domingo, 30 de noviembre de 2008
LOS PERGAMINOS CÁTAROS y la estafadora perversa.
Como decía aquel poema, “no entiendo cómo se aguanta a sí misma esa ignorante perversa” Es defraudadora, ladrona, pretenciosa, ignorante e impertinente pero, sobre todo, es perversa.
Su perversión es haberse casado para cubrir apariencias y pasear hijos adultos, presumiendo de madre ejemplar, cuando el marido es un pretencioso que ni pincha ni corta en la cama y el hijo, un disfraz, mientras la “amante” madre y esposa maquilla con ellos las exigentes apariencias sociales de su clase, para no reconocer que su amor real es otra mujer y que tanto la maternidad como el casamiento fueron perversos actos de disimulo. Otra mujer, de la que ella es un batallador caballero andante y con la que se gasta en dispendios y viajes el dinero que a mí me roba. Mientras, a mí me han desahuciado de mi casa y se ha minado definitivamente mi salud.
Tenemos el derecho de amar lo que nos dé la real gana. Pero usar al marido y los hijos como coartada para esconder lo que, en realidad, avergüenza, es perversión. Una perversa ignorante, que además de despiadada e inculta es defraudadora, `porque sus papeles de Hacienda son más falsos que los billetes de tres euros y medio.
Aquí van dos nuevos capítulos de
LOS PERGAMINOS CÁTAROS
Capítulo XIV
PUNTOS EN LA CRUZ
Al caer Miquèu en el jergón, lo venció el cansancio de la agitada jornada a que le había obligado Laurenç y se durmió al instante. Como Ricar se había desvelado por el nerviosismo de la espera, llegó un momento en que el aburrimiento insomne pudo más que la emoción de la caricia, por lo que apartó el brazo de Miquèu posado sobre su pecho, se levantó del jergón y fue acercándose con sigilo a la entiba donde habían atado a Manel, más al fondo de la mina que el recinto donde algunos dormían aunque eran más los que se entregaban al consuelo mutuo con sus parejas.
Obligados por las condiciones del refugio, por su estrechez y las nulas posibilidades de privacidad, habían ido dando de lado a cuanto exigía socialmente la vida cotidiana de los pueblos en que habían nacido. Allí arriba, en el Forat de l’Embut, donde el mundo ordinario era un lugar demasiado remoto y las reglas sociales parecían el argumento de un discurso dominical, el sentido de la propiedad carecía de lógica cuando lo único que poseían de verdad era sus propios cuerpos, sin más biombo para el recato que la ausencia de luz dentro de la cueva. Gracias al órdago de sinceridad impuesto por Marianna en aquella reunión donde reconocieron lo que sentían, Ricar y Miquèu habían vencido sus inhibiciones, pero eso no tenía punto de comparación con el desparpajo de los demás. Nadie disimulaba las efusiones y no se tomaban la molestian de cubrir su desnudez; ni los hombres ni las mujeres lo hacían, en un clima de virginidad y pureza primigenia, como si la existencia de su grupo fuese anterior al sufrimiento, el dolor y la invención del pecado, por lo que habían alcanzado una especie de sobrenatural estado de gracia donde ninguna convención ni prejuicio ataba los sentidos ni mortificaba las conciencias. Los ayes quedos y los suspiros, los jadeos de las galopadas y los delirios del éxtasis sonaban a música celeste.
En la penumbra, Ricar tenía sólo idea aproximada de donde Manel estaba. No sólo sentía curiosidad por sus peripecias y emociones; le fascinaban las circunstancias de su cautiverio troglodita, donde tal vez acudieran monstruos de las entrañas de la tierra para devorarlo, y le intrigaban los motivos que lo hubieran inclinado a volver a pesar del peligro de que los demás guerrilleros quisieran matarlo y lo muy deshonrosa que había sido su huida. Fue aproximándose con cuidado, porque le pareció oír un murmullo. Escondido en un pilar de la entiba, asomó la cabeza poco a poco, porque la oscuridad era total y desde donde sonaba el rumor él debía de resultar visible al contraluz de la ligerísima luz plateada que brillaba hacia fuera. Aguzó el oído a ver si reconocía las voces. Tuvo un sobresalto. Felip conversaba con Manel, hablándose uno al oído del otro.
La escena solamente le asombró al primer instante, pero a continuación se dijo que a lo mejor los había sorprendido en algo que ellos no querrían que se supiera, y de ahí el cuidado con que se comunicaban. ¿Estarían tramando algo peligroso? ¿Debía despertar a Marianna, para advertirle? Mejor esperaba el amanecer y se lo comentaría a Miquèu, a ver qué opinaba. Se retiró tan cuidadosamente como se había acercado y fue a echarse en el jergón con el convencimiento de que le costaría mucho dormir.
Llegado junto a Manel sólo para ofrecerle agua, Felip se había encontrado con un interrogatorio que nunca se le habría ocurrido que fuese posible.
-¿Cómo es sentir que estás dentro de ella, Felip?
Por un instante, dudó si responder. Aunque ahora sufriera tanto, Manel había hecho una de las cosas más despreciables que un hombre podía hacerle a una mujer.
-Igual que volar entre las nubes –dijo al fin-, como el sueño más increíble.
-¿Y estrujar sus pechos con las manos?
Felip se ruborizó.
-Yo nunca lo hice, Manel, ni lo pensé. Me habría parecido un sacrilegio.
-¿Y cabalgar sobre sus muslos?
-Es un galope que te sube al cielo, Manel, y te hace dueño de las estrellas.
-¡Eres tan romántico, que pareces un trovador! ¿No te volvía loco el placer?
-¿Loco? Lo que yo sentía era felicidad y paz.
-Pues yo sí me volví loco sin ni siquiera haber recibido una caricia suya. Y mira en el lío que me metí.
-¿Es verdad que no llegaste a traicionarnos?
-Te lo juro. Esos hombres del romano causan mucho sufrimiento tonto, Felip, porque como no nos comprenden cuando hablamos, todo lo entienden al revés y confunden el culo con las orejas. Para serte sincero de verdad, sí busqué la traición; tenía los huevos a reventar de la rabia porque Marianna no me hiciera caso, pero es que no me dejaron explicarme. Vamos, es que ni pude abrir los morros. La tunda que me dieron, primero los franceses hijos de puta y luego los cruzados que el diablo se folle, es de las que matan a un mulo. Levanta mi camisa por detrás y verás.
Dada la oscuridad, Felip sólo pudo adivinar la gravedad de las heridas.
-Toca los verdugones –le propuso Manel-, y dime si en tu vida has sabido de nada igual.
Felip se pasó la mano por la pernera del calzón, por si la tuviera demasiado sucia, y tocó con cuidado. Eran de verdad aparatosas las cicatrices a medio curar que le cruzaban la espalda.
-¿Te duele?
-Casi nada.
-Espera un poco, ahora vuelvo. Voy a por el tarro donde Bartolomèu conserva las caléndulas. Creo que eso te ayudará a sanar.
Felip volvió a los pocos minutos. Aunque extendió el emplasto con mucho cuidado y gran delicadeza, de nuevo preguntó si le dolía.
-No te preocupes, Felip –la solicitud del muchacho conmovía a Manel, que tenía ganas de llorar recordando la expresión de su hermana Joanna al echarlo de su casa-. En realidad, esa untura no es muy necesaria. Yo soy un pastor, no te olvides, y estoy acostumbrado a lo más jodido. Pero nunca algo ha sido tan duro para mí como volverme ciego por esta mujer. Es que Marianna no es de este mundo, Felip. Es como si combinaras un ángel muy guapo con el diablo más hijo de puta. No es natural que una mujer sepa tanto, y mucho menos siendo tan guapa. Por tanto como sabe, nadie le ha discutido el puesto de capitana. Pero es que además de saber de todas las cosas de los libros, es como si fuera una bruja de ésas que cuentan que viven en las grutas subterráneas de Escunhau. A ti te tiene hipnotizado, al mossen lo ha enloquecido al punto de que ha querido matarse y a mí, ya ves en la que me he metido. ¿Conoces a alguna que pueda tanto?
Felip no sabía qué decir. Curiosamente, que alguien hablara de lo que había en su pecho como si fuese capaz de verle por dentro, aliviaba su desconsuelo por el distanciamiento de Marianna. Dio por terminada la untura, bajó la camisa de Manel, se enjugó la mano en la pernera y tapó el frasco. Volvió a preguntar si las heridas le dolían.
-Peor que el dolor es el picor; lo que significa que las heridas tienen que estar sanando. Mira a donde me llevó la locura de desear a esa mujer. Era tan terrible lo que me hicieron, que aquella noche creí que moriría. En realidad, quería morir, Felip, deseaba con toda mi alma morir; imagina cuánto, que en los bosques del Pla de Beret me descubrí las heridas para que atrajeran a los lobos. Pero puestos a despreciarme, hasta los lobos pasaron de largo. Por un milagro que no comprendo, las alimañas y todo el bosque me respetaron y cuidaron de mí. Si los cálculos no fallan, creo que estuve allí, medio muerto, cerca de una semana. Marianna no tiene ninguna culpa, porque ella jamás me provocó ni me dio esperanzas, pero ella fue la causa.
-¿Todavía sientes lo mismo?
-Ya no tanto, y no sé por qué. ¿Y tú, Felip?
-No te rías de mí, Manel, pero lloro mucho en la cama, en sueños y despierto. Es que, no sé... Yo no creo posible llegar a querer a ninguna como a ella.
-Ni yo. Para decirte la verdad, aunque tengo diez años más que tú... yo sé menos de esas cosas de lo que tú sabes. Tú has tenido mucha suerte.
-¿Suerte, Manel? Han matado a toda mi familia y me han dejado sin nada.
-He querido decir suerte en el amor –se apresuró a decir Manel.
-Eso sí. Ningún muchacho a mi edad ha vivido lo que yo.
-¿Me das otro poco de agua?
Felip fue a llenar de nuevo la jarra de barro y se la acercó a la boca.
-Eres bueno –dijo Manel lamiéndose los labios-. Tanto, que me atrevería a suplicarte que me sueltes.
Aunque tenían mucho que debatir, el amanecer trajo un aviso precipitado de Jusep, guardián de la peña vigía a esa hora. Entró a saltos en la mina y sacudió al primero que encontró en el jergón, Andrèu, que todavía dormía, diciéndole:
-Corre, ven conmigo, no vaya a perderlos de vista.
-¡Déjame dormir, hombre! ¿De qué hablas?
-Con el contraluz del alba, he visto a cinco o seis jinetes que están bajando muy despacio desde el Serrat de la Bastida.
-A estas horas, eso es una locura.
-¡Y tanto! Sabemos lo infame que es el serrat, así que podría ser que acamparan y pasaran la noche allí por lo mal que conocen Aran. Pero también pudiera ser que sepan dónde tienen que buscarnos por el soplo de Manel, y luego de dormir tiritando de frío, ahora vendrían para acá encorajinados y con más ganas de fastidiar que nunca. Venga, Andréu, levántate de una vez, cojones.
-Espera.
-No quiero que se me despisten, por si torcieran para subir al Forat. Venga, date prisa, que yo corro ahora mismo de vuelta a la piedra.
Cuando Andrèu llegó al puesto de vigilancia varios minutos más tarde, Jusep estaba inmóvil como una fiera al acecho. Sin mover el cuello por temor a dejar de verlos, señaló un punto muy lejano del paisaje, hacia abajo.
-¿Los ves? –dijo hablando bajo, como si creyera que los hombres observados podían oírle-. Han terminado de bajar la cuesta del serrat y de aquí a poco los ocultará el bosque. ¿Te acuerdas de que anoche dijo Manel que él había bajado por la Bastida? Avisa a Marianna, no vayan a ser ésos los cómpices que le han pagado. Corre.
Los guerrilleros fueron despertados a gritos y golpes de perol. En cuanto fue informada por Andréu de lo que ocurría, Marianna se alzó de pie sobre su piedra de la bocamina y apresuró al grupo, que todavía no había podido terminar de vestirse:
-A ver… tú Tomèu, que manejas bien el arco, y tú, Marc, que conoces el bosque mejor que los gatos monteses, cabalgad valle abajo lo más apartados que podáis de los senderos. En el caso de que esos seis hombres vengan subiendo, y si se tratara de cruzados del romano, tenéis que conseguir que no os vean, que ni sospechen vuestra presencia, y situaros más abajo que ellos. ¿Podréis hacerlo?
Marc asintió y Tomèu se encogió de hombros. Marianna prosiguió:
-En cuanto los rebaséis, encended un fuego grande, que se pueda ver bien desde todas las revueltas del camino, y apostaros a esperar, a ver si tuviésemos la suerte de que vayan hacia abajo, a inspeccionar de qué se trata. En cuanto los tengáis a tiro y, repito, en el caso de que sean cruzados, atacadlos pero del modo más discreto posible, que no consigan ni intuir dónde os escondéis ni tengan posibilidad de veros, ni puedan heriros. Tampoco vosotros matéis a ninguno, para no darles a los demás una nueva pista; disparadles a los brazos o los muslos. Tal como están las cosas, ahora no nos conviene que muera ningún cruzado más, pero vosotros no os expongáis lo más mínimo, ¿eh? Si vienen para acá siguiendo la información que Manel les ha vendido, no ganaríamos nada, puesto que en tal caso todos nuestros enemigos saben ya dónde estamos. Pero si se acercan por casualidad, porque estén buscando los cadáveres de los que Manel dice que mató, entonces conviene que piensen en otros lugares y que ningún pálpito ni rastro les conduzca hacia aquí. ¿Habéis comprendido los dos? Sólo se trata de que dejen de pensar en subir para acá y que, al ser atacados en ese punto, crean que habéis llegado de más abajo o del Varrados. ¿Lo tenéis todo claro?
Marc y Tomèu respondieron que sí. Prepararon los aperos y los arcos, con lo que sólo tardaron unos pocos minutos, saltaron sobre sus monturas y las espolearon valle abajo.
Junto con Francesc, Marianna se encaramó a la piedra vigía. Los caballos y los seis hombres ya no resultaban visibles, envueltos por las espesuras del bosque.
-¿No pudiste distinguir su ropa, Jusep, a ver si eran azules?
-No, Marianna. Vi nada más las siluetas, recortadas sobre la nieve y el alba. Sólo los tres primeros iban a caballo; los otros conducían sus monturas descabalgados, con más carga de la cuenta.
Marianna asintió a sus propias cavilaciones y dijo tras una pausa:
-Francesc, encarámate a aquel tajo de la izquierda, donde seguramente habrá una visión un poco diferente de la que tenemos aquí. Y tú, Jusep, sin dejar de vigilar valle abajo, no pierdas en ningún momento el contacto visual con Francesc. Permaneced los dos en alerta máxima no sólo con lo que podáis descubrir en el Unhola, sino también entre vosotros, porque tenéis que avisaros y en seguida advertirnos a nosotros de cualquier movimiento que signfique que esos hombres encuentran el camino del Forat. Ahora tenemos que celebrar la asamblea, pero en cuanto termine os mando el relevo.
Puesto que todos estaban despiertos ya, la asamblea comenzó más temprano de lo habitual. Cuando todavía no habían terminado de acomodarse, entre carreras apresuradas en busca de jarros de café, Felip se acercó a Marianna y le dijo:
-Perdóname. Anoche solté a Manel…
-¡Y ha huido! –exclamó Bartolomèu- y por eso vienen los cruzados.
-No corras tanto –replicó Felip-, Bartolomèu. Está ahí dentro, dormido en un jergón que le preparé anoche allí mismo, porque vi sus heridas y dan grima de lo grandes que son. Venía a pediros permiso para que asista a la reunión.
En lugar de responder, Bartolomèu corrió mina adentro. Volvió pocos minutos después.
-Lo he amarrado de nuevo –dijo-, que perdonar al malo es decirle que siga siéndolo.
-No es necesario, Bartolomèu –dijo suavemente Marianna-. Ha tenido toda la noche para escapar. Si no lo ha hecho aprovechando nuestro sueño, menos lo haría ahora, con esta asamblea interpuesta entre él y el mundo, y recuerda que además de ser informados de lo que hicieron ayer el mossen y Miquèu, debemos juzgarlo. Felip, ve a soltarlo de nuevo y tráelo, pero no hace falta que siga con las manos atadas.
Junto con Miquèu, Laurenç había dispuesto ya la entiba que serviría de mesa presidencial. Encima, en el centro, había colocado de pie el rollo nuevo de pergaminos, de manera que nadie pudiera ignorarlo. Una vez acomodados todos, Bartolomèu preguntó en susurros a Marianna:
-¿Con qué empezamos?
-Nos quitaremos de encima lo de Manel. Decidiremos entre todos, por votación, y luego hay que escuchar a Miquèu y Laurenç. Felip, ayuda a Manel a sentarse ahí en el centro, en esa piedra.
Mujeres y hombres miraron con más curiosidad que antipatía al que ya nadie nombraba en el valle sino por el apodo de “Judas”.
-Manel –dijo Marianna, muy seria-, elige a dos para que te defiendan.
-Ella –respondió Manel, señalando a Magdalena- y Felip.
Hubo una corta pausa, hasta que fue cesando el murmullo y el silencio fue completo.
-Tu traición nos ha puesto en peligro de muerte –acusó Marianna-. Nadie en el Forat de l’Embut te dio motivos para el rencor ni la revancha. Tú elegiste ese mal camino porque te salió de la mala entraña.
-Y fue después de agredir y ofender a esta mujer –añadió Bartolomèu, dándose cuenta de que Marianna no iba a mencionar el intento de violación.
De reojo, ella notó que Laurenç apretaba los labios y parecía a punto de saltar. Lo traspasó con la mirada para que se contuviese.
-Corriste para vendernos a quien sólo desea nuestra muerte –siguió Marianna su discurso, sin deseos de evocar la escena-. Dices que no te permitieron cerrar el negocio, pero has reconocido que tú lo pretendías, que deseabas de verdad vendernos. Que no te escucharan, si es cierto que no lo hicieron, no cambia una iniciativa tuya que pudo acabar con nosotros y, según lo que está ocurriendo en estos momentos ahí abajo, todavía no estamos seguro de que no vayan a exterminarnos por tu culpa. En realidad, no estaremos seguros hasta que no vuelvan Marc y Matèu y nos cuenten lo que hay.
Dándose cuenta de que Marianna no iba a extenderse más en la acusación aunque tuviera motivos sobrados para ello, dijo Bartolomèu:
-¿Qué alegas en tu defensa?
