lunes, 28 de julio de 2008

EL HOMBRE QUE QUISO MORIR


Quería vehementemente vivir, pero no se lo permitían. Se lo habían robado todo. Todo. Con artimañas y engaños. Doce, veinte años de trabajo. Nada. Había sido estafado y escarnecido. No tenía nada. Hacía un mes que comía un par de huevos hervidos al día y pan con aceite. Empezaba ya a sentir los perniciosos efectos de una dieta tan desequilibrada, pero a pesar de sus graves enfermedades quería seguir viviendo. Apasionadamente. El régimen alimenticio, el estupor, la indignación por la estafa y la imposibilidad práctica de continuar le habían vuelto insomne, pues ni doblando la dosis de medicamentos conciliaba jamás un sueño plácido, jamás dormía como una roca. Pero quería vivir. Tenía tanto que decir todavía… Quedaban en el ordenador tantas historias a medio tejer, tantos relatos, tantos dramas y programas de televisión, tantas sátiras, que serían necesarias cuatro o cinco vidas como la suya para terminarlo todo. Tenía en la cabeza mil ríos, cien palacios, siete universos uno sobre otro, nueve infiernos y cien mil vidas que contar. Pero no iba a poder. Moriría poco a poco, de desnutrición o súbitamente, por un cuarto infarto.
El día que llegó el alguacil a avisarle del desahucio comprendió que vivir ya no era una opción para él. Tal vez habría podido seguir un poco más sin dormir ni comer, pero dónde iba a esperar. Miró al alguacil notando el rubor en sus ojos, bajos para no mirarle de frente. No le quedaba a quien pedir ayuda. Durante el ayuno había llamado a muchas puertas, ¿Pero tendría la gente tapones de cera en los oídos?
No consentiría en ver el desahucio. Él no significaba nada pero había en su casa demasiadas cosas valiosas de ésas a la que la gente no concede ningún valor. Tenía que tomar cuidadosas provisiones. Escribiría al heredero y las personas que tal vez quisieran ayudar a éste para que no todo se perdiera.
Antes de que el eclipse cubriera del todo su cabeza, escribió la carta y la envió, y fue sintiendo como un bálsamo la oscuridad que iba envolviéndolo.
La dramaturga leyó el mensaje de las primeras. Casi saltó en el taburete de júbilo. ¡Por fin! Podía superar el perpetuo vértigo del folio en blanco porque, de repente, aparecía ante ella un impresionante drama que contar. Maravilloso. Hasta podría ganar algún premio.
El comentarista tuvