.
-¿Cuatro meses? -preguntó Mani, con espanto.
-Sí, chiquillo -respondió el Templao-, menúas vacaciones... y que ná, que me las piro y voy a decirle a mi Inma que se dé una vuelta por aquí, ¿te parece?
La alegría de descubrir al Templao junto a su cama se estaba diluyendo bajo la conmoción saber que había dormido cuatro meses. El estupor era el más notable de sus sentimientos pero no el único, pues la sensación de pérdida ganaba terreno rápidamente. El abrazo y el beso húmedo de lágrimas de Paco le dejaron indiferente.
-Voy a avisar a mamá, Mani -dijo Paco, mientras indicaba por señas al Templao que le esperase-. Volveré a la noche. ¿Usted se queda?
La pregunto iba dirigida al Chafarino.
-Sí. Quería hablar con tu hermano.
-¿Tiene quien le lleve a su casa?
-No me hace falta. Puedo valerme solo, no te preocupes.
-Po condiós. Mani, que no tardo ná; trata de no dormirte antes de que venga el personal del hospital.
Echó a correr escaleras abajo tras el Templao y al pasar ante la monja del atrio le dijo sin detenerse:
-Sor Lucía, que mi hermanillo ha despertao. A ver si pudiera verlo el médico.
Rafael, el criado de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, dio un salto al oír la frase. Puso nerviosamente en marcha el coche y aceleró en dirección a la mansión de La Caleta. Debía conducir con diligencia y rapidez, para avisar a la señora con tiempo de que las cosas ocurrieran tal como ella deseaba, a ver si así dejaba de estar tan gruñona, pues últimamente no había quien la aguantara.
Mientras cruzaba la ciudad el lustroso hispano-suiza negro, Ricardo había conseguido adelantarse a Antonio y Miguel y subió a saltos las escaleras. Entre jadeos, que más eran producto de la agitación que del ahogo de la carrera, le dijo a Paula:
-Mamá, el niño ha despertao, pero se va a armar el follón, porque sin darse cuenta de que nosotros llegábamos, le preguntó al Templao si no habían metío en la cárcel al hijo del Granaíno, que resulta que es el asesino.
-¿El hijo del barbero? ¡No te digo yo! Desde el primer momento me lo olí.
-Po el Antonio viene pacá hecho un brazo de mar y puedes imaginarte lo que va a hacer. El Paco me ha dicho que a ver si consiguieras contenerlo.
-Pero necesito ver al Mani...
-Antes, tenemos que evitar que el Antonio haga una locura.
-Sí, tienes razón. Vamos.
Cuando Paula y Ricardo se pararon frente a la barbería, Antonio doblaba la esquina de la calle Curadero pugnando contra las tarascadas con que Miguel trataba de hacerle retroceder.
-Ricardo -ordenó Paula antes de dirigirse al punto por donde llegaba Antonio-, dile a Gustavo el Granaíno que eche a la clientela y cierre la barbería si no quiere que le metamos fuego por culpa de la joya de hijo que tiene. Díselo con mala cara y a gritos, de manera que no le quepan dudas de que tiene que hacerte caso.
Antonio y Miguel se detuvieron cuando vieron a su madre correr hacia ellos.
-Mamá, vete pa la casa -dijo Antonio con tono gutural y sin mirar directamente a Paula-, que, en situaciones como ésta, es donde le corresponde estar a una señora que es madre familia .
-¿Donde me corresponde estar? -exclamó Paula con expresión airada-. ¿Qué soy, un mueble inútil? A ti sí que te corresponde estar donde yo me sé. Ahora mismito coges el pescante y te vas a tomarte un blanco a la taberna, a mi salud. Ten.
Ofreció a su hijo una moneda de a real.
-Mamá, no me obligues a faltarte al respeto...
-¡Como si no lo hubieras hecho ya millones de veces!
-¡Mamá!
-Sí, me faltas al respeto cá vez que haces oídos sordos a lo que te mando. Da media vuelta y ni te acerques a la barbería.
Antonio se encontraba medio inmovilizado por los brazos de Miguel, que le aferraban desde atrás. Tenía que librarse de Paula, porque la fuerza paralizadora de sus palabras era muy superior al freno que Miguel trataba de imponerle, del que podía zafarse en cuanto lo intentara. Sin mirar a su madre a los ojos, dijo:
-Es bien, mamá, tú ganas. Me voy a dar una vuelta con la Ana.
-Eso -aprobó Paula-. Vete a pelar la pava, pa que esa pobre muchacha se dé cuenta de que su novio es una persona como Dios manda y no un burro picao de avispas.
-Dios ya no existe, mamá.
-¡Serás borrico...! Echa a correr. ¡Hala!
Estimulado por el tono imperioso de la orden, Antonio se libró de los brazos de Miguel y se retiró cabizbajo en dirección al domicilio de su novia, mascullando.
-Migue -ordenó Paula-, aunque el Granaíno haya cerrao el negocio, quédate de guardia con el Ricardo delante de la barbería. No dejéis que Antonio se acerque ni os mováis hasta que yo vuelva del hospital.
En el puente del Guadalmedina se topó de frente con Paco y el Templao.
-¡Mamá!, ¿te ha dicho el Ricardo lo que pasa?
-Sí. Lo he dejao con el Migue en la puerta de la barbería, de guardia. He conseguío que el Antonio se tranquilice y ahora estará con la Ana, pero, por si las moscas, quédate tú también delante de la casa del Granaíno, por lo menos hasta que yo vuelva del hospital. A ti te hará más caso que a ellos.
-Esta noche tenía una reunión importante en el partido -alegó Paco.
-Ve si quieres -dijo Guaqui el Templao-. Yo puedo quedarme por ti; total, por una vez que no vaya a trabajar al taller... yo nunca me escaqueo.
-De eso, nada -discrepó Paula-. No te metas en trifulcas ajenas, Guaqui, ni faltes al trabajo, que bastantes problemas tiene tu pobre madre; y tú, Paco, deja la reunión pa otro día. Lo primero es lo primero.
Paula continuó su camino, convencida de que el peligro de que sus hijos resultasen más perjudicados que vengadores en un enfrentamiento había sido conjurado. Quedaba pendiente el meollo del problema: Serafín no podía salir de rositas tras haber estado a punto de matar a su hijo. ¿Cómo podía hacer que la policía se ocupase del asunto, cómo lograría que el peligro público llamado Serafín fuese detenido, si todo hacía sospechar que los guardias protegían y colaboraban con los miembros del inquietante partido del que formaba parte?
En esos mismos instantes, Elena Viana-Cárdenas James-Grey entraba en el hispano-suiza y mientras Rafael lo ponía en marcha rumbo al hospital, le preguntó:
-¿Estás seguro de que la madre no andaba por allí?
-Sí, doña Elena.
-Pues date prisa, a ver si consigo hablar con él antes de que ella llegue. Porque segurísimo que alguien la habrá avisao ya de que el niño ha despertao y echará a correr pal hospital.


Continuará
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