-Nada –respondió Manel.
-¿Qué? –se asombraron todos entre cuchicheos.
-Todo lo que habéis dicho es verdad –dijo Manel-. Yo soy un hijo de puta, que sólo merezco que me arranquen el corazón y me follen...
-Te prohibo ese lenguaje, Manel –protestó Laurenç-. Hay señoras. No estás con tus cabras.
Casi todos sonrieron disimuladamente, porque hallaban anacrónico el empeño de Laurenç de imponerles buenas maneras en las circunstancias que vivían. Manel agachó la cabeza. Pareció que una lágrima rebelde quisiera escapársele mejilla abajo. Alzando la mano, Miquèu pidió la palabra:
-Anoche –dijo cuando Marianna asintió con un gesto-, Ricar sorprendió alguna componenda entre estos dos –señaló a Manel y Felip-, y me da que habría que averiguar si no tenemos la traición entre nosotros, mientras el enemigo nos busca para exterminarnos.
Como si hubiera recibido la descarga de un rayo, Manel saltó de su asiento y se arrodilló diciendo:
-Por Dios os juro que Felip vino a consolarme, nada más, coño, que no podía soportar estar colgado de las manos amarradas, como un esclavo. Alivió mi sed y mis heridas. Si tenéis que joder a alguien, matadme a mí; tiradme desde una peña y que los buitres me devoren, pero a él no le hagáis nada. Él es bueno y puro, por Dios y su Santa Madre os suplico que creáis lo que digo.
Arrodillado, Manel lloró desconsoladamente, envuelto por un silencio que se convirtió en solemne de tanto como su pena y su vehemencia les impresionaban.
-¡Dejadlo tranquilo! –exigió Felip gritando con impaciencia.
-¡Niño, cállate –ordenó Bartolomèu-, que nadie te ha dado la palabra todavía! El llanto, cuando haya un muerto.
-Permítele hablar, Bartolomèu –pidió Magdalena-. Manel me ha elegido a mí también como defensora, pero yo soy muy simple y, para peor, no sabría qué decir porque lo conozco poco, y por eso Felip tiene derecho de hablar por los dos.
Felip se ruborizó. No era lo mismo cantar escudado en la guitarra e inspirado por la música que enfrentarse a un auditorio para hablar cuando todos recelaban. Tragó saliva a ver si así deshacía el nudo de su garganta, y dijo:
-Manel se escapó de aquí, enfurruñado y decidido a vendernos. Antes de irse, había hecho una cosa muy mala a Marianna. Se portó como un loco, como una bestia asquerosa. Todo es verdad y por eso merece castigo. Pero él es quien primero pide que lo castiguemos. Hemos hablado anoche... mucho rato y... ¡Os juro que está arrepentido y que podemos fiarnos de él! Si lo escucháis, veréis que no es el mismo salvaje que se fue hace una semana. Si tú, Magdalena, me dejas, yo suplico en tu nombre y el mío que perdonemos a Manel.
Se hizo un silencio expectante, todos los ojos fijos en Marianna, que meditó unos minutos. Cuando habló, pareció que había tenido que luchar arduamente contra sí misma:
-Para el caso de que cuando vuelvan Tomèu y Marc sus informes nos convenzan de que la traición no llegó a consumarse, propongo que sometamos a prueba a Manel. De momento, hay que dejarlo amarrado donde estaba anoche, y se le soltará cuando regresen esos dos sanos y salvos. En tal caso, permanecerá acompañado a todas horas, bajo vigilancia. Nadie le obsequiará ni lo distinguirá con favores, ni se le permitirá ultrapasar la peña vigía. Nadie hablará con él si no es en presencia de su par, que será, si lo aprobáis, el mismo Felip. Que levanten la mano quienes no estén de acuerdo.
Sólo se alzó a medias la de Bartoloméu, que al comprobar que era el único, la bajó en seguida con expresión de azoramiento.
-Pues queda sentenciado –dictaminó Mariana-. Manel puede permanecer en el Forat, pero no volverá a ser uno de los nuestros hasta que no demuestre que lo merece.
-Si no te importa, Marianna –dijo Manel, sin mirarla a la cara, con los ojos humildemente bajos-, te recuerdo que no habéis desliado lo que traje ayer. Por lo menos, descargar al caballo de su peso, que ya son muchas horas...
-De acuerdo –concedió Marianna-. Andrèu y Quicó, descargad el bulto, pero antes atravesadlo con el machete, por si acaso, y no lo desliéis, que ya habrá tiempo más tarde. Ahora, propongo que escuchemos a Miquèu y al mossen.
Laurenç estuvo a punto de protestar de nuevo por el tratamiento, pero Marianna lo detuvo con los ojos y continuó:
-Como sabéis, este par fue ayer a explorar la cascada de Pish y según vemos –señaló el rollo de pergaminos-, tuvieron fortuna. Pero he sabido que partieron mucho antes del alba, y yo misma vi que volvieron a la segunda hora de la noche. Es demasiado tiempo, y por ello necesitamos una explicación que nos convenza. Habla tú primero, Miquèu.
El aludido sufrió un sobresalto.
-¿Qué quieres que te diga, Marianna?
-Detallar lo que tú y Laurenç hicisteis a lo largo del día y desde tan temprano. Cuenta todos vuestros pasos punto por punto y sin olvidar nada.
Miquèu carraspeó.
-El mo... Laurenç me despertó casi a media noche, diciéndome que teníamos que hacer más cosas que ir al Pish. Y yo, como él es quien es, pues me fié, qué queréis que diga.
La manera de expresarse Miquèu consiguió que todos se pusieran en guardia. Notándolo, Laurenç quiso intervenir, pero Marianna volvió a detenerlo con la mirada. Miquèu continuó:
-Pero tuve miedo cuando me explicó lo que pensaba, porque me daba que nos iría mal. Nos apresuramos por el camino tanto como nos permitió la oscuridad, y llegamos a las cercanías de Casau cuando comenzaba a despuntar el alba. Os extrañará que fuésemos a Casau, tan lejos, cuando donde teníamos que ir era a la cascada de Pish, que está mucho más cerca. Y es que el mossen pretende hacer algo que es una locura, pero a él le da que es la única salida que tenemos. Amarramos los caballos en un bosquete y fuimos caminando, casi agachados, hasta el fuerte de la Sainte Croix.
Hubo una exclamación general. Marianna apretó los labios con mirada evasiva y a Bartolomèu se le ensombreció el rostro. Jàn y Ferran, que todavía no se habían recuperado del todo de sus heridas, sonrieron complacidos, como si vieran llegar algo que ansiaran con pasión. Del resto de los hombres, las expresiones eran de perplejidad. Las mujeres, en cambio, tenían esperanza en las miradas.
-¿Os habéis vuelto loco? –reprochó más que preguntó Bartolomèu.
-Si examinamos las condiciones presentes–atajó Laurenç-, no es ninguna locura. ¿Quieres que sigamos defendiéndonos de lo que se avecina sólo con piedras y flechas que apenas sirven? Debemos asaltar el polvorín de Napoleón para tener con que defendernos en igualdad de condiciones. Necesitamos idear triquiñuelas, pero el fuerte de la Sainte Croix puede ser asaltado, porque no estamos hablando de la Bastilla ni del Escorial. Se trata de un fortín modesto, pensado para amedrentar a campesinos con pocas ambiciones. Por estar colgado de la ladera, que como sabéis es casi vertical, sólo tienen verdadera vigilancia en la garita que mira el camino que sube de Vielha; apenas si guardan sus espaldas, porque como ellos no se atreverían a descolgarse por ese bosque tan escarpado, creerán que los demás tampoco nos atrevemos. Pero nosotros somos araneses, ¿no? Yo no mucho, pero casi todos vosotros estáis acostumbrados a moveros por las montañas compitiendo con los rebecos y las cabras. Además, el fuerte está lleno de hombres acobardados a quienes han mandado replegarse, enclaustrados y enroscados sobre sí mismos como caracoles, y nosotros contamos si no con la ayuda, al menos con la comprensión de todos los habitantes de Aran.
-Te olvidas de los cruzados de Dominecci –advirtió Marianna.
-También ellos podrían ser neutralizados si además ideásemos una o varias estratagemas para alejarlos de Vielha –afirmó Laurenç.
-Antes de seguir con esto –interrumpió Marianna-, y antes de que a nadie se le desmande la imaginación con desatinos, debemos votar si la posibilidad, muy remota y pendiente de averiguaciones, de asaltar el fuerte de la Sainte Croix cuenta con el apoyo de la mayoría.
Bartolomèu repartió un guijarro negro y otro blanco a cada uno y pidió que votasen. Una vez realizado el recuento, casi todos los guijarros eran blancos; sólo había dos votos en contra.
Marianna se ensimismó. Era imposible adivinar si rechazaba o aprobaba la idea, porque sus profundas cavilaciones no se empleaban en cálculos de materia sino en inventario de voluntades. Según demostraba su historia, los araneses eran más acomodaticios que rebeldes. Si fuesen pájaros, volarían siempre a favor del viento. ¿Serían capaces de reunir la dosis indispensable de rabia y arrojo como para llevar adelante un proyecto tan peligroso e incierto como el de Laurenç? Intentando sacudirse la cuestión hasta que pudiese abordarla con mejor ánimo, preguntó:
-¿Y qué hay de la cascada de Pish? ¿Cómo hallasteis estos manuscritos?
Laurenç sonrió triunfal, como quien se prepara para la gloria.
-“Quan serey morto, reboun me oun terra sacrosanta. Nautos bé soun nautos, mes s’abaissaran” –recitó el antiguo mossen mirando a Marianna a los ojos-. Dijiste que significa “cuando me muera, enterradme en tierra sacrosanta. Altos, están muy altos, pero ya bajarán”. Todo mi razonamiento os parecerá una especie de fábula de magos y duendes, pero os recomiendo que no olvidéis la realidad que cuenta: los manuscristos están ahí, sobre la tabla, como podéis ver, y Miquèu puede confirmar cuanto voy a contaros, que lo entenderán mejor aquellos de vosotros que tengan imaginación y no sean como santo Tomás. Por los lugares donde aparecieron los demás manuscritos, todos suponíamos que “tierra sacrosanta” tendría que ser una iglesia o un cementerio consagrado. Desde que volví de Vilac con los pergaminos de los romeros, no he parado de cavilar acerca de esa clave, porque no me cuadraba con un pálpito que tuve en el camino, el cual atribuí en aquel momento al cansancio, que pudo engañarme con un espejismo. Con extraña unanimidad, todos llegamos a columbrar que lo que está muy alto y tiene que bajar sería el agua, todas las aguas de Aran manan altas y bajan sin parar Garona adelante, hasta el océano. Es una realidad demasiado patente y muy presente en todos los rincones del valle. Pero el día que regresaba de Vilac por el Varrados a mí se me había quedado impresa en la memoria una sombra, a la izquierda de la cascada, llena de sugerencias. Como volvía solo y no sabía si deseaba sinceramente llegar aquí de nuevo, me entretuve mucho rato dejando volar la imaginación, pues cuanto más miraba la sombra más me sugestionaba. Ayer, cuando bajamos Miquèu y yo, era demasiado temprano y como estaba muy oscuro no pude ni presentir esa sombra por más que traté de volver a verla. Por suerte, cuando veníamos de vuelta después de espiar el fuerte estaba allí de nuevo, más clara aún que la primera vez que la vi. También Miquèu vio el mismo fantasma que yo veía –buscó con los ojos el asentimiento del aludido, que aprobó con una inclinación de cabeza-, un guerrero medieval en guardia junto a la estela del agua, con su yelmo y su armadura y con el brazo izquierdo flexionado como si sostuviera un arma y un escudo. Visto de la cintura para arriba, como un gigante celta, da la impresión de que ocultase a medias la cabeza entre la fronda que crece arriba, casi escondido, acechante, en guardia, pero a pesar de todo visible. Si vais allí cuando el sol alcanza el mediodía, no tendréis que forzaros mucho para descubrirlo. Habiendo sospechado que la clave se refería a personas cuando aseguraba que “ya bajarán”, busqué alguna senda que condujese hacia la parte alta de la cascada y, por lo tanto, del supuesto guerrero de piedra. Fue Miquèu quien encontró la trocha, una vereda en la roca que más parece una escalera. Subimos por ella y pronto nos dimos cuenta de lo que tenía que haber parecido sacrosanto hace seiscientos años; en el canto de la piedra que semeja un escudo, parecía que hubieran grabado tres cruces de brazos iguales, como los bajorrelieves del cuño negro que hay dentro de ese rollo de pergaminos. Pero en realidad no eran cruces que nadie hubiera grabado; se trataba de un efecto óptico, que dejamos de observar algo más tarde, cuando el sol varió un poco su posición. Entonces, me pregunté si lo que había que esperar que bajase de lo más alto no sería el Sol en lugar del agua. Así que le propuse a Miquéu que aguardásemos allí el anochecer, cuando lo que llega más alto de cuanto vemos, el Sol, bajase al punto de desaparecer. ¡Y ocurrió! Cuando las sombras estaban a punto de caer sobre la cascada, justo en la parte más baja del mayor de los dos saltos, fue apareciendo en el claroscuro, abajo, junto a la poza, el mismo fantasma pero sólo la cabeza, con los ojos cerrados y como si estuviese dormido... o muerto. Le pedí a Miquèu que nos apresurásemos antes de quedarnos sin luz, y escalamos con grandes dificultades hasta el punto donde el guerrero que estuviera alto había bajado. Visto de cerca, donde a nadie se le ocurre llegar, no fue difícil descubrir que había un trazo cuadrado demasiado regular para ser obra de la naturaleza o fruto de la casualidad. Bastó que ambos hiciéramos palanca con nuestros cuchillos en las rendijas para que se desprendiera una losa muy gruesa, tras la cual han permanecido ocultos seiscientos años esos manuscritos que veis sobre la tabla.
Todos tenían expresión de asombro. Marianna acariciaba con la yema de los dedos el rollo de pergaminos, deseándolo pero sin decidirse a desliarlos.
-¿No quieres leerlos? –le preguntó Bartolomèu al oído.
-Son muchos. Prefiero repasarlos luego. Ahora es mejor concluir de una vez la asamblea, porque tenemos demasiado que hacer y mucho que reflexionar. ¿Qué nos queda por tratar?
-¿Ver lo que trajo Manel? –apuntó Bartolomèu.
Marianna asintió.
Cuando descubrieron el contenido del voluminoso envoltorio que había viajado en el caballo conducido por Manel, todos parecieron olvidar las penas, las dificultades y cuanto tenían la necesidad de resolver sin demora. Tres cascos con sus plumas, tres trajes azules de cruzados, tres mosquetes, tres espadas y tres lancetas formaban un botín demasiado valioso que a todos les hizo volar la imaginación y creer en mundos ilimitados de posibilidades. Laurenç contempló con entusiasmo y muestras de asentimiento, lo mismo que Miquèu y Bartolomèu, el amontonamiento coronado por los tres cascos rematados con airones de plumas blancas.
Como si rehusara conceder importancia al regalo de Manel, Marianna se puso a leer los pergaminos con mucha concentración junto a la bocamina y así permaneció muchas horas, mirando a cada instante hacia los riscos que había que atravesar para alcanzar el Varrados y también hacia la piedra vigía. Pasaba el tiempo desesperantemente lento sin que volvieran Marc ni Matèu. Cuando ya se acercaba el atardecer, Laurenç decidió interrumpirla.
-¿No te ha alegrado el regalo de Manel?
-Sí y no -respondió Marianna esquivando los ojos del mossen, actitud a la que él no encontraba explicación-. Sí me alegra, porque es un botín valiosísimo que pudiera ser un buen recurso; pero me apena, porque tal recurso pondrá en peligro a algunos de nosotros, según os proponéis, ¿no es así?
-No soy mossen, Marianna, deja el tratamiento. ¿Crees descabellado el asalto de la Sainte Croix?
-Lo que yo opine no cuenta demasiado, ¿no os parece, mossen?, puesto que todos han aprobado la idea.
-No me llames mossen, Marianna. Parece que te regodeas con hacerlo sabiendo que me incomoda. Estoy seguro de que sigues llamándome así para marcar distancias.
-No imaginaba que vos tuvieseis tanta perspicacia.
-Está bien, búrlate y llámame como prefieras y, si te complace, háblame como si fuera tu padre, pero es indispensable que creas en el proyecto, porque si no, de sobra deberías saber que no habrá posibilidad de llevarlo adelante.
-Es que temo que hacerlo pudiera ser como abrir la caja de Pandora. ¿Y si el asalto saliera mal y todo lo que conseguimos es redoblar las iras de los franceses?
-No es propia de tu arrojo esa idea tan pesimista, Marianna. Sabes muy bien que si a lo largo de la historia los hombres se hubieran dejado amilanar por la premonición de la peor de las alternativas, nunca habrían realizado hazañas. Ni Alejandro habría conquistado Asia ni César la Bretaña, ni Colón América. Lo de la Sainte Croix presenta a primera vista demasiados puntos en contra, pero te recuerdo que los franceses disponen en Aran de muy pocos puntos a favor. Si los sumamos y restamos, a lo mejor nuestra cuenta es más favorable que la de ellos. Y además, el regalo que nos ha traido Manel representa miles de puntos para nosotros; es un don llovido del cielo, Marianna, porque esos trajes y esas armas van a convertirse en nuestro caballo de Troya.
-Tened en cuenta que a lo mejor quienes tenemos un caballo de Troya somos nosotros, con Manel ahí dentro, aunque esté amarrado. Marc y Tomèu tardan más de la cuenta.
-Pero tampoco tenemos noticias inquietantes de los extraños que venían, ¿no?
Marianna asintió. Había leído una parte del relato del pergamino, donde un abad al servicio del Papa insultaba gravemente a las mujeres, durante una asamblea celebrada en Tolosa ante el conde Raimundo. Si Laurenç había llegado al convencimiento de que el asalto tenía posibilidades de salir bien, no iba a ser ella la que se acobardara. Todo lo contrario. Maquinaría modos de facilitar el proyecto de y procedimientos con los que complementar astutamente la estrategia, para que no cupiera ninguna duda de que el asalto resultara un éxito memorable.
Tomèu y Marc volvieron cerca de la medianoche por el repecho que conducía al Varrados. Aunque todos se habían acostado ya, pocos dormían y Marianna continuaba obstinadamente apostada junto a la bocamina, esperándolos:
-Lo hemos conseguido –anunció Marc, muy orgulloso-. Esta mañana, hicimos lo que nos mandaste, y sin ser heridos ni matar a ninguno, logramos que nos persiguieran valle abajo, hacia el Garona. Eran cruzados, tal como sospechábamos, e iban con todos sus arreos. Los despistamos cerca de Unha, pero nos pareció que sería bueno rematar el trabajo. Corrimos a través del bosque en paralelo con el Garona y los volvimos a poner pies en fuga por Casarilh. Desde allí, y aunque fue trabajoso evitar pasar por Vielha, no nos ha resultado difícil seguir hasta Arros a fin de volver por el Varrados. Lo malo es…
-¿Qué? –preguntó Marianna, poniéndose de pie impulsada involuntariamente por la alarma.
-Que he matado a uno –respondió Tomèu-. No lo prentendía, le estaba apuntando al brazo, pero en ese momento su caballo se movió y le di al cruzado de lleno en el corazón. ¿Tú crees que se multiplicarán los incendios de granjas por esa causa?
Capítulo XV
PIEDRAS Y AGUA
Cuarta semana de Julio de 1811
El regreso de Tomèu y Marc con la noticia de que otro cruzado había muerto causó un ligero alboroto y ya, durante la mayor parte de la noche, abundaron los corrillos tanto dentro como en el exterior de la mina. La desaparición de cuatro de los despiadados hombres de Guzmán Domenicci en un par de días, modificaba sus cálculos y conjeturas. Fueron mayoría los que se desvelaron y se escuchaban por todo el Forat de l’Embut opiniones encontradas. Circularon unas pocas expresiones de temor por el nuevo peligro que podían verse obligados a afrontar, pero muchas más exclamaciones de entusiasmo por la convicción creciente de que la revancha era posible.
La muerte de otro cruzado sólo añadió preocupación a la que ya pesaba en el ánimo de Marianna. Los demás eran demasiado felices anticipando que con el asalto al fuerte de la Sainte Croix podrían resacirse por las granjas que los franceses habían quemado, por los azotes y torturas, por los animales que a todos ellos les habían robado y por los parientes que algunos habían perdido. El dolor no era posible aliviarlo, pero podía ser vengado. La idea de enfrentarse a los soldados de Napoleón en su propio terreno resultaba tan desorbitada, que haber tomado la decisión de llevarla a cabo les inspiraba, sobre todo, excitación e impaciencia.
Las mujeres notaron que Marianna se negaba a depositar toda la responsabilidad en manos de los hombres, pero procurando que ellos no se dieran cuenta, y por tal razón no lo comentaban ni siquiera entre sí. Intuían que ella no quería que el éxito o el fracaso del asalto fuese atribuido completamente a Laurenç, como si existiera una pugna soterrada entre ellos y, al mismo tiempo, el deseo de evitar que se sumaran más pérdidas a las muchas que él había experimentado en los últimos meses. Desde la prebenda de una parroquia vitalicia hasta el título de mossen, lo había perdido todo, y se daba el caso de que, últimamente, en muchos momentos ni siquiera caían en la cuenta de su antigua condición sacerdotal, porque le había crecido el pelo de la coronilla ocultando del todo la tonsura.
Ninguna se extrañó cuando fueron convocadas por la mañana para una reunión de mujeres solas, de la que sólo fue exonerada Teresa, dedicada noche y día al cuidado de su niño.
Para que no hubiera dudas de que lo que hablaran no iba a ser espiado por ningún hombre, Marianna eligió el punto de reunión más visible, el centro de la pequeña meseta desde donde se accedía a la bocamina. Como el corro de las ocho mujeres, formando un círculo, podía vigilar en todas las direcciones para que los hombres no se acercaran a menos de diez varas tal como Marianna había exigido, no era necesario establecer vigilancia ni que ninguna de las ocho dejara de oír una sola de las palabras que iban a pronunciarse. Que fueron muchas. Discutieron poco, puesto que todas aceptaban las opiniones de Marianna como incuestionables, pero preguntaron muchísimo.
En cuanto acabó la reunión, siete casadas exigieron a sus esposos realizar una excursión al valle, sin más explicaciones. Hicieron los preparativos y a media tarde fueron saliendo por parejas con el propósito de llegar a sus destinos de noche y, cuando se aprontaba la última, la formada por Bartolomèu y su mujer, Marianna halló que los nervios iban a poder con ella. Siempre había organizado expediciones con pares que, salvo excepciones puntuales, no eran parientes entre sí para no correr el riesgo de que fuese doble el dolor de ninguna familia si eran apresados, y ahora había tenido que consentirlo con todos los pares.
Los siete matrimonios tendrían que exponerse a peligros mayores de lo habitual para conseguir cuanto iban a necesitar y hacer las visitas indicadas, y en las circunstancias presentes la muerte o el apresamiento de una de las parejas significaría, además de un nuevo dolor, un jarro de agua helada sobre las renovadas esperanzas. Buscó el monedero que le había quitado al francés que mató el día que comenzó su vida de fugitiva; conservaba las cinco monedas de oro y la cédula, una recomendación personal firmada por un tal general Woïllemont. Le dio las monedas a Bartolomèu para las compras, y le pidió que le trajese de Vielha papel y recado de escribir. Probaría a ver si era capaz de falsificar una cédula francesa.
Cuando perdió de vista el último caballo, distribuyó las labores que habrían de realizar al día siguiente quienes quedaban en el Forat y asignó tareas nuevas, algunas insólitas y sorprendentes, ante las que hubo algún conato de protesta que ella abortó con una de sus miradas de hierro.
Más por serenarse, y aguantar con calma la larga noche de espera, que por proseguir las averiguaciones sobre el tesoro de los cátaros, se sentó en la piedra de costumbre y extendió los pergaminos.
Eran múltiples las formas de expresarse y se notaba que habían sido redactados en épocas diferentes. Según conseguía deducir, y si estaba interpretando correctamente los textos caligrafiados por varias manos, estos escritos no habían sido escondidos como resultado de una atrocidad sufrida por los cátaros, lo que había sido el móvil de todos los ya descubiertos. Más parecía que el ocultarlos en esta ocasión se debiera a la cautela ante un peligro presentido, como quien pone a salvo un archivo patrimonial sumamente importante al sospechar que se avecina una batalla en la que podría perderse.
Narraba el primer pergamino una escena que le gustaría que el mossen estuviese leyendo con ella, para que aprendiera. Una tal Blanche de Laurac redactaba la crónica de una reunión mantenida entre católicos y cátaros, en circunstancias que no incluían todavía matanzas ni torturas.
“Yo, Blanche de Laurac, señora de Roquefort, doy fe de que nosotros, los puros, no aspiramos a nada que no sea la Verdad. Los enviados de Roma, esa Babilonia madre de la fornicación y la abominación, nos retaron a los revestidos para un debate donde ellos esperaban demostrar nuestro error y confirmar su supuesta verdad superior. El debate se prolongó varios días bajo un sol inclemente, y nuestras voces suplantaron en patios de armas, claustros e iglesias los cantos de los trovadores y la música de los laúdes. Nominadas las personas que debatirían en cada lugar, fueron abiertas las puertas de las ciudades y de todos los rincones del Languedoc llegaron laicos y jayanes a escucharnos y determinar con sus asentimientos quiénes éramos bendecidos por la Luz y quiénes se habían aliado con las penumbras del Mal.
Contra la prohibición oscurantista de la Babilonia romana, nosotros, los puros, leemos habitualmente el Nuevo Testamento en nuestra propia lengua, y de ahí extraemos para aplicarlo a nuestras vidas el ejemplo de la sencillez y la abnegación, porque a nuestro entender la única fe verdadera es la que emana de la santidad sencilla y sin boato de los apóstoles de Nuestro Señor. La Babilonia fornicadora de los romanos pretende usurpar, apoderarse y corromper un mensaje honrado, lo que es prueba de que ellos están bajo el poder del Maligno. Por ello, prohiben a la gente común leer los Evangelios en la lengua en que pueden entenderlos, para que el pueblo no les acuse de ladrones, avaros y adoradores de becerros de oro. Son esos eclesiásticos oscurantistas, los que escamotean al pueblo el conocimiento directo y personal de la Verdad, quienes ahora nos desafían a contrastar nuestros respectivos entendimientos de la Revelación.
Ellos dicen ser responsables y guardianes de la cultura europea. Pero nosotros afirmamos que la cultura europea ha asimilado en buena medida el mensaje de Jesús a pesar de ellos, a pesar de la orgía de oro, cicuta y sangre de la Babilonia romana.
El tirano de esa Babilonia dice ser el vicario personal de Jesús, y nosotros consideramos su afirmación una blasfemia. Creer que Jesús bendice y aprueba que el tirano de Roma permita, consienta y aliente tantas matanzas y traiciones, tantas profanaciones y violaciones, tanto sufrimiento, tanta sangre derramada en la conquista de los bienes terrenales es en nuestra opinión la peor de las perversidades. Jesús es la Luz y la Verdad y lo único que el tirano de Roma representa es la oscuridad cenagosa del Mal.
Creemos en la Verdad revelada. Dios no puede amparar el Mal, que no es su obra, sino la del Maligno. Nos ampara la Luz que hemos de alcanzar, y por tal razón hemos dejado de escondernos y disimular. Ya nadie esconde su fe en el Languedoc. De Tolosa a Carcasona, de Montsegur a Beziers, todos hemos desdeñado las simulaciones para reconocer públicamente nuestra fe; así, tanto mi esposo, el señor de Roquefort, como el conde de Tolosa, el vizconde de Trencavel, el conde de Foix y hasta el rey de Aragón hemos desnudado nuestros corazones para abrazar la fe verdadera y no corrompida de Jesús.
Por ello, porque temen la multiplicación de los puros, la pérdida de su poder de extorsión oscurantista en los palacios y la extensión a toda Europa de la verdad sencilla, luminosa y pura de Jesús, nos retan ahora los esbirros de la Babilonia romana.
Nos desafían a medir la virtud de nuestras creencias, como si ellos conservaran alguna virtud. Nos retan a contrastar la grandeza de nuestra Verdad, como si la suya alcanzara el tamaño, siquiera, de una moneda del oro que tanto adoran. Nos desafían en pública exhibición de nuestro testimonio, como si el suyo fuese algo más que ambición desmedida de los bienes terrenales.
Hace muchos años, varias generaciones ya, que todos los puros vivimos de acuerdo con los hechos de los apóstoles. Nadie entre nosotros podría ser acusado de haber envidiado jamás las posesiones de otro. Nadie entre nosotros podría ser acusado de ostentación de bienes. Nadie entre nosotros vive de modo que no observe a cada paso y en cada hora los mandatos de Jesús.
En el debate celebrado esta mañana ante un público más numeroso que nunca, me alcé para proclamar esas verdades que nadie puede negar. Un insolente y perverso eclesiástico, de quien he sabido que oculta hijos bastardos de distintas meretrices en siete parroquias romanas, se levantó iracundo, indignado porque una mujer osara debatir con él. Con voz de hiena y baba de hiel, me dijo: “Volved a vuestra rueca, señora, que son las labores del hogar vuestro mandato cristiano y vuestra obligación. Vuestro lugar no está en una reunión profunda e inteligente como ésta”.
Marianna sonrió con menos amargura que ironía. Le apasionaba la personalidad de esa tal Blanche de Laurac y deseaba continuar leyendo, pero apenas quedaba luz y admitió por fin que estaba cansada y necesitaba acostarse. Ella no se dio cuenta, pero sí Teresa, a quien su hijo despertaba puntualmente cada dos horas para tomar el pecho: el sueño de Marianna fue muy agitado toda la noche, como si soñase con calamidades.
En cuanto aclaró el día, anticipando la luz del sol los destellos de los picos nevados, Marianna volvió a sentarse en su piedra para tratar de abstraerse con la lectura del relato de la señora de Roquefort. De acuerdo con lo acordado, los siete matrimonios tenían que empezar a regresar sin tardar mucho, par a par y procedentes de toda la longitud del valle.
Jàn, Ricar y Miquèu desayunaron de prisa y se pusieron a restaurar y acondicionar la ropa de los cruzados. Laurenç, Francesc, Marc, Jusep y Ton encendieron una hoguera grande sobre la que situaron las piedras más planas que hallaron en los alrededores, y a continuación fueron al bosque, a recolectar varas para elaborar nuevos arcos y aumentar las reservas de flechas.
Marianna buscó con la mirada a Felip, a quien había encomendado la tarde anterior, para esa mañana, la tarea de reparar y adornar la tartana de la parroquia de Tredòs, donde ella había trasladado a un Laurenç casi moribundo. El muchacho parecía remolonear en su lecho, pero como si fuese un pájaro que cantara al amanecer, dentro de la cueva comenzó a sonar su voz, tal como solía hacer todo el día. Ahora entonaba un canto muy alegre, supuso Marianna que para distraer al hijo de Jàn y Teresa y consolar el ostracismo en que la totalidad del grupo había exiliado a Manel. La música del muchacho había llegado a ser tan cotidiana, que en el momento que calló pareció que el aire se hubiera detenido. Mariana notó de reojo que se le acercaba y se ponía casi en cuclillas para decirle muy bajo.
-Discúlpame, Marianna. Yo soy muy burro y no voy a saber reformar la tartana solo; eso es demasiado difícil para mí. ¿No podría ayudarme Manel?
Alzó la mirada de los manuscritos para observar la cara de Felip. Habiendo sido uno de los que peor había encajado la agresión que ella sufriera por la pasión de Manel, ahora resultaba paradójico que se hubiera convertido en su principal valedor. Manel permanecía bajo sospecha, sometido a vigilancia por los guerrilleros, convencidos de que en el momento más imprevisto podía volver a tener uno de sus peligrosos arranques. Recelaban de la aparación de ese estallido en las circunstancias más inconvenientes, pero en los ojos inocentes de Felip sólo había ternura.
-Antes de que empieces el arreglo de la tartana, quiero hacerte una proposición.
Radiante por el convencimiento de que la frase, por sí misma, indicaba un grado especial de intimidad, Felip sonrió a los ojos de Marianna y asintió. Ella le indicó que se acercase más y le habló largamente al oído, atenta a que nadie sospechase lo que le decía. En los primeros momentos, Felip compuso expresiones muy sombrías y mohínes parecidos a un puchero infantil; pero Marianna insistió en la propuesta y se extendió muy prolijamente en los argumentos. Él alternaba risitas nerviosas con conatos de llanto, pero ella permanecía seria, muy concentrada para encontrar argumentos convincentes que vencieran la resistencia contra los convencionalismos y las inseguridades adolescentes. Poco a poco, el joven trovador fue aflojando sus negativas y apeándose del rechazo inicial.
Cuando le pareció que estaba a punto de aceptar, Marianna le echó el brazo por los hombros, lo atrajo aún más cerca, le dio un beso en la mejilla y continuó hablándole un par de minutos más. Por último, con la cara encendida de rubor, Felip pronunció un sonoro “sí”.
-Pero no se lo digas a nadie –le advirtió Marianna-. Sólo pueden enterarse en el último momento, cuando les daremos la sorpresa. ¿De acuerdo?
-Sí, Marianna. Ahora, ¿puedo decirle a Manel que venga conmigo a preparar la tartana?
-¿Me prometes que no vas a perderlo de vista?
-Te lo prometo.
-Pues adelante. Pero no le consientas ni una sombra de cosas extrañas.
Sin esperar más, Felip volvió al interior de la cueva y resurgió al instante, acompañado de Manel, que con semblante muy serio y pálido saludó a Marianna sólo con una inclinación de cabeza. Renqueaba un poco, pero parecía casi restablecido. Con algo de ironía, Marianna se preguntó si el modo forzado de cerrar la boca con un rictus de seriedad se debería a su nueva timidez o a la vergüenza de exhibir las melladuras que le habían causado en Vielha. Él y Felip se dirigieron al recoveco donde la tartana había permanecido dos meses; engancharon uno de los caballos, un fuerte percherón aranés, y la llevaron junto al lago, en un punto donde Marianna los perdió de vista. Volvió a bajar los ojos al manuscrito.
Además del relato del encuentro donde fuera insultada, Blanche de Laurac no había escrito más que unas anotaciones al margen de listas muy extensas de nombres de mujer. Se trataba de varios grupos escolares, organizados por distintas perfectas revestidas para la formación de aspirantes femeninas. Junto a cada nombre había anotaciones, algunas de ellas con la misma letra picuda que caracterizaba los textos de Blanche, de lo que dedujo Marianna que debió de tratarse de una mujer influyente entre los cátaros. Una de las anotaciones señaba un nombre y decía “Quiere imitar a los hombres y salir con otra perfecta a los campos, a dar testimonio; mas el principal testimonio que debemos dar las puras y perfectas puede ofrecerse en el ámbito doméstico”.
Otro documento que llamó la atención de Marianna era un informe redactado por una perfecta llamada Anna de Castres, precedido de lo que parecía una declaración de principios.
“El Dios que los puros reconocemos es Luz y gobierna en el mundo invisible y espiritual. Dios, tal como los puros lo reconocemos, no tiene interés alguno en lo material, no le preocupa con quién se practica el sexo, hombre o mujer, esposo o juglar, y no ha establecido jamás, por consiguiente, ningún sacramento llamado “matrimonio”. El sexo, como toda la materia, vive en las sombras creadas por el Maligno, igual que estos cuerpos desventurados obligados a penar hasta que la muerte los conduzca a la Luz. Corresponde a cada individuo, mujer u hombre, la decisión de renunciar a lo material y abrazar la abnegación y la generosidad como modo de vida, abnegación y generosidad que abarca a todas las posesiones materiales incluido el propio cuerpo, cuya existencia es efímera. Ningún órgano de ese cuerpo es nada más que materia, por lo que debe ser compartido, ofrecido, gozado y sufrido en comunidad. En el único lugar del cuerpo mortal donde la Luz divina confluye tratando de penetrar las sombras es el corazón. En el corazon espiritual, no en el material, se encuentran el Bien y el Mal en lucha permanente. A través del corazón podemos los hombres y mujeres sentir el destello angelical de cuando nuestros espíritus nacieron en el bien, antes de la perversión de la materia, y es en él donde esperamos la liberación de la carne mortal, para el viaje último y definitivo hacia la Luz.
