domingo, 16 de marzo de 2008

Fragmento censurado de mi libro "CÁTAROS"

El terror interminable
Una mirada somera a las peripecias de los cátaros, deja la impresión de que su historia es la del terror interminable. Siendo mansos y amantes de la belleza, su vida transcurrió entre hogueras, matanzas de niños, latigazos y exterminios. Jamás dejaron de estar expuestos al terror, inclusive antes de tener la oportunidad de organizarse más o menos como una comunidad coherente, y aun después de los grandes holocaustos continuaron siendo acosados uno a uno y por todas partes. Los persiguieron por doquier, hasta mediado el siglo XIV
En 1234 ya llevaba la Inquisición instituida muchos años, aunque sólo tres oficialmente. Las quemas se habían convertido en sucesos cotidianos. Hechos como los de Bran o Beziers ya no horrorizaban, por su cotidianeidad.
La gente común reaccionaba a veces, como cuando el pueblo saqueó el convento de los dominicos (los protagonistas de la Inquisición) en Narbona, el feudo del incalificable Arnaud Amaury. Pero eran hechos muy infrecuentes, porque el terror perseguía con saña, martirizaba y exterminaba la disidencia, se aliaba hasta con los malvados más malvados de la época con tal de que declararan de boquilla, pero públicamente, su lealtad al papa.
Así nació un proceder que puede observarse en nuestros días. La iglesia romana condena el escándalo como uno de los pecados mayores. Si se peca, si se realizan barbaridades, hay que hacerlo muy discretamente. Y esta hipocresía institucionalizada vale para todo lo que la iglesia considera pecados: la homosexualidad, la infidelidad, la explotación; se pueden practicar siempre que nadie se entere ni se reconozca públicamente. Un padre de familia o un obispo estadounidense pueden ser pederastas, pero lo que le interesa a su iglesia es que nadie se entere. En cambio, si un homosexual tiene la valentía de reconocer públicamente que lo es, para la iglesia constituye escándalo y es, por tanto, reprobable. La hipocresía institucional, que es llamada reserva, discreción y demás, es la característica que más distingue a los clérigos y la curia vaticana. Se puede liquidar fraudulentamente bancos, estafar desde la Banca Ambrosiana, robar desde una mesa de despacho, mentir en un juicio, explotar a los obreros, organizar cadenas fraudulentas; se puede cohabitar con la mujer del jefe de la guardia suiza y con su marido, y matar a éste. Pero la cuestión importante es que no se sepa. No se puede escandalizar a nadie con tales barbaridades.
La hipocresía y la reserva pueden manipular pretextos para aminorar los mayores horrores. El sentido hipócrita de la moral que ha extendido el perdón de los pecados de la confesión es una de las mayores lacras de nuestra sociedad actual. Un poderoso, por ejemplo un gran hombre de empresa, puede comulgar todos los días según esa moral, aunque cuando llegue a su despacho cometa las mayores atrocidades e injusticias, despida a ancianitas enfermas o a padres de familia numerosa en nombre del éxito de su empresa. Ni siquiera sentirá la culpa y aunque creyese que todo eso es pecado, tampoco se inquietaría porque “cuando me confiese, me perdonarán”.
En nombre de ese perdón de los pecados obtenidos con el acto de confesarse, el horror continúa. Son cometidas arbitrariedades y agresiones terribles por parte de personas que se declaran muy buenos católicos, practicantes, de comunión diaria. Las atrocidades no les crean el menor sentimiento de culpa, porque bastará arrodillarse ante el confesor para que todo le sea perdonado.

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