Marianna tragó saliva, porque el texto podría haber sido redactado por uno de los refugiados del Forat de l’Embut, transformado en un religioso medieval capaz de volar a través del tiempo… si supiera escribir; el mismo entendimiento de la carne y el sexo libre de pecado, la misma veneración por lo que de veras importaba, los sentimientos.
Dio una ojeada alrededor. Iban pasando las horas y los siete pares no llegaban. Trató de aliviar su nerviosismo y sonrió mientras revivía en su mente lo que había ido ocurriendo desde el “rapto de las sabinas”. Los primeros dos días tras la llegada de las mujeres, y a pesar de la ansiedad con que se reencontraron las parejas, todos fueron tan discretos como se lo permitían la estrechez y el hacinamiento de la cueva. Pero a partir del tercero, ninguno se recataba lo más mínimo ni contenía la voz cuando el delirio, el júbilo y el placer le impulsaban a gritar.
No sabía de ninguno, hombre o mujer, que se hubiera “compartido” con los demás, pero el hecho en sí no era relevante. Habían vencido el más perverso de los convencionalismos sociales, la hipocresía, retornando a la pureza de los Primeros Padres antes de morder el fruto prohibido; ni en el interior de la mina ni fuera quedaban rastros de fariseismo social; ninguno fingía ni blasonaba del recato que imponía la sociedad como condición para la convivencia. Tras la leve y corta conmoción del primer momentol, nadie recriminaba ya con un gesto o una mirada aviesa el amor de Ricar y Miquèu.
Si salían con bien, si encontraban el tesoro cátaro y tenían futuro, estaba convencida de que no podrían separarse jamás. Ninguno traicionaría el grupo ni le daría de lado, porque no conseguiría encontrar en ningún lugar otra gente con la que pudiera sentirse en comunión tan perfecta.
El informe de Anna de Castres relataba unos hechos que, según se desprendía del texto, le habían sido confiados por alguien del “bando contrario”, aunque no se extendía en ello ni citaba nombre. Un católico, probablemente un eclesiástico, le hablaba de cartas firmadas por Inocencio III, varios años antes de ordenar las matanzas. En esas cartas, el Papa de Roma prometía al rey franco, Felipe, todo el Languedoc a cambio de que reclutase un gran ejército para arrasar el país de los cátaros. Felipe había rechazado el ofrecimiento en varias ocasiones, porque se encontraba en guerra casi permanente con Inglaterra pero, además, parecía que al rey de los francos le molestaba sobremanera recibir las arrogantes órdenes papales. Tras resumir el contenido de algunas de esas cartas, que parecía haber podido examinar personalmente, Anna escribía de su cosecha:
“Creo que los puros deberíamos recordar a todas horas que tenemos enemigos demasiado poderosos, que desean afanosa y tesoneramente nuestra desaparición. Aunque no forma parte de nuestras costumbres ni de nuestras creencias defender, anhelar ni proteger lo material, debemos estar alertas para que no arrasen nuestra fe.
Como resultado de la lectura de los resúmenes de esas cartas en su conjunto, Marianna comprendió que sin el exterminio ordenado años más tarde por Inocencio III, el mapa de Europa podía ser muy diferente. Sin apoderarse del Languedoc, que era un feudo amistoso y consentido del reino de Aragón, Francia nunca habría existido, porque los libérrimos tolosanos detestaban la férrea y despiadada manera que tenían los francos de gobernar e imponer su lengua y sus costumbres; el Languedoc compartía cultura, sentimientos y lengua con sus parientes del sur de los Pirineos y no creía tener nada en común con el pueblo surgido como una tormenta en la Isla de Francia. Marianna se convenció de que los cátaros habían sido exterminados por intereses políticos más que por cuestiones religiosas.
Iba a llegar el mediodía y ninguno de los siete matrimonios había regresado. Marianna sentía la espalda agarrotada por la tensión. Con que sólo uno de los pares fuese apresado por los cruzados, toda la trama se les vendría abajo, porque no era lo mismo para un hombre resistir la tortura solo que aguantar el dolor y la sangre viendo a su esposa mancillada, que era lo que murmuraban que los cruzados hacían en las granjas para forzar las confesiones. Si un matrimonio era apresado, tendrían que desechar el proyecto de asalto. Murmuró una oración, invocando la vuelta de las siete parejas sanas y salvas.
En torno al fuego, que para la elaboración de flechas había quedado reducido a un montón de rescoldos, el grupo formado por Ton, Francesc, Marc, Jusep y Laurenç trabajaba entre la algarabía continua de sus voces y risotadas.
-¡Joder, Francesc, no te rasques tanto los sobacos y trabaja, cojones!
Aunque estaba segura de que se trataba de su voz, Marianna tuvo que alzar la mirada para comprobar con perplejidad que era Laurenç quien había exclamado esa frase. Tanto como había reprochado a Manel y los demás su lenguaje, y ahora él se expresaba prácticamente igual. ¿Se trataba de un esfuerzo por situarse al nivel de los otros?
-Suficientes flechas tenemos –dijo Marc.
-Nunca serán suficientes, Marc –replicó Laurenç-. Esos hijos de puta tienen armas de fuego y nosotros, agallas nada más. Hay que juntar el armamento más abundante posible.
Desde que volviera de Vilac con el primer rollo de pergaminos de los dos que había descubierto por su cuenta, Mariana había comenzado a preguntarse si Laurenç estaba experimentando una metamorfosis. Podía haberse mostrado jactancioso por su tino, y más después de haber encontado el segundo escondrijo, y no lo hizo. Su antiguo aire de arrogancia y autoridad se había esfumado, y ya nunca usaba con los guerrilleros el tono de quien habla desde un púlpito.
Pero no era igual a ellos; su cultura era incomparablemente mayor y también lo era la elegancia de sus maneras habituales. Ahora, sin embargo, se complacía en imitar los gestos y expresiones de los demás.
-A ganarles vamos –afirmó Marc-, ¿verdad, mossen?
-Soy tu amigo, Marc. No soy un mossen. Soy un aranés como tú, orgulloso de serlo y dispuesto a seguir siéndolo. Como tenemos más huevos que ellos, a los franceses los vamos a joder a fondo.
Su lenguaje y su actitud resultaban tan sorprendentes, que la única explicación que se le ocurría a Marianna era que Laurenç necesitaba que todos creyeran en su amistad, porque de otro modo no le secundarían en el asalto a la Sainte Croix con el entusiasmo debido.
Poco a poco, se acercaron los ecos melodiosos de la voz de Felip. Como de costumbre, llegaba cantando a pleno pulmón a pesar de que era empinada la cuesta de subida desde el lago. Cuando él y Manel alcanzaron el llano halando del caballo que arrastraba la tartana, se produjo un murmullo de asombro. El modesto carruaje rural se había convertido en lo más parecido a un coche señorial en día de fiesta, un coche campesino de lujo muy pintoresco. El pobre toldo de paño había sido recubierto de pieles de rebeco, con orlas de pieles de lobo en el arco anterior y el trasero. Tanto los varales como las ruedas las habían pintado con brea. Más tarde, ese mismo día o el siguiente por la mañana, una vez que la brea hubiera secado del todo, completarían el exorno con las cintas de colores que Marianna había pedido a la esposa de Bartolomèu que trajese del valle.
Cuando notó que Manel iba a entrar en la mina para volver a su retiro lo llamó junto con Felip.
-Os felicito –dijo.
Felip sonrió con júbilo y las mejillas encendidas.
-¿Te gusta de verdad? –preguntó.
-Claro que sí. Tratándose de uno de los principales recursos del asalto, ¿tú crees que te felicitaría si el resultado no fuera bueno?
-¿Y a Manel?
-¿Qué quieres decir, Felip?
-¿A él no lo felicitas?
-He dicho para empezar que os felicito a los dos.
-Gracias –dijo Manel, muy bajo, con tono gutural.
Marianna mantuvo fijo los ojos en ambos durante una larga pausa. Estaba sopesando los pros y contras de una idea. Por fin, dijo:
-Felip, vete adentro a hablar con Magdalena, y mientras conversas, no dejes de pensar en lo que hemos acordado, para que te vayas fijando.
El muchacho comprendió que deseaba que la dejase a solas con Manel, y se retiró. Marianna observó el rostro de Manel; según iba bajando la inflamación de las múltiples contusiones, reaparecía un semblante donde se habían producido algunos cambios. No era un hombre feo a pesar de la pátina de animalidad que le envolvía; nunca lo había sido. Dos días antes, el entumecimiento de los pómulos y la quijada y la inflamación de la nariz reforzaban esa animalidad, pero ahora, cincelado el rostro por la fría brisa de la montaña y los destellos del sol, las facciones recuperaban sus volúmenes naturales. Aunque reconocerlo le iba a costar una reprimenda de su propia conciencia, Manel poseía cierto atractivo.
-¿Por qué lo hiciste, Manel?
-¿Huir y tratar de venderos?
Marianna asintió.
-He vivido casi toda mi vida en el monte y el bosque. No me siento seguro más que con mi rebaño; la gente me da miedo. Por eso…
-¿Qué?
Manel negó con la cabeza, mientras el rubor vencía a las escoriaciones en sus mejillas. Marianna comprendió a lo que se refería, porque era de conocimiento general en el refugio. Aunque le daba vergüenza reconocerlo, Manuel aludía a su nula experiencia con mujeres.
-No tienes por qué sentirte así, Manel. Eres un hombre que puede resultar atractivo y estoy segura de que encontrarás pronto una muchacha que te hará feliz.
Él volvió a negar con la cabeza, porque eso le parecía inalcanzable.
-No seas cabezón. Va a suceder, ya lo verás.
-Tú me rechazaste. Y sin embargo, consuelas al mossen y a Felip.
-Consolaba, Manel. Ahora, ni Laurenç ni Felip tienen mis favores. Y a ti no te rechacé, no en un sentido estricto. No eras el único que lo deseabas; fueron varios los que me pidieron el mismo consuelo. Pero ninguno trató de obligarme, ¿comprendes? Lo malo contigo fue el uso de la fuerza. Si me lo hubieras pedido de la manera debida, quién sabe si no te hubiera dicho que sí.
Manel sonrió como si despertase.
-¿Y me dirías que sí ahora?
-No, Manel. Ahora necesitamos todas las energías y todo el afán para los preparativos del asalto. Si tu petición se repitiera después, digamos dentro de un par de semanas, y si para entonces tenemos el convencimiento absoluto de que eres un hombre cabal que no va a traicionarnos ni en las peores circunstancias, podríamos conversar sobre ello… y discutir.
El diálogo fue interrumpido por los saludos alegres de Tomèu, que llegaba de vuelta del valle con su mujer a la grupa. Marianna sonrió a causa del júbilo por la llegada, pero también al comprobar en la expresión de Manel la aparición del efecto que había pretendido con su promesa.
Al par formado por Tomèu y su esposa fueron siguiendo todos los demás y antes del anochecer habían regresado las siete parejas. Marianna reunió a los catorce para revisar cuanto habían acarreado desde el valle, antes de recibir los informes, que esperaba con desconfianza.
Para los trajes y vestidos, fueron disponiendo tendederos donde colgarlos de entiba a entiba a lo largo de la mina. Las flechas y arcos elaborados durante el día se encontraban alineados a la entrada, como si se tratase de un arsenal. La tartana, cuyo nuevo aspecto elogiaron con calor los recién llegados, fue terminada de decorar con infinidad de cintas de colores anudadas a los radios de las ruedas, los varales y los aperos del caballo.
Por separado, Tomèu y Bartolomèu informaron a Marianna de las gestiones realizadas en Salardu y en Les. Salardu, cerca de la confluencia del Unhola con el Garona, era la última población grande antes de ascender hacia las alturas nevadas donde nacía el gran río; Les, en cambio, en el otro confín del valle, era la última antes de entrar en territorio francés. Constituían, por lo tanto, los dos extremos más destacados de las poblaciones que jalonaban en curso del río Garona.
Las respuestas que habían recibido Bartolomèu y Tomèu diferían un poco. Mientras que los contactos de Les iban a actuar con entusiasmo, los de Sarlardu habían mostrado resistencia, aduciendo el sufrimiento que ya habían soportado muchos vecinos. Ni Tomèu ni Bartolomèu habían hablado con la población en masa; se trataba de acuerdos alcanzados con las principales personalidades de los dos pueblos, la gente que podía movilizar a los demás. De cualquier modo, tanto de Les como de Salardu serían enviados a Vielha los recados al amanecer de dos días más tarde.
Una vez que todo parecía dispuesto, Marianna volvió a extender los manuscritos cátaros. A diferencia de los hallados con anterioridad, la heterogeneidad de los documentos le estaba dificultando identificar la que pudiera ser la clave siguiente. Suponía que no podía haber más que otro escondite, el definitivo, porque todo lo que tenía ahora en las manos parecía un legado doctrinal, complementario del legado esencial que aún tenía que encontrar.
De hecho, el conjunto más numeroso formaba una unidad titulada “El libro de los dos principios”. Trató de leerlo superficialmente, pero se trataba de un texto demasiado hermético para su imaginación, que vagaba en aquellos instantes por varios focos de atención: por un lado, los pergaminos mismos; por otro, los comentarios y bromas de quienes daban con mucho entusiasmo los últimos toques a los preparativos del asalto; y por último, la tensión que le causaba la incertidumbre sobre lo que podían esperar tras algo tan descabellado y tan desesperado como asaltar el principal centro del poder napoleónico en Aran.
Le llamó la atención uno de los pergaminos por dos razones: tenía una anotación al pie que era claramente distinta del resto. Esa anotación había sido escrita por otra mano y con tinta de otro color. Mientras que la mayor parte de la escritura estaba bastante borrosa, la frase del pie era muy clara. A todo ello se añadía el hecho de que fuese el pergamino de aspecto más viejo y ajado.
Consiguió entender el relato tras grandes esfuerzos, intuyendo su importancia. Quien hubiera ordenado esconder los documentos, concedía enorme trascendencia a lo que narraba ese pergamino, como preámbulo y origen de todo lo sucedido posteriormente a los fieles cátaros. Según el cronista, Inocencio III acababa de ser elegido Papa y una de sus primeras iniciativas había consistido en nombrar a dos inquisidores episcopales para el Languedoc. Eran dos cistercienses llamados Gui y Reynier, pero el redactor del texto los denominaba “embajadores del emperador del lupanar romano”. Reseñaba el cronista que el Languedoc había sido desde el origen del tiempo tierra amable y acogedora, donde todos los ensayos doctrinales de aplicar el cristianismo a la vida cotidiana habían tenido oportunidades, siendo bien acogidos intentos como el arrianismo. El ingenio, la sensualidad y el carácter del pueblo occitano no podía mostrarse dócil ni pasivo ante una iglesia que tratara de imponerle un dogma rígido que no permitía ni la duda ni el análisis. Por este carácter, el dualismo bogomilo había sido recibido con gran entusiasmo en el país desde que unos treinta años antes de ser escrita la crónica, celebrase en el Languedoc un concilio un obispo búlgaro llamado Nikita. La fe que predicaba liberaba a los occitanos de su principal reserva ante la imagen que Roma predicaba de su Dios; el dualismo bogomilo excluía a Dios de la creación del mal y por ello, reservaba para la deidad suprema el reino exclusivo de la Luz y la verdad. Esta salvedad, al propugnar la existencia de un mal opuesto a Luz y enfrentado al Dios de bondad, convertía a los hombres en batalladores perpetuos en busca de perfección, en busca de una finalidad en proporción con sus merecimientos y no otorgados gratuitamente por la deidad. Esa visión de la revelación encajaba mucho mejor con la generosa y brillante cultura occitana que el cristianismo vengativo de Roma.
Pero el nombramientio de los dos cistercienses, Gui y Reynir, convenció a los puros del Languedoc, en el momento de la redacción del pergamino, de que llegaban tiempos de venganzas romanas y que sufrirían tremendos castigos y penalidades. Una pregunta, a final del texto, resumía su preocupación: “¿Vamos a inclinarnos y someternos a los verdugos y matarifes que riegan sangre en nombre de Jesús, mientras roban, asuelan y exterminan, o permaneceremos fieles a la fe de la bondad y la generosidad?”
Marianna se cubrió los ojos con la palma de su mano izquierda. Tal vez la humanidad no había respondido todavía esa pregunta. Miró con cierto deslumbramiento la frase escrita debajo, que no había sido redactada en occitano, sino en latín:
“Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio”.
Sería al siguiente amanecer cuando pondrían en marcha el proyecto, saliendo por tandas y por caminos diferentes. Marianna convocó una asamblea para ultimar los detalles, reunión de la que excluyó a Manel diciéndole:
-No es necesario que asistas, porque en nuestra ausencia tú tienes que permanecer en la mina, acompañando a Magdalena y su hijo y protegiéndoles. Por ello, quedas libre de fatigarte con las discusiones que vamos a tener ahora, puesto que todavía no estás recuperado del todo de tus heridas y necesitas descanso.
Notando que iba a protestar, le lanzó uno de los temibles dardos de sus ojos. Manel agachó un poco la cabeza y entró en la mina. Marianna no consiguió detectar si había más enojo que decepción en la seriedad de su rostro. Se sacudió la pregunta sobre si había algo que temer de él, sin conseguir desecharla del todo, y dio comienzo a la reunión. Empezó preguntando a Tomèu y Bartolomèu:
-¿Estáis seguros de que los de Les y Salardu harán lo que les pedisteis?
Bartolomèu asintió con la cabeza; en cambio, Tomèu dijo:
-Como ya te dije ayer, el párroco no quiso ni oírme cuando se olió que yo era un guerrillero. Por suerte, no le expliqué lo que pretendía. Así que tuve que recurrir al antiguo sacristán, Ton el de la tahona. Creo que hará bien su papel y, además, chapurrea el latín.
-En el caso de ser descubierta su impostura –preguntó Marianna-, ¿tú crees que nos vendería?
-Estoy seguro de que no, Marianna. Él es de la familia de los Palop, los de la granja que robaron e incendiaron los franceses y donde torturaron a Jàn y Ferran. El tahonero sueña con que Aran se vea libre de los soldados de Napoleón.
-Bien. Entonces, si vamos a quitarnos unos cuantos enemigos de en medio, ¿se facilita la puesta en marcha de vuestra estrategia, mossen?
-No me…
-¡No me llames mossen! –gritaron todos al unísono, entre risas.
Marianna también sonrió. Y Laurenç, que sintió ganas de reír, puso cara de circunstancias.
-Facilitar, no lo sé –respondió-, porque no es sencillo lo que vamos a hacer. Pero si lo de la gente de Les y Salardu saliera bien, tenemos, al menos, la garantía de que no tropezaremos con un nuevo obstáculo si todo rodase como está previsto.
Procurando no desagradarle, Marianna tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para tutearle:
-¿Estás seguro de que con tu estrategia saldréis todos sanos y salvos, sin ninguna baja y con tantos mosquetes como necesitamos?
-Nada es seguro, tú lo sabes bien…
-De acuerdo entonces. Nombra a los que bajarán del bosque y los que tienen que llegar en tu compañía por la entrada.
Laurenç se puso de pie. No comenzó a hablar hasta que no hubo terminado el examen. Tras una pausa muy larga, dijo:
-Para la entrada, he pensado en Ricar y Miquèu a quienes yo, como bien sabes, sólo puedo acompañar como cortejo mudo. Para bajar con Bartolomèu desde el bosque, elijo a Andrèu, Quicó, Marc, Felip, Tomèu, Hugo, Amiel, Jan y Ferran.
-Diez en total –dijo Marianna-. ¿Crees que serán suficientes?
-En el caso de que Ricar, Miquèu y yo consigamos que se traguen la estratagema de la entrada, seremos suficientes si actuamos con la rapidez necesaria.
-¿Y si a esa estratagema de la entrada nos anticipamos las mujeres, para facilitarla? –dijo Marianna, cruzando con todas ellas miradas de entendimiento.
-¿Qué dices?
-Digo lo que he dicho, mo… Laurenç, pero Felip vendrá conmigo. He ideado una comedia que seremos mujeres quienes la realicemos, pero con Felip entre nosotras. Ya la tenemos más que preparada y ensayada. Y con con esta comedia, todo resultara más sencillo tanto en la puerta como en la muralla que da al bosque. Te prometo que todo va a ser mucho más fácil de lo que temías.
-¿Y Felip, a quien tantos conocen en Aran por sus canciones, no será descubierto en la entrada?
-Te aseguro que no, Laurenç. Nadie lo reconocerá, ya verás.
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LOS PERGAMINOS CÁTAROS
Capítulo XII
QUAN SEREY MORTO,
REBOUN ME OUN TERRA SACROSANTA.
Aparecieron casi al mismo tiempo de modo incomprensible, como si un ángel les guiara y coordinase sus movimientos. Pese a que el cielo no estaba completamente cubierto de nubes, algunos jirones de niebla se aferraban a las cimas, donde la nieve que había dejado el deshielo componía filigranas sobre el granito negro. Surgieron de la niebla igual que si fuesen seres sobrenaturales, produciendo la ilusión de que se materializaban poco a poco de la nada. Hugo descendía el último repecho del risco que comunicaba el Forat con el valle del Varrados, mientras Amiel escalaba las últimas pendientes del valle del Unhola.
-No me lo puedo creer -dijo Francesc a Ton-. Son los desertores y llegan a la par con una coordinación escamante.
Francesc se encontraba de guardia encaramado al peñasco vigía. Ton sólo le daba conversación para que no se aburriera.
-¿Corro a dar la alarma? –preguntó éste.
-Sí, Ton, que ésos llevan dos semanas perdidos por ahí y ahora me da mala espina que lleguen en el mismo instante por tan diferentes caminos. Me huele a traición. Corre y diles que apronten las armas.
Al ultrapasar los dos caballos el peñón vigía, tanto Amiel como Hugo saludaron a Ferran con la mano, sonrientes, pero no se saludaron entre sí al encontrarse, como si no fuera necesario por haberse visto hacía muy poco. Vestían lujosas galas de fiesta, poco usuales en el valle, que asomaban aparatosas y brillantes entre las sisas y por los bajos de los ropones negros. Cuando los caballos se detuvieron ante la muralla de Laurenç, al otro lado les esperaban todos los guerrilleros enarbolando las lanzas y los arcos con actitud defensiva. Los dos jóvenes se echaron a reír con nerviosismo.
Marianna se adelantó hacia ellos.
-¿Por qué volvéis? –preguntó.
-¿Ésa es tu bienvenida, Marianna? –reprochó Hugo.
-Casi hemos llorado vuestra muerte –reprochó ella a su vez-, mientras vosotros quién sabe qué haríais, que no sería nada perjudicial para la salud a juzgar por vuestro lozano aspecto.
-Os debemos una explicación –reconoció Amiel-. Pero debéis saber que hemos vuelto para ayudaros y porque nos han obligado.
-¡Sois traidores! –dijo Tomèu abrazando a su mujer como si pensara que en esos precisos instantes necesitaba protección especial.
-¡Traidores! –esclamaron varios de los guerrilleros.
El temor ensombreció los rostros de Hugo y Amiel. No esperaban tanta hostilidad. Todo lo contrario; contaban con una bienvenida calurosa. Durante su ausencia se habían producido cambios sutiles en el refugio, y no sólo porque la amenaza que señoreba en el valle se hubiera recrudecido tanto en pocas horas, sino porque ahora, reunidos con sus mujeres, ninguno se mostraba amistoso y todos parecían celosos guardianes en presencia de un peligro.
-Hay que formar el tribunal de honor –propuso Bartolomèu de manera que sonó a orden-, que al villano, con la vara de avellano.
Marianna asintió y prepararon en pocos instantes la entiba suelta que Laurenç usaba como altar, situándola frente a la bocamina a manera de estrado. Delante, dos piedras de tamaño adecuando para que los recién llegados se sentasen. Tomaron posición tras la entiba Magdalena, Miquèu, Marianna y Bartolomèu y los demás se agruparon en un semicírculo dejando libre el espacio cuyo centro ocupaban Hugo y Amiel.
-Estáis acusados de deslealtad con el grupo –dijo Bartoloméu-. ¿A quiénes elegís como defensores?
Amiel señaló a Laurenç y Hugo, a Tomèu.
-Comienza el interrogatorio –dijo Bartoloméu con aire ceremonioso.
-¿Por qué desertasteis? –preguntó Marianna.
-Hasta que les escuchemos –replicó Laurenç con tono doctoral- no podemos acusarles de ser desertores.
Marianna asintió en silencio, muy seria, y cambió la pregunta:
-¿Por qué desaparecisteis?
Fue Amiel quien tomó la palabra:
-Aquel día, cuando éste y yo íbamos a emprender el regreso para acá, sentimos que era demasiado grande el deseo de ver a nuestras a familias. A mí me angustiaba estar tan cerca de los míos y no entrar a abrazarlos. Éste vino conmigo porque se lo supliqué, prometiéndole ir luego con él a visitar a los suyos. Resultó que en el momento de llegar, mi padre estaba en el establo, esperando que pariera una vaca que ya estaba a punto; un establo que mi padre ha reconstruido más sólido y grande tras arrasarlo el incendio que los soldados franceses provocaron el día que me enfrenté a ellos y tuve que huir para acá. El parto fue retrasándose y entre tanto, mi madre nos trajo vino y queso para celebrar. Ella estaba tan alegre, que me abrazaba y besaba sin parar. Y mientras, a mí me dolían las sienes de tanto pensar que no podía quedarme y tenía que volver a alejarme de ellos. Tomé de aquel vino con muchas ganas y en abundancia, y Hugo me acompañó en los brindis. Nos emborrachamos sin buscarlo. La vaca parió por fin cuando abría el alba, que fue cuando éste y yo pudimos acostarnos. Derrengados, dormimos hasta la primera hora de la tarde y entonces surgió el problema. Hugo dijo que también quería ver a los suyos, para lo cual hubiésemos tenido que esperar a que cerrase la noche…
-¿No seguíais las indicaciones sobre cubrirse con los ropones negros y circular por veredas apartadas y preferiblemente por el bosque? –preguntó Marianna-. De cumplirlas, esa visita pudisteis hacerla en aquel mismo instante.
-Déjalo que termine, mujer –dijo Laurenç con la autoridad que antaño usaba en el púlpito, pero atreviéndose por fin a decirlo en aranés.
-Acuérdate –respondió Amiel a Marianna- de que la familia de Hugo vive en el centro de Arros y hubiésemos tenido que mostrarnos de día por sus calles. Pensamos esperar la noche con la idea de emprender juntos el regreso desde Arros, por el Varrados. Pero esa tarde hubo mucho movimiento de soldados franceses por los alrededores de la granja de mi padre y, a punto de cenar, llamaron a la puerta. Sonaban gritos en francés, lo que demostraba que se trataba de soldados que tal vez sospechaban nuestra presencia, por lo que mi padre nos obligó a los dos a escondernos en un doble techo, que ha tenido la precaución de hacer al reconstruir el establo. Mi madre nos dio pan, queso y vino y nos escondimos deprisa. Pasó tanto rato, que nos quedamos dormidos y mis padres no nos llamaron hasta el amanecer. Cuando despertamos, la idea de volver aquí parecía una sombra muy lejana. Temiendo, por un lado, que los franceses nos sorprendieran y, por el otro, que corriera por Aran el rumor de que habíamos traicionado al grupo, mi padre nos aconsejó que no intentáramos ir a Arros y fue él quien mandó un recado a los padres de Hugo, que no pudieron acudir hasta el día siguiente, y así, sin pensarlo, nos fuimos quedando, aunque siempre escondidos y sin que nuestros padres lo reconocieran ni siquiera ante nuestros parientes. Pocos días más tarde, corrió por Aran la noticia de que los franceses aflojaban sus crueldades y entonces nos atrevimos a dejar el escondite para trabajar en la granja, aunque no salíamos nunca al campo. Últimamente han nacido cuatro terneros, y ya sabéis el trabajo que eso da, por lo que hemos trabajado con mi padre sin precauciones, como si fuésemos libres.
-¿Entonces, por qué habéis vuelto? –preguntó Marianna.
-Anoche hubo un terremoto en Vielha –respondió Amiel- que corrió como el viento por el valle y sacudió todos los corazones. Manel os ha traicionado.
Marianna cerró los ojos. Bartoloméu movió la cabeza y todos los demás apretaron los puños.
-¿Os han hablado de los cruzados del romano? –preguntó Hugo.
-Sí, ya lo sabemos todo –respondió Laurenç.
-Pues yo afirmo –continuó Hugo- que hay que temerlos más que a los soldados de Napoleón. Estos son peores, mucho más salvajes y fríos. Causan más amarguras que un torrente de hiel. Y nadie sabe cómo frenarlos, porque temen que si hacen algo, los franceses, que llevan unos días quietos, vuelvan a salir de la Sainte Croix a sembrar el valle de sangre y fuego.
-Y ahora, con lo de Manel –añadió Amiel-, todos creen que están a punto de asaltar este refugio. Por eso nos han mandado nuestros padres que vengamos a avisaros.
Los refugiados se miraron entre sí. Marianna preguntó:
-¿De qué terremoto hablabas antes?
-¿Lo de Vielha? –preguntó Amiel a su vez-. No imagináis los dolores que causan los cruzados de Domenicci; son como demonios hijos de puta. Seguramente, al romano no le gustó alguna cosa de lo que Manel le dijo, porque después de venderle la información en el propio palacio del baron de Les, lo llevaron los cruzados a rastras hasta la plaza de San Miguel. Lo desnudaron, lo azotaron mis veces y lo dejaron sin dientes. Ahora se está muriendo en casa de su hermana, en Casarilh, y es que en el pecado lleva la penitencia. Pero visto lo visto, corre por Aran el temor de que a vosotros os masacren. Por eso hemos venido a avisaros.
-¿Y esas ropas, que parecéis pavos reales? –preguntó Bartolomèu, que no llegaba a creerse del todo la historia.
-Son prestadas –respondió Hugo-. Para que los soldados no pudieran reconocernos ni trataran de interrogarnos, nos han vestido como si viajásemos a la boda de mi prima, que se celebra mañana en Cominges. Los ropones negros nos los hemos puesto al abandonar los caminos reales, según las indicaciones de Marianna.
-¿Y por qué habés subido por distintas rutas? –preguntó Bartolomèu, cuyas sospechas se multiplicaban.
-Por temor a la posibilidad de que nos pillaran. Viniendo por dos rutas diferentes, si uno de los dos tenía un tropiezo podía ser que el otro consiguiera llegar para avisaros.
Esa noche fueron muchos los que se desvelaron de nuevo. Los cuchicheos menudearon de jergón a jergón y los casados dejaron sus efusiones para otra noche. Marianna cavilaba en busca de una solución con tres condiciones: que no les obligase a huir de Aran dejando el legado cátaro al alcance de Domenicci; que no exigiera buscar un refugio igual de seguro y con semejante capacidad, pues sabían que no existía nada igual; y por último, que no pusiera en riesgo la vida de ninguno. La solución no era la defensa numantina de la posición, porque no sería inteligente renunciar a la ventaja de las múltiples vías de escape del Forat hacia toda la longitud del valle, desde Beret a Canejan.
Recapacitó al recordar uno de los datos esenciales que Amiel había proporcionado. Si Manel estaba agonizando, no podía guiar personalmente a los hombres de Domenicci, lo que a los guerrilleros les proporcionaba alguna ventaja. Aunque el romano hubiera sido informado de que se escondían en un lugar situado entre el lago Liat y el Tuc de Mauberme, sólo si subía acompañado de Manel podía dar a la primera con la pequeña meseta donde se abría la mina. Sin Manel como guía, los guerrilleros verían llegar al enemigo y podrían establecer con tiempo la estrategia para combatirlo.
En algún momento de esa noche, su mente se llenó de enemigos que había estado obligada a ver llegar.
Como ya había dejado de ser una adolescente adorada por el clero de Zaragoza, empezó a notar cambios sutiles en el trato no sólo de mosser Roger y los demás sacerdotes. Era la sociedad en conjunto la que parecía exigirle alguna clase nueva de compromiso con la vida y la gente. Un compromiso que no consiguió imaginar hasta que, un día, el ama doña Agustina le dijo:
-Marianna, mossen Roger va a cumplir sesenta y cinco años. ¿Cuáles son tus planes?
-No comprendo.
-Aunque mujer ya, eres muy joven y tienes toda la vida por vivir. ¿Qué harás cuando él ya no pueda protegerte?
Marianna se ruborizó. Hacía algún tiempo que mossen Roger había dejado de ejercer la que los hombres parecían estimar como la principal de sus facultades. Tenía que haberse preguntado a sí misma lo que ahora le preguntaba doña Agustina. Pero llevaba doce años gozando de agasajos permanentes, cotidianos y muy generosos desde la madrugada que decidió gritar y fingir convulsiones, y hasta ese día no se le había pasado por la imaginación que el paraíso donde ella reinaba pudiera desaparecer.
Primero poco a poco y muy pronto en aluvión, fue notando que las flores se tornaban flechas. El primer atisbo lo tuvo al final de la primavera en que doña Agustina le había hecho la advertencia. Como no había parado desde entonces de cavilar en ello, había estado ensayando sonrisas donde anteriormente sólo ponía sonrojos; cada hombre sin sotana que se le acercaba con galanteos, si era soltero y tenía una edad razonable le sonreía con franqueza en vez de agachar la cabeza. Pero todos ellos le proponían lo mismo, la breve satisfacción de un deseo con planteamientos siniestros, y no una vida de seguridad.
Mas cuando la primavera iba a terminar y se anunciaba el verano, volvió de Salamanca Alonso, el primogénito de una de las familias más íntimas de mossen Roger. Lo había visto muchas veces de niño y había compartido con él juegos y lecturas en la biblioteca del mossen, antes de que Alonso se marchara a estudiar. Poco después de volver a Zaragoza con su diploma y veinte centímetros más de estatura, le propuso una visita al Pilar y un paseo por la ribera del río. Marianna permaneció toda la mañana en guardia, dispuesta a negarse cuando él solicitara lo que tantos le solicitaban; pero no lo hizo. Hacia la mediación del paseo, Alonso tomó su mano con disimulo y no la soltó hasta el regreso, cuando faltaban pocos centenares de metros para la mansión del deán. Junto a la entrada, volvió a tomar su mano, pero esta vez para besársela largamente.
Durante los días que siguieron, Marianna no comprendía del todo lo que le estaba pasando. ¿Por qué Alonso se le aparecía en sueños? ¿Por qué era él lo primero en lo que pensaba al despertar? ¿Por qué sentía una repugnancia hacia mossen Roger que jamás había sentido hasta entonces?
Alonso volvió a acompañarla muchas veces en largos y castos paseos hasta que un día desapareció abruptamente. El siguiente domingo, al salir de misa, vio que la madre iba un poco detrás de ella y se detuvo para preguntarle dónde estaba su hijo; en vez de responderle, la dama escupió a sus pies, alzó altaneramente el mentón, agitó el abanico como si desease golpearla con él y siguió adelante sin dedicarle una palabra ni una mirada.
Marianna corrió a ocultar su llanto en compañía de doña Agustina, quien después de acariciarla mucho rato hasta que sus hipidos se calmaron, le dijo:
-Tú no eres como las demás, Marianna. Todos en Zaragoza saben quién y lo que eres. A Alonso le han obligado sus padres a instalarse en Madrid. No puedes esperar casarte con el hijo de una familia de orden. Tu sitio, ya sabes cuál es. Para cuando mossen Roger muera, deberás haber elegido un sacerdote bajo cuyo amparo cobijarte.
Así que no había sitio para ella en esa ciudad donde tanto se le había mimado. Así que sólo podía aspirar a ser la concubina de un cura tras otro hasta que se le ofreciera, como a doña Agustina, el honroso papel de ama de llaves de alguna comunidad religiosa.
Desde entonces hasta la muerte de mossen Roger, no volvió a aceptar invitaciones a pasaer, galanteos ni los frecuentes y cada vez menos corteses requerimientos de los curas. La biblioteca fue su refugio porque aunque palideciera, no tenía que sentir rojas las mejillas cuando la miraban por la calle. Y allí permaneció a todas horas hasta el día que, desamparada pero libre, decidió volver allí donde había nacido, a ver si quedaba un sitio para ella en el mundo.
Amaneció ojerosa, incapaz de recordar si había dado alguna cabezada, pero preguntándose por qué el rostro bueno e inocente de Alonso aparecía tan vívidamente ante sus ojos. En cuanto pudo reconfortarse con el café que Bartolomèu le ofreció, convocó a seis de las mujeres, pues Teresa, la esposa de Jàn, no estaba en condiciones de hacer nada más que aguardar el rompimiento de aguas, y necesitaba una compañera permanentemente a su lado para ayudarla, labor que Mariana encomendó a la mujer de Bartolomèu.
A las otras seis les habló sin sentarse:
-Dicen que esta mina ya fue explotada por los romanos, aunque lo dudo. En estas alturas, en un lugar tan inaccesible, tan frío y con esta clase de rocas tan duras, me parece una locura abrir minas por aquí. Pero puesto que tenemos ésta, pudiera ser que hubiera otras, y es lo que necesitamos tratar de encontrar. Iréis de dos en dos, formando pares, cada par en una dirección distinta y sin alejaros nunca tanto que podáis desorientaros a la hora de volver. Poneos los ropones negros, por si los cruzados del romano hubieran mandado vigías adelantados a inspeccionar y diera la casualidad de que os vieran a lo lejos. Los ropones os ayudarán a no resaltar en estas rocas tan oscuras vistas desde la distancia. Llevad pan, queso y vino en el zurrón, que es muy duro y frío el camino, y no volváis más tarde del mediodía, que será cuando veáis el sol justo encima de la cima de aquel tuc situado un poco a la izquierda del Maladeta.
Designó las parejas y las despachó. En cuanto se marcharon, afiló con el puñal el único lápiz que tenía, extendió uno de los pergaminos que reproducían inventarios, le dio la vuelta y realizó diez dibujos, numerándolos del uno al diez. A continuación, llamó a Miquèu, Ricar, Andréu, Quicò, Marc y Francesc. Tampoco con ellos dialogó sentada. Se situó en el centro del corro que formaron junto a la muralla de Laurenç, en una de cuyas piedras extendió el pergamino, y les dijo:
-Hay algunas más, pero para llegar aquí con relativa facilidad existen tres vías principales, el Unhola, el Varrados y el Toran, que es la más difícil y larga pero que, por ello, pudiera ser la que los cruzados de Domenicci eligieran con el propósito de sorprendernos. En cada una de las tres, debéis localizar diez puntos por donde sea obligatorio pasar y no exista ninguna alternativa; en esos diez puntos vais a preparar estas trampas en este mismo orden.
Les enseñó el pergamino. Examinaron los dibujos y dialogaron sobre cada uno ellos, los resortes que había que elaborar, las varas que habría que afilar como cuchillos y la manera de embozar las trampas con musgo, plantas y flores.
-Como de costumbre, iréis de dos en dos, formando pares. Aunque no tenéis que alejaros mucho del Forat poneos los ropones negros, no os mostréis en campo abierto, no os permitáis ningún descuido, permaneced alerta y defended la vida de vuestro par como la vuestra.
Los tres pares femeninos y los tres masculinos volvieron cuando iban a empezar sin ellos el almuerzo en honor de Amiel y Hugo, que decidieron esperar el oscurecer para volver a sus casas, dado el agravamiento de la situación en el valle. Ellas habían descubierto cuatro oquedades que merecían ser investigadas y ellos habían dispuesto todas las trampas.
Transcurridos dos días desde el apaleamiento y la humillación que había sufrido en la plaza de San Miguel, Manel seguía sin poder moverse. Le dolía todo el cuerpo, pero más le dolía la hostilidad de los mismos vecinos que lo habían llevado a casa de su hermana y el desagrado huraño de ésta y su cuñado.
Era la hora del desayuno después de que el día anterior, con la boca destrozada, no hubiera sido capaz de comer ni un trozo de miga de pan. Ahora, sentía hambre a pesar de que suponía que no iba a ser capaz de masticar. Sin embargo, su hermana ni siquiera le ofreció un tazón de leche cuando entró en la cocina, donde el matrimonio había extendido un jergón para acomodarlo en el rincón más apartado del fogón.
-Desgraciado inútil –le dijo-. ¿Qué has hecho?
-No te comprendo.
-Siempre has sido corto de entendederas, estúpido. Ahora, ¿qué? Todo el día de ayer no han parado de venir los vecinos a presentarme quejas de ti. Y no sólo quejas; los hay que han llegado a amenazarme aunque, eso sí, con disimulos y muchos rodeos. Nos has puesto en la boca y los ojos de la gente con tu traición, y ahora ya no vamos a poder mirar a nadie a la cara.
-¿Mi traición?
-Sí. Todos consideran que decirle al romano dónde están los guerrilleros es una traición a ellos, pero también a todo el pueblo de Aran, y mucho más habiendo cobrado por decirlo.
-Pero yo no he hecho eso, Joanna.
-Ah, ¿no?
-No. Te lo juro. Había bajado a Vielha sólo porque me apetecía tomar una limonada en compañía de una muchacha que... Esos hombres, los cruzados, me cogieron y me torturaron porque me confundieron con otro. Eso tiene que ser.
Joanna estuvo a punto de sentir alegría; pero que Manel cortejara a una muchacha era un acontecimiento tan extraordinario, que ella habría sido la primera en enterarse. Reforzadas sus sospechas, clavó fijamente los ojos en los de su hermano. Éste bajó la mirada y ella, aunque el rubor no fuera visible en las mejillas tumefactas, lo detectó y frució los labios con una mueca de profundo desdén.
-¡Eres un miserable que no tiene arreglo! Mira a ver si a lo largo del día consigues ponerte de pie, porque estas dos noches el Pere no me ha dejado dormir por lo mucho que lo sacas de quicio y por el traje que ha perdido por tu culpa, el mejor que tenía. El Pere no quiere tenerte aquí otra noche más.
Cercano el atardecer, Hugo y Amiel estaban despidiéndose de Marianna para volver a sus casas protegidos por las brumas cuando Jusep llegó corriendo desde el peñasco vigía.
-Hay movimiento por el Unhola –informó-. Se ven dos humaredas de granjas incendiadas.
Marianna apretó los labios con rabia.
-Bajaremos entonces por el Varrados –dijo Amiel.
Sin mediar ninguna palabra más, él y Hugo fustigaron los caballos hacia el risco que debían ultrapasar en busca del casi selvático valle elegido, más difícil de recorrer a oscuras que el del Unhola.
Mientras los veía alejarse, Marianna concluyó que los incendios significaban que los cruzados no conocían todavía con exactitud la ubicación del refugio. ¿Habría muerto Manel sin llegar a señalar con precisión cómo y por dónde llegar? En cualquier caso, todo iba a precipitarse y no podía perder tiempo. Desplegó los manuscritos que relataban la tragedia de Beziers y se puso a releer el párrafo donde se describía el horror de la matanza y que terminaba con el nuevo acertijo. Debía apresurar la busca del tesoro, lo que tendría la ventaja de representar para todos un estímulo para defender el Forat.
Pero la noticia de que se multiplicaban las quemas produjo un estado general de abatimiento, tanto por lo que significaba de amenaza para ellos como por los nuevos sufrimientos que causaban a los granjeros. Nadie hablaba a gritos, como si temieran que el enemigo pudiera oírles, tan cerca lo presentían ya. Algunos lamentaban en cuchicheos, musitados al oído del amigo más cercano, no haber aprovechado para volver a sus casas los pocos días de tregua que había representado el repliegue francés, aun teniendo que arriesgarse a ser apresados. Ahora, ni siquiera eso era posible. Para sacudirse el miedo y parar ayudar a los demás a sobrellevarlo, Felip se encaramó a la muralla y entonó algunas de sus más dulces canciones. Poco después se le acercó mossen Laurenç, y contradiciendo la actitud adversa hacia el muchacho que había venido observando desde la primera noche, se apoyó en el muro balanceando los brazos para acompañar la música.
Preocupado por la intensa concentración de Marianna, Bartolomèu le dijo:
-El miedo guarda la viña, pero no se me ocurre qué más podemos hacer para reforzar las defensas.
-Volvernos ingrávidos y ser capaces de saltar montañas –respondió bromeando Marianna-. Pero hemos llegado muy lejos tras las pistas cátaras, Bartolomèu, y ahora sería un regalo para Guzmán Domenicci que abandonemos la búsqueda.
-No abandonemos. Sean cuales sean las condiciones aquí, los que estamos a las duras debemos estar a las maduras; todos queremos seguir buscando. No olvides que los naturales de esta tierra somos nosotros y los invasores, ellos. Conocemos cada palmo de Aran y van a sobrarnos triquiñuelas para burlarlos, que donde las dan las toman, ya verás. ¿Sabes ya la solución de la última pista?
-Trato de no pensar en cementerios ni en tumbas. Pero descartados los enterramientos, no consigo imaginar a qué alude la cátara que escribió el pergamino.
-A lo mejor fue una ocurrencia en relación con algo que vio, sin darse cuenta de que era pasajero.
-No, Bartolomèu. Los redactores de las cuatro claves descubiertas hasta ahora llegaron a Aran con objetivos concretos y con las claves decididas de antemano. Todos… no, todas, porque al menos tres eran mujeres, sabían lo que buscaban y dónde lo encontrarían al emprender el viaje hacia aquí, porque eran escondites preparados por los propios constructores de las iglesias, o algunos obreros, que seguramente serían cátaros también…
-Entonces, ¿no deberíamos buscar una tumba en una iglesia?
-Es probable. ¿Dónde hay fiestas importantes próximamente? Me refiero a fiestas a las que acuda mucha gente y donde algunos de los nuestros pudieran moverse sin riesgos de que esos cruzados los descubran.
Bartoloméu meditó unos momentos, muy concentrado, tras los que respondió:
-El día 25 es la fiesta de San Jaime, en una ermita cerca de Arties. Pero el 31 hay una mucho más importante, la de San Félix, en Vilac; ésa sí es una fiesta muy concurrida, con pasacalles, bandas de música, la procesión del santo y, al final, el baile de las aubades, del que habrás oído hablar.
-¿Ese baile que es una especie de juego de conquista de las muchachas, con los muchachos haciendo toda clase de payasadas y locuras? Sí. No recuerdo si lo vi de niña, pero sé lo que es porque alguien me habló de él. ¿Qué otras fiestas hay a continuación?
-El 3 de agosto es la Tredòs, pero no va tanta gente con a la de la Piedad, de Bossost, que es el día 5. Y en Bossost mismo, como en todo el valle, hay grandes celebraciones el día de la Virgen, el 15 de agosto.
-¡Claro! –exclamó Marianna-. El 15 de agosto, con tantas fiestas y romerías por todas partes, sería una fecha que podríamos movernos sin problemas por todo Aran, porque, además, es la fiesta nacional de los franceses por ser el cumpleaños de Napoleón. Pero hasta entonces tenemos casi un mes por delante, y en un mes pueden ocurrir demasiadas cosas, tal como está la situación. Debemos anticiparnos, porque esperar todo ese tiempo le daría ventaja al romano, no para encontrarlo él, que no tiene los pergaminos, pero sí para tratar de quitárnoslos a nosotros. Y no olvides, Bartolomèu, que tanto empeño por parte de un enviado personal del Papa tiene que significar que lo que tratamos de encontrar ha de ser fastuoso, lo más importante de la historia.
-Y… ¿dónde lo tendríamos que buscar, Marianna?
-« Nautos, be soun nautos mes s’abaissaran » -recitó Marianna-. Altos, muy altos, pero bajarán… ¿Qué crees tú, Bartolomèu, que en este valle es muy alto?
-Lo más alto de Aran no está dentro del valle. ¿El Maladeta?
-Sí, el Maladeta es lo más obvio. El problema es que una montaña no baja, se queda donde está. Pero no el río, que es prácticamente la razón de ser y el origen del valle. El Garona nace muy alto y baja, y baja. Me dice la intuición que la clave tiene que ver con el río, pero no consigo establecer la relación con la segunda parte de la clave ni imaginar un enterramiento concreto que no nos obligue a buscar en tantos miles de varas que recorre el río antes de abandonar Aran. Mira quiénes vuelven.
Marianna señaló hacia los dos jinetes que cruzaban como sombras el pequeño talud de nieve que descendía desdesde el risco tras el que se ocultaba el valle del río Varrados. Hugo y Amiel regresaban cuando ya caía la noche.
-No me gusta nada que vuelvan –murmuró Bartolomèu-. Desde que vinieron ayer, no consigo quitarme de la cabeza que su historia no me cuadra y más vale prevenir que curar.
-Tienes razón, no es del todo plausible. Pero tampoco es tan raro que se dejaran vencer por la nostalgia de sus familias; son jóvenes. No seas demasiado severo con ellos, pero mantenlos vigilados, ¿eh?
Al llegar junto a Marianna y Bartolomèu dijo Amiel con expresión muy contrariada:
-Hemos tenido que volver. A lo largo del Varrados no hay menos de cinco incendios de granjas.
Marianna y Bartolomèu callaron con profunda consternación, pero no tuvieron ocasión de comentar la mala noticia porque un grito les atrajo hacia el interior de la mina. El parto de Teresa había comenzado.
Guzmán Domenicci convocó la reunión en su residencia mediante invitaciones muy afiligranadas y floridas, preparadas a primera hora de esa misma tarde por Jean, el amanuense.
Al atardecer, el comandante De Montesquiou acudió a regañadientes, porque hacerlo contravenía las órdenes de repliegue recibidas del mismísimo general Woïllemont, y su renuencia se agravó al descubrir que el síndico, Raimundo Tinel, llegaba en el mismo instante que él. La presencia de ese hombre le sacó de quicio, porque ostentaba un título proscrito al mando del Consejo General de Aran, una institución que los franceses no reconocían oficialmente, aunque él supiera de sobra que la retorcida y taimada gente del valle continuaba considerándola el único poder. Estuvo a punto de dar media vuelta para volver al fuerte, pero le contuvo una cierta curiosidad, ya que la osadía de la invitación del pretencioso clérigo romano debía de significar que tenía algo importante entre manos.
El arcipreste mossen Pèir llegó unos minutos más tarde, cuando el enviado papal había recibido y agasajado ya al comandante y el síndico. Por ello, Domenicci fulminó con la mirada al mossen, a pesar de lo cual lo saludó con las fórmulas de rigor. Obviamente, tuvo que hacer para ello un esfuerzo de autocontrol, pero el arcipreste notó el chispazo de hostilidad que brilló en sus ojos.
Ninguno de los tres invitados hizo preguntas. Por turno, el romano les había insultado a los tres durante los últimos dos meses, se había mostrado siempre imperativo, desagradable, intempestivo, histérico y descortés y a los tres les sobraban motivos para sentirese agraviados por su arrogancia y despotismo. Por ello, se produjeron durante la reunión muchos momentos de desconcierto suspenso, ya que Domenicci daba la impresión de que paraba de hablar a la espera de que ellos se situasen en el grado de expectación que conlleva hacer una pregunta. No conseguir incitarles a preguntar parecía que estaba llevándolo al colmo de la impaciencia. Los tres estaban convencidos de que las rígidas sonrisas y los ademanes afectadamente amables iban a estallar en el momento más inesperado en una tormenta de furor, palabras desencajadas, insultos, gritos y pataleo.
Los criados sirvieron un refrigerio, pero ni De Montesquiou ni mossen Pèir bebieron ni probaron las viandas. Sólo tomó un sorbo de vino y un poco de queso Raimundo Tinel, que sentía la necesidad de desafiar al francés y lo miraba a los ojos con amargo reproche, mientras De Montesquiou se mantenía con la cabeza muy erguida, resistiendo con marcialidad las espinas de esas miradas.
Pasaron tediosos y larguísimos minutos de preámbulo, mucho más tiempo del que marcaban las reglas de cortesía, pero ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
Tras una pausa prolongada y tensa, por fin Guzmán Domenicci desplegó dos hojas de papel con el lacre del Vaticano. A continuación, miró uno a uno a los tres y con la boca cerrada simulando una sonrisa, forzó de nuevo una pausa como un último intento de obligarles a preguntar. Pero no lo hicieron, como si existiera entre ellos el acuerdo tácito de no hacer ninguna concesión. Cuando el romano se rindió en esa pugna soterrada de voluntariedades y entró en explicaciones, tenía los labios lívidos por la furia.
-El Santo Padre ha oído mis súplicas –dijo.
De nuevo se mantuvo a la espera de una pregunta, pero el silencio resultaba tan pesado y arrogante como la cima del Maladeta.
-He aquí los documentos originales, pero no os preocupéis, vosotros tres vais a recibir oportunamente una copia cada uno, que mi secretario está realizando ya. En respuesta a mis insistentes sugerencias y ruegos, Su Santidad concede por esta bula indulgencia plenaria a quienes entreguen vivos o muertos a los dos apóstatas y todos sus cómplices, los guerrilleros cátaros; la indulgencia plenaria alcanzará a quienes nos desvelen el modo de apresarlos, a quienes nos faciliten la recuperación de unos documentos que son propiedad de la Santa Madre Iglesia y a quienes no pudiendo entregármelos, desvelarme el camino o traerme los manuscritos, me den pistas que sitúen atinadamente en su rastro a mis cruzados. Y… esto te interesa especialmente a ti, arcipreste; este otro documento es un decreto mediante el cual dicta Su Santidad pena de excomunión para todo aquel que los proteja, ayude, alimente, oculte o, deliberadamente, obstaculice la legítima y bendita defensa de los intereses de la Iglesia.
Era peor que la peor pesadilla. Joanna, su hermana, se había negado a darle un poco de compota y se había visto obligado a abandonar la casa sintiéndose peor por los mareos del hambre que por los dolores. Valle arriba, rumbo a las alturas donde procuraría exiliarse de la gente y el mundo, nadie había consentido en abrirle la puerta. En todas las granjas donde llamó notó que lo observaban por las rendijas y al descubrir que era Manel, a quien habían comenzado a apodar “Judas”, se retiraban hacia dentro y callaban. Nadie se apiadó de la sangre coagulada en las comisuras de sus labios ni de sus andares renqueantes por la tunda de culatazos, nadie le socorrió y todos respondieron sus súplicas y ayes con el silencio.
Como si fuese un apestado, en ninguna granja ni aldea le habían dado tiempo de pedir algo que pudiese tragar tal como tenía la boca. Cogió varias veces una manzana al pasar junto a los huertos, o un melocotón, pero le era imposible masticar. Durante unos días sólo podría alimentarse de queso, miga de pan, leche y compotas, pero ¿a quién podía pedir esos alimentos?
Se había convertido en un paria. Por ceder a la atracción loca por Marianna, había arruinado su vida y ya no tenía sitio en el mundo. Puesto que ni su propia familia le quería ni se apiadaba, carecía de sentido arrastrar su miserable vida entre la gente. ¿No le llamaban Judas? Pues no tenía otra salida que emular al apóstol traidor; debía ahorcarse colgándose de un árbol. ¿Dónde? Tenía que evitar dar a nadie la alegría de encontrar el cadáver de quien consideraban tan miserable; no permitiría que nadie se alegrase de su muerte; evitaría que quienes tanto le odiaban se regocijaran ante sus restos mancillados por el tiempo y los animales carroñeros. Era mejor que creyesen que había huido. El problema era que no tenía donde huir, su única huida posible era hacia el otro mundo y por ello debía encontrar un lugar lo bastante alejado y recoleto como para que nadie encontrase su cadáver en muchos años.
Más arriba del Pla de Beret había bosques oscuros y densos, muy poco transitados por lo gélido de aquellas soledades. ¿Tendría fuerzas para llegar tan arriba? Era un proscrito a quien todos atribuían las peores maldades y perversidades, así que no importaría si incurría en uno de los delitos más graves que podían cometerse en una comunidad rural como la suya, el robo de un animal.
Había salido de Casarilh a la hora del desayuno, muy poco después de amanecer, y todavía no había conseguido subir las cuestas que conducían a Tredòs a pesar de que no debía de faltar demasiado para el anochecer. ¿Qué importancia tendría robar un caballo, cuando seguramente el animal, que dejaría suelto en el bosque, volvería a su querencia o sería encontrado por alguien? Cuando ese alguien lo encontrase, habría pasado suficiente tiempo como para que todo Aran supiera que habían robado un caballo y lo restituiría a su dueño. Eso haría.
Desanduvo la cuesta que había comenzado a subir con dificultad y volvió atrás, a un prado que había dejado a la derecha un poco más arriba de Salardu. Los tres o cuatro caballos que viera pastando continuaban en el mismo lugar.
Montado a pelo, sin arreos y con sólo una cuerda como brida, consiguió dejar atrás Beret a punto de caer la noche. Mas cuando llegó al páramo que se alternaba con las espesuras casi negras, gracias a la luz de la luna pudo recordar que por ese sitio había pasado ya antes, cuando huía de los franceses tras el espanto de la granja de Felip Servet. Si tuviera valor, si no sintiera tanta vergüenza, seguiría subiendo por su izquierda, hacia el Serrat de la Bastida y, más allá, el Forat de l’Embut. Dados sus padecimientos, llegó a suponer que Marianna y todo el grupo se compadecerían de él y a lo mejor hasta conseguía su perdón. Pero ¿cómo iba a reunir la insolencia necesaria para atreverse? Nunca le perdonarían porque ellos sabían como sabía él que no lo merecía. Nada importaba que la traición no se hubiera materializado. Él había estado dispuesto a entregarlos. No era digno de su perdón.
Cuando alcanzó los primeros árboles, se apeó y dejó libre al caballo tras soltar la cuerda, dándole una palmada en la grupa para incitarle a volver hacia abajo. Vio con alivio que obedecía, tal vez asustado por los aullidos de los lobos.
Examinó la cuerda. No era muy gruesa ni tampoco suficientemente larga. No iba a poder emular al verdadero Judas, ni siquiera le estaba permitida esa grandeza postrera. ¿Iba a dejarse morir de inanición? Alguien, no recordaba quién, le había dicho en alguna ocasión que se moría dulcemente cuando era una muerte causada por el hambre; tal vez había sido Marianna quien lo había comentado, ella que tanto sabía de todas las cosas. Pero esa clase de muerte podía demorar varios días y él no deseaba vivir tanto.
El aullido de los lobos estaba multiplicándose. Murmuró para sí el deseo de que no se debiera al pobre caballo, que lo dejaran volver a salvo al prado de donde lo había secuestrado. Esos lobos podían ser la solución. Si desnudaba su espalda y retiraba las vendas de sus brazos, era posible que les atrajera el olor de sus heridas todavía frescas. Ello le ahorraría cavilaciones. Sí. Esa era la solución.
Hacía frío, un helor que tenía la facultad de hacerle olvidar el dolor y el hambre. Para no borrar el señuelo y permitir así que acabasen los lobos de olfatear la golosina de su olor a carne macerada, permaneció con la espalda desnuda, pero sentado sobre la hojarasca y acurrucado, con los brazos abrazando sus piernas para contener los tiritones y disuadirse a sí mismo de correr de vuelta a Beret. Esperaría.
Lo siguiente ocurrió en el mundo de los sueños. Marianna le perdonaba y hasta le sonreía y, a continuación, muy alarmada por el estado de sus heridas, las cubría con ungüentos y le obligaba a tomar una de las tisanas de Bartolomèu. Y luego, aunque no abandonaba su cuidado, ella proponía a los demás soluciones certeras para la última clave de los cátaros. Y encontraban el tesoro inmediatamente después, un prodigio relucientemente dorado que acababa con las penas no sólo de los guerrilleros del Forat, sino de todo el valle. De repente, dejó de sentir dolor y también frío.
Capítulo XIII
LA CRUZADA
Tercera semana de julio de 1811
Los incendios dejaron de ser novedad. Todas las noches podían entrever alguno inclusive en lugares tan alejados como las laderas de las montañas situadas al otro lado del Garona. Y los que no veían con sus propios ojos, llegaban a su conocimiento por los informes procedentes de todo valle.
Se había establecido un juego muy arriesgado de complicidades y solidaridades que, de momento, representaba cierta protección contra las pesquisas de Guzmán Domenicci. Pero sabían que se trataba de una ventaja provisional. Los cruzados recurrían a tantas crueldades, era tan inmenso el sufrimiento que estaban causando los hombres emplumados y engalanados de azul, que no tardarían en encontrar el campesino o el granjero cuya desesperación le forzara a delatarles.
Nadie conocía con precisión el refugio del Forat de l’Embut, pero era un secreto a voces su ubicación aproximada, por encontrarse en el punto equidistante del arco que formaba el rosario de poblaciones que se aferraban a las orillas del Garona. Los cruzados llevaban casi una semana atormentando a los araneses de toda condición y volvían a leerse proclamas en las iglesias, y en tales ocasiones siempre había al lado del cura celebrante un hombre de Domenicci.
De momento, la solidaridad inmediata y organizada soterradamente, movilizaba a la gente para que los campesinos y granjeros atacados recuperasen bienes por un monto semejante a las pérdidas, pero ¿qué ocurriría cuando volvieran las torturas? Conocido el proceder del romano, todos hacían cábalas sobre dónde ocurriría el primer martirio y quién sería la víctima. Por todo ello, la reunión del Consejo General y algunos curas con el arcipreste a la cabeza, se celebraba con el secretismo de una conspiración.
-¿No teméis por vuestra alma? –preguntó el síndico Raimundo Tinel a los sacerdotes.
-Han sido muchos los momentos de la historia –repuso mossen Pèir- en que un Papa ha dictado excomuniones que luego, y a veces en seguida, eran revocadas por intereses no del todo santos o por negociaciones políticas. Por consiguiente, yo no me siento concernido por la excomunión de Domenicci si incurro en ella, como lo hago, por salvar o ayudar a mis vecinos, y aplico las más elementales reglas de la caridad obedeciendo las enseñanzas de Nuestro Señor.
-Entonces… -Tinel vaciló-, ¿puedo tener la garantía de que lo tratado en esta reunión jamás saldrá de vuestros labios?
-Ni de los míos –repuso mossen Pèir- ni de los de los curas aquí presentes. No he convocado a los que temo que pudieran dejarse intimidar por Domenicci.
-Bien –el síndico sonrió-. Entonces, habría que ver cómo ayudar a los guerrilleros cátaros. Estamos en una especie de callejón sin salida. A ellos les protege el silencio de los vecinos, pero este silencio está provocando demasiado sufrimiento. Por ahora, los cruzados del romano tienen escasas posibilidades de alcanzar sus objetivos, pero tampoco los guerrilleros podrán alcanzar los suyos, que en las circunstancias presentan significarían ni más ni menos que la paz y la libertad de todo el Valle de Aran. Hay que desequilibrar esa balanza, pero los guerrilleros no podrán avanzar mientras no dispongan más que de arcos y flechas. Por ello, propongo que tratemos de conseguir armas de fuego para hacérselas llegar.
-¿Armas de fuego? –mossen Pèir tenía expresión muy complacida a pesar de la sorpresa-. Por desgracia, no creo que haya tales armas en Aran.
-Pero si todos nosotros nos pusiésemos a ello –discurrió Raimundo Tinel- tal vez encontraríamos el modo de conseguir algunas.
Los últimos días, todas las reuniones eran amenizadas por los ronroneos del hijo de Jàn. Teresa presentaba a todas horas una expresión radiante con el niño en brazos, mientras que Jàn, mirándolos orgulloso de reojo a los dos, se consumía de preocupación.
-Las aguas del río Garona vienen de lo alto, muy de lo alto –dijo Laurenç- y bajan y bajan sin cesar.
Marianna sonrió levemente, pero se negó a mirarlo a la cara. Sabía que se trataba de una deducción a la que el mossen había llegado por sí, sin tener conocimiento de lo que ella y Bartolomèu habían conversado al respecto, lo que venía a sumarse al hecho desconcertante de que hubiera resuelto la clave de Vilac y encontrado el escondrijo. Todo lo cual le causaba extrañeza no exenta de admiración, pues tales sutilezas podían forzarla a replantearse su opinión sobre él. Miquèu respodió a Laurenç:
-Entonces, me da que el problema no tiene solución, porque son unas ocho leguas de recorrido del río dentro de Aran. Como buscar una aguja en un pajar.
Pero Laurenç tenía un pálpito:
-¿Y si en vez de pensar en todo el río, pensáramos sólo en un punto concreto?
Ahora sí, Marianna lo miró a los ojos.
-¿Qué queréis decir, mossen?
-No me llames mossen, Marianna. Ya no lo soy.
-¿Se puede dejar de ser sacerdote? –preguntó Marianna sarcásticamente-. ¿No es la consagración sacerdotal un sacramento que imprime carácter?
-No te burles, por favor.
-¿Cómo debería llamaros, mossen?
-¿Qué tal Laurenç?
-De acuerdo, Laurenç –concedió Marianna, tuteándole por primera vez-. ¿A qué te refieres con eso de pensar en un punto concreto del río?
-A que el río se precipita en muchos puntos. No exactamente el Garona, pero sí todos los afluentes dentro del valle, que al fin y al cabo son aguas que confluyen y bajan juntas.
-No acabo de comprender –se lamentó Bartolomèu.
-Quiere decir –le aclaró Marianna- que debemos buscar una cascada.
-La más bonita de Aran es la cascada de Pish, en el Pla de les Artiguetes, del río Varrados –declamó Ricar, que sostenía la mano de Miquèu entre las suyas-. Lo menos salta cincuenta varas.
-No son tantas varas, Ricar –contradijo cariñosamente Miquèu-. Me da que son unas treinta.
-¿Y habrá cerca alguna tumba? –preguntó Marianna.
-Me da que no –afirmó Ricar.
-Pero hay que explorarlo –afirmó Laurenç.
-Yo sólo la vi de pasada –dijo Marianna-. Los que conozcáis bien el lugar, discutid la manera de ir a mirar por allí y organizad la excursión sin que represente riesgo para los que vayan ni peligro de que nos descubran. A ver, un par que… sí. Vosotros dos, Lauren y Miquèu. Iréis mañana, a primera hora.
-¿Sin Ricar? –protestó este último.
-No exageres, Miquèu –reconvino Marianna-. Todas las parejas del Forat tienen que separarse de vez en cuando. No pretendas ser la excepción.
-Falta la otra cuestión –apuntó Bartolomèu.
-Sí –concordó Marianna-. La otra cuestión es que hay que parar a los cruzados. No podemos permitir que sigan quemando granjas, no sólo por el sufrimiento que causan, sino porque no tardarán en encontrar un granjero que prefiera hablar a perder sus animales.
-¿Y con flechas pararlos conseguiremos? –preguntó Marc.
-Tendríamos que buscar mosquetes –afirmó Marianna-. ¿Dónde hay armas de fuego en este valle?
-En número suficiente, sólo en un lugar –dijo Laurenç con tono gutural a través de una media sonrisa, y casi como si hablara para sí-. ¿Alguien supone que puede haber armas de fuego en algún sitio de Aran, como no sea en el fuerte de la Sainte Croix?
Algunos sonrieron, pero casi todos suspiraron. Pensar en esas armas del arsenal de los franceses pertenecía al reino de los sueños. Por lo tanto, les asombró que la expresión de Laurenç no fuese soñadora.
Sí se lo pareció a Miquèu cuando Laurenç lo sacudió mucho antes del alba. Abrazaba a Ricar y el mossen debía de haber interrumpido un sueño hermoso, puesto que sintió enojo al despertar.
-Ni siquiera ha amanecido –protestó en susurros.
-Prepara el caballo de prisa –urgió Laurenç hablándole en el oído-. Nuestra excursión va a llegar un poco más lejos que la cascada de Pish.
-¿Qué decís, mossen?
-Ya no soy mossen, Miquèu. Disponte para el camino. En cuanto salgamos, te diré a dónde iremos.
Hacía frío, mucho frío. Pero lo sentía, y eso era extraordinario por sí mismo. Se tocó el hombro esperando que el roce de su mano fuese doloroso; perplejo, descubrió que casi no le dolía. El duermevela debía de durar ya muchas horas, tal vez muchos días, pero ahora no soñaba. Estaba vivo.
Manel tuvo un sobresalto cuando comprendió que no había muerto. Se incorporó a medias hasta quedar sentado sobre la mullida hojarasca llena de hongos e insectos. Era de día, mas ¿qué día? Se arropó cuando sintió un escalofrío, puesto que su espalda continuaba desnuda y expuesta a la brisa helada que bajaba de la cresta nevada del monte, y al cubrirse la carne torturada por los cruzados de Domenicci notó con extrañeza que el roce de la ropa no le causaba dolor; ni siquiera le escocía mucho y el picor le molestaba más. ¿Qué milagro le había permitido sobrevivir donde el hecho de vivir ya era difícil? ¿Por qué le habían respetado los lobos? ¿Ni siquiera ellos lo querían como alimento? ¿Qué le había hecho despertar?
Esta última pregunta le causó un nuevo sobresalto. Había despertado por un ruido intruso, eso tenía que ser; un ruido que no sería uno de tantos rumores con los que latía la vida del bosque. Se alzó un poco más con mucho cuidado, y sus propias cautelas le hicieron sonreír con amargura y desprecio de sí mismo. ¿No deseaba apasionadamente morir? ¿Iba a tener miedo del peligro sintiendo ese deseo?
Con temor a ponerse de pie, se levantó hasta quedar de rodillas y se desplazó un poco para acercarse al grueso tronco de un abeto viejo. Al otro lado, de más allá de ese tronco, llegaba alguna clase de rumor. Poco a poco, con mucho cuidado, fue asomándose para ver qué lo producía. Un grupo de cruzados, elegantemente vestidos de azul, cargados de armas, en torno a una pequeña hoguera, y seis caballos amarrados un poco más lejos.
Se ocultó como si lo moviera un resorte. ¿Qué hacían los cruzados en esas alturas? ¿Habían seguido su rastro? ¿Le habían dejado marchar vivo de Vielha para seguirle en cuanto se pusiera en marcha, con la pretensión de descubrir el refugio de los guerrilleros? Dedujo que habían debido de estar espiando la casa de su hermana hasta verlo salir. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Su hambre insatisfecha y el dolor le habían nublado la mente?
Se encontraban a unas cien varas, ladera abajo, junto a un pequeño torrente, y estaban asando un animal. Comprendió que no le había despertado el rumor, sino el olor, porque la visión del animal desollado, probablemente un rebeco, ensartado en una gruesa vaya entre dos horquillas, le hizo relamerse al caer en la cuenta de su hambre, apremiante como pinchos en el estómago. Había una zarzamora cerca, a su izquierda, y se arrastró hacia ella palmo a palmo y sin ruido; agazapado, se atiborró de moras durante largo rato y sólo cuando empezó a sentirse saciado cayó en la cuenta de que la boca no le dolía al masticar. Lo que ahora sentía era una sed terrible que el jugoso fruto no aliviaba. Necesitaba beber, pero no había a la vista más agua que la del torrente junto al que acampaban los cruzados.
Asombrosamente, la fuerza estaba volviendo a sus miembros mientras le torturaba la sed. No podía bajar hacia el torrente. Giró la cabeza; unos doscientos pies ladera arriba quedaba escarcha en los lugares sombreados blanqueando el follaje de algunos arbustos; probó a reptar y viendo que podía, fue arrastrándose hacia la incitadora promesa blanca. Lamiendo las ramas y las hojas, poco a poco consiguió dejar de sentir la insoportable sequedad de la boca.
¿Qué pretenderían esos hombres tan por encima del Pla de Beret? Podía intentar acercarse, a ver si de sus conversas sacaba una conclusión; pero recordó que ellos hablaban solamente francés y no entendía esa lengua. Aunque… alguien había mencionado en el Forat de l’Embut que no todos los cruzados de Domenicci habían llegado de Francia. Algunos procedían del obispado de Seo de Urgel. Tal vez estos se expresaban en catalán o castellano, lenguas que conseguía entender aunque con dificultad.
Una vez calmada la sed, tuvo ánimos para arrastrarse cerca del grupo. Hablaban en catalán de lo poco sabroso que resultaba el asado, puesto que no disponían de sal. En cambio, Manel proclamó para sí mismo que podría engullirlo entero si estuviese a su alcance. Aunque el rebeco permanecía casi intacto, se dieron por saciados y apagaron el fuego. Mientras lo hacían, a Manel le pareció que comentaban los acontecimientos del valle y los destinos adonde habían ido otras “cohortes”, palabra que no entendió. A continuación, siguió este diálogo:
-Entonces, ¿acampamos por aquí o volvemos atrás? –preguntó uno.
-Hace mucho frío en estas alturas. Mejor será que exploremos un poco más y que volvamos abajo antes del anochecer –respondió otro.
-Sí, será lo mejor –dijo un tercero-. Pero en vez de volver por Beret, podríamos cruzar esa sierra y bajar hacia Vielha por el otro río. Así volveríamos con información más amplia.
Manel se dio cuenta de que se proponían atravesar el Serrat de la Bastida y salir hacia el Unhola demasiado cerca del Forat de l’Embut. Después de lo de la granja de Pau Palop podían haber quedado señales de la huida por ese lugar, ramas partidas u objetos olvidados, lo que situaría en el rastro de los guerrilleros a estos cruzados, tal vez los mismos que le habían torturado. ¿Qué significaría “explorar un poco más”? ¿No le perseguían a él y trataban de encontrar el refugio al albur?
Entonces advirtió que en la dirección de Beret subía humo hacia el cielo. No era muy denso pero, teniendo en cuenta la lejanía, podía tratarse de una granja incendiada. Los cruzados habían dicho que explorarían por esa comarca durante un rato; ¿llamarían “explorar” a torturar a los granjeros, que no podían responderles satisfactoriamente porque no sabían dónde estaba el refugio? Si era ésa su manera de explorar, el siguiente interrogatorio podía demorar mucho, porque no había granjas más arriba, lo que ellos tardarían en descubrir. Eso le daba un margen de tiempo.
Sin dejar de reptar, volvió al punto donde había despertado. La cuerda que sirviera de brida del caballo continuaba en el mismo lugar; se la envolvió en torno al cuello y continuó, a rastras, hasta el punto exacto por donde esos hombres, cuando se dieran por vencidos y abandonaran la exploración, estarían obligados a pasar si, como habían dicho, atravesaban la Bastida hacia el Unhola.
Aparte de comerse con delectación, aunque sin masticar, un muslo entero del rebeco abandonado sobre las brasas, dedicó las siguientes tres horas a preparar un arco. Desgraciadamente, no podía encender un fuego que le ayudase porque le delataría; sólo disponía de esas brasas, junto a las que no debía permanecer porque languidecían junto al torrente en una zona descubierta. Conservaba un cuchillo muy pequeño que los torturadores no habían tenido el tino de descubrir en su escondite, prendido a la faja que ellos mismos le habían quitado a tirones; tampoco los vecinos que lo habían llevado a casa de Joanna, sin vestirlo y con toda la ropa encima de él, se habían dado cuenta del leve peso extra que el cuchillo sumaba a la faja. Ahora, iba a ser el instrumento de su venganza.
Cuando los seis hombres lujosamente vestidos de azul se disponían, a media tarde, a subir hacia el Serrat de la Bastida, Manel contaba ya con un arco, aunque no del todo a su gusto, tensado con uno de los cabos de la cuerda con la que había intentado ahorcarse, y veinte flechas relativamente practicables en un carcaj improvisado con el resto de la cuerda, hojas de haya y ramas pequeñas y flexibles de abeto.
Aunque no tenía caballo, le favorecían algunas ventajas sobre los cruzados: conocía perfectamente el camino, ellos no sabían que alguien les acechaba, tenían que llevar las monturas al paso por lo empinado de la subida y la estrechez de la senda y, evidentemente, no entendían el lenguaje del bosque.
No podía permitirse marrar con ningún disparo ni dar lugar a que un fallo sirviera de alerta al resto del grupo; por lo tanto, sólo dispararía hacia blancos muy claros. Lástima que las flechas no resultarían muy certeras, porque las había tenido que elaborar sin fuego, con los materiales a su alcance y tan sólo con un pequeño cuchillo. Pero a pesar de sentirse débil y con las facultades mermadas, estaba convencido de que atinaría, porque empezaba a acumulársele en la sangre el rencor hacia esos hombres, rencor que, durante no sabía cuántos días, no había podido alimentar por estar inconsciente. La sabia naturaleza había ido sumando en su pecho las cuotas diarias del ansia natural de venganza, y ahora ese sentimiento arrebataba su mente hasta privarle de toda posibilidad de pensar en otra cosa.
Los cruzados iban en fila, por la estrechez y las dificultades del camino. Manel se adelantó a ellos, yendo a apostarse en lo alto de una peña situada a la derecha; dejó pasar a cinco, ya con el arco dispuesto, y disparó cuando vio el cuello del sexto como un blanco seguro. Cayó fulminado y ni siquiera el que lo precedía se percató de la caída, pues el que encabezaba la fila no paraba de gritar órdenes y advertencias, como si necesitase reafirmar a cada paso la autoridad con la que seguramente había sido investido hacía poco y que le quedaba ancha. Manel sonrió; la bisoñez de ese cabo recién ascendido era un buen aliado.
Abatió a dos más con la misma facilidad antes de que los tres primeros lo advirtiesen. Ocurrió en una revuelta del camino ascendente. Al virar, el que iba tercero comentó la dificultad de la muy escarpada subida volviéndose un poco hacia el cuarto; al no responderle, volvió la cabeza y el torso, para descubrir que nadie le seguía. Situado en ese instante a la izquierda de la vereda, Manel tenía preparado el arco y cuando vio que el joven comprendía que algo inesperado ocurría, disparó para tratar de evitar que diera la alarma. Pero la flecha no atinó en el cuello, sino que fue dar en su hombro y no era lo bastante pesada como para atravesar el rico y abundante paño azul; el cruzado sólo sufrió una momentánea pérdida de equilibrio y en seguida se puso a gritar:
-¡Nos atacan! ¡Atención! ¡Nos acorralan!
Al instante siguiente, los tres dispararon sus mosquetes al tuntún, sin intentar siquiera la tarea imposible de ver a través del denso bosque. Encaramado a las ramas de un haya, Manel vio la expresión de terror de los tres mientras trataban apresuradamente de cargar los mosquetes de nuevo. Tenía que completar el efecto, de modo que disparó una nueva flecha al muslo del tercero de la fila, y ahora sí se le clavó. Tras un grito aterrorizado de dolor, el muchacho espoleó el caballo gritando:
-¡Huyamos!
El grito y la carrera sirvió para que los precedentes hicieran lo mismo y en seguida se perdieron los tres de vista sierra arriba, hacia el paso que les llevaría al valle del Unhola.
Inmóvil y embozado, Manel dejó transcurrir muchos minutos, una hora tal vez, y cuando se convenció de que los tres hombres corrían hacia su salvación y no iban a volver, fue en busca de los caballos. A dos los localizó pronto, y los fue amarrando al tronco más cercano. El tercero fue más difícil de encontrar porque comenzaba a anochecer. Se orientó en su dirección por los relinchos, pero tuvo la suerte de no acercarse más que lo justo para comprender lo que ocurría; el pobre animal se agitaba cercado por una manada de lobos. Eso le dotaba a él de la ocasión de alejarse con posibilidades de no ser atacado, pues el paso que iba a atravesar en cuanto cayese la noche era el territorio natural de varias manadas como ésa. Pero tenía que borrar todos los rastros que pudiese, puesto que la desaparición de tres cruzados iba a movilizar a todos los demás en su busca; localizó los tres cadáveres, lo que fue muy fácil puesto que no podían alejarse del camino como habían hecho sus monturas; les quitó la ropa, los cascos y las armas, lo amarró todo a lomos de uno de los caballos hasta formar un lío bastante voluminoso y, montando en el otro, emprendió la marcha sin tener claro a dónde iría. Los lobos se encargarían de terminar de borrar el rastro que representaban los tres cadáveres.
No podía quedarse en las comarca del Pla de Beret ni en las alturas en que ahora se encontraba, donde abundaba la nieve. Tampoco tenía donde ir si bajaba al valle; en todo el curso del Garona no encontraría quien aceptase cobijarlo, mucho menos esconderlo de la persecución de los cruzados de Domenicci. Decidió atravesar la Bastida, buscar un bosquete de los que se aferraban a la vertiginosa bajada hacia el Unhola y allí dormiría. Cuando amaneciera, su recuperación sería más completa, habría aumentado su fuerza y tendría cabeza para tomar una decisión.
Al guiar los caballos por una trocha entre la maleza que cubría un talud, impulsados por la inercia Laurenç y Miquèu estuvieron a punto de toparse con tres jinetes que circulaban por el camino real, un grupo que encabezaba un cruzado y otro lo cerraba, dando la impresión de que guardaban y escoltaban al hermoso joven lujosamente ataviado que galopaba en el medio. La precipitación de los tres evitó que descubrieran a los dos guerrilleros con los que habían podido chocar.
-¿A dónde iran ésos? –preguntó Laurenç.
-Corren hacia el norte –comentó Miquèu-. Me da que van a Cominges o Tolosa, con una encomienda urgente del romano. Hemos tenido suerte de que no nos vean.
Acababan de bajar de Casau y Gausac eludiendo los caminos, a través del bosque, y precisamente en el momento que tenían que cruzar el Garona habían estado a punto de ser sorprendidos.
-Casi nos pillan –dijo Laurenç-. Tenemos que volver atrás para indagar, a ver si alguien por Vielha tiene idea del porqué de sus prisas.
-Es casi mediodía, mossen. ¿Cuándo iremos a explorar la casca de Pish?
-¿Cuántas veces tendré que decirte que no me llames mossen? Sólo nos separan unas cuantas varas de Vielha. Volver atrás y tratar de averiguar no puede llevarnos más de media hora. Lo de la cascada creo que lo he resuelto ya y no creo que nos lleve mucho tiempo.
A Marianna, las miradas que Felip le lanzaba sin disimulo le causaban incomodidad y un raro vacío en el vientre. Lo hacía a todas horas, merodeando en torno a las reuniones, cuando cantaba, al moverse dentro de la mina o en el exterior; cada vez que pasaba a su lado parecía suplicarle con los ojos que le abriera el cobijo de sus brazos. En el ánimo de Marianna había dejado de haber lugar para la compasión; y a pesar de la insistencia que llegaba a parecer maniática, tampoco lo había para ninguna clase de ironía. Lo que él le ofrecía era, en realidad, mucho más valioso de lo que ella podía ofrecerle, porque no había en su cuerpo ni en su corazón una fibra que reaccionase ante él, nada que vibrase por algo más que una especie de sentimiento maternal. El muchacho, sin embargo, creía que no podía haber en el mundo ni en su vida otra mujer que ella; se ofrecía, pues, completamente.
Todas sus canciones eran un canto a ese amor absoluto y absorbente. Cantaba casi todo el día, y por el placer de escuchar su música le exoneraban los demás de las labores. Por consiguiente, era una declaración de amor eterno lo que devolvían los ecos de las montañas a todas horas. Un amor expresado con toda su vehemencia de adolescente, sin tapujos ni complejos, entre las sonrisas comprensivas y sarcásticas de los guerrilleros y los asentimientos enternecidos de sus esposas.
Todo ello le producía a Marianna consternación. Ahora que Laurenç había serenado su furor y ocultaba los celos, temía que Felip convirtiera en peligroso fuego externo lo que le quemaba por dentro.
-Faltan un par de días para San Jaime –le dijo Bartolomèu- y digo yo que la mayor ventura es pillar la coyuntura. ¿Alguien bajará a Arties a indagar sobre tumbas antiguas?
-Antes de tomar decisiones –repuso Marianna-, mejor esperamos a que regeresen Miquèu y Laurenç de la cascada de Pish, a ver qué han averiguado.
-Pues deben de estar a punto, porque salieron dos horas antes de amanecer.
-¿De veras? No lo sabía.
-Suerte que tienes, Marianna, de ser joven y dormir bien; juventud divino tesoro. Lo más fastidioso de hacerse viejo es que ya no consigues dormir como en tus años mozos, que la vejez es toser y preguntar qué hora es. Yo me desvelo casi todas las noches, antes porque echaba de menos a mi mujer y ahora porque, tal como están las cosas, siento que debo protegerla, que marido celoso no tiene reposo. Laurenç y Miquèu se fueron en plena madrugada con mucho tiento, y no comprendo por qué tan temprano, ya que no creo que haya más de una hora de camino a la cascada de Pish.
-Pues sí que es raro, sí –murmuró Marianna, preguntándose si se avecinaba otro problema.
En ese momento llegó corriendo Ricar, que aunque no le tocaba guardia en la peña vigía, llevaba toda la jornada yendo a cada rato a dar una ojeada, como si con ello pudiera acelerar el regreso de Miquèu. Dijo con voz entrecortada:
-Se acerca un jinete Unhola arriba, y no es ni Miquèu ni el mossen.
-¿Un soldado? –preguntó Marianna con los brazos en tensión y a punto de saltar.
-No es un soldado, ni uno de esos cruzados terribles. Viste como cualquiera de nosotros, pero es una cosa muy rara, porque además del suyo, trae detrás otro caballo cargado con hatos muy grandes.
Marianna se puso de pie y corrió hacia la hoguera donde casi todos los guerrilleros se encontraban preparando flechas.
-Atención –dijo-. Todos en guardia, porque llega alguien que no conocemos, y se acerca de modo extraño. Hugo y Amiel, coged los arcos y preparaos a disparar desde la peña vigía. Vosotros, Francesc y Andrèu, haced lo mismo sobre el tajo que hay al otro lado del camino. Ocultaos de manera que ese visitante no os vea al llegar, por si trajera un arma de fuego escondida. Dejadlo pasar, pero en seguida que lo haga, situaos tras él y hacedle notar que le apuntan cuatro flechas dispuestas a matarlo.
Cuando comprobó que se ponían en movimiento, se acercó a la bocamina. Salvo Teresa, que pasaba casi todo el día ocupándose del niño, todas las mujeres estaban muy atareadas, unas con los preparativos de la cena y otras, remendando la ropa. Les dijo con tono apremiante aunque bajo:
-Apartad la comida del fuego, deprisa, y agrupaos todas en el fondo de la mina, pero cada una con un machete dispuesto.
Acompañada de Bartolomèu, Marianna se situó en el centro del pequeño llano, a esperar. Paso a paso, fue apareciendo en el estrecho pasaje primero la cabeza, casi oculta por un tosco paño. Luego, los hombros cubiertos por un burdo manto aranés de lana cruda, y a continuación, la cabeza de un caballo demasiado distinguido y hermoso como para pertenecer a un campesino del valle. Una vez rebasada la peña vigía, el jinete contuvo a la montura y se detuvo sin desmontar, y ello permitió comprobar la elegancia insólita del caballo. Detrás, los cuatro centinelas habían tensado los arcos con las flechas a punto. El hombre llevaba barba de varios días, una barba tupida y oscura que le desfiguraba las facciones, pero no por ello dejaba de tener un aire familiar.
-Parece… -murmuró Bartolomèu.
-¡Es él! –exclamó Marianna, indignada, y gritó a continuación: - ¿Cómo te atreves, Manel?
Éste saltó del caballo y se postró ante los dos. No sólo se arrodilló, sino que se echó del todo en el suelo, con el rostro hundido en la tierra. Antes de que pudiera decir las palabras que había ensayado centenares de veces desde que decidiera esa mañana volver al Forat de l’Embut, los cuatro arqueros lo agarraron cada uno de una extremidad y lo pusieron de pie, inmovilizado.
-Conocemos todos los pasos que has dado, Manel –acusó Marianna.
-Ya lo imaginaba –respondió Manel muy bajo, sin alzar los ojos del suelo-. Pero sabed que no llegué a joderos de veras y mirad si lo dudáis mi espalda y mi boca. Veréis los signos terribles de lo que me han hecho sufrir. Los cruzados del romano me han torturado mucho más de lo que cualquier hombre puede soportar. Vivo de milagro, y todavía no creo que esté vivo, pero vengo a suplicaros perdón, porque vosotros sois no sólo la esperanza de libertad para el valle, también sois mi única esperanza. Por favor, digo la verdad y mi arrepentimiento es sincero. Para que podáis creerme, desatad el lío que carga ese caballo, y veréis.
-¡No toquéis el bulto! –gritó Marianna a los cuatro arqueros-. Seguid inmovilizando a Manel de modo que no consiga mover ni un dedo, y tapadle la boca para que no pueda gritar ni silbar. Llevadlo dentro de la mina y amarradlo a una entiba bien al fondo, amordazado.
Mientras los cuatro obedecían, Bartolomèu murmuró en el oído de Marianna:
-Para ser justos, tenemos que hacer con él como con todos, Marianna. No lo castigues hasta que podamos componer el jurado.
-El castigo no será definitivo hasta que no lo juzguemos. Pero no podemos dejarlo a sus anchas. Podría ser un de caballo de Troya; hay que comprobar que no es la avanzadilla de ningún grupo que esté acampado por ahí abajo, aguardando una señal suya.
-Recuerda un detalle. Las trampas que tenemos preparadas. Si subiera un grupo de enemigos, no las descubrirían a tiempo y caerían en ellas.
-Pero pueden haber fallado, Bartolomèu. Tienen que estar mal montadas, porque Manel no ha caído en ninguna de ellas, o nos habríamos dado cuenta. Esto no tiene sentido; las trampas se instalaron después de que él nos dejara para traicionarnos. ¡Huy, huy! Me temo lo peor…
-¿Que tenga un cómplice entre nosotros? –preguntó Bartolomèu con un sonrisa, como si la idea le pareciera una broma.
-¿Tiene otra explicación que haya sorteado las trampas? –Marianna sentía crecer su preocupación-. Vamos a tener que vigilar con mucho cuidado a ver quiénes se acercan a Manel y lo que hagan.
-¿Y ese bulto? –preguntó Bartolomèu señalando el fardo que cargaba el otro caballo.
-Es demasiado grande –respondió Marianna-. ¿Está bien atado?
-Parece que sí.
-Pues dejémoslo ahí. Si es un enemigo escondido, daremos tiempo a que se asfixie.
Laurenç y Miquèu volvieron de noche, cuando varios de los guerrilleros dormían ya y Marianna, sentada con Bartolomèu junto al fuego, comentaba sus inquietudes en relación con Manel sólo con el propósito de seguir esperándoles. Portaban un nuevo rollo de pergaminos sobre el que no entraron en explicaciones, ni sobre el porqué de haber salido tan temprano para ir a la cascada de Pish ni a qué se debía el retraso. Se mostraban mucho más alterados por la noticia que Laurenç se apresuró a contar:
-Ayer mataron a varios cruzados del romano por Beret. Según murmuran por Vielha, Domenicci casi se ha vuelto loco de cólera y hemos visto a su secretario partir a galope con dirección a Cominges. Todos, con el síndico a la cabeza, están convencidos de que el secretario corre en busca de refuerzos.
-Aquí también hay novedades no muy halagüeñas –dijo Marianna-. Tenemos que celebrar una asamblea a primera hora de la mañana. Salisteis muy temprano y volvéis de noche, ¿tanto tiempo ha tomado lo de la cascada de Pish? ¿Cómo habéis encontrado estos pergaminos?
-No te impacientes, mujer –dijo Laurenç con expresión seria pero con chispas en las pupilas-. En esa reunión de mañana habrá tiempo para todas las explicaciones. Ahora, Miquèu y yo necesitamos descans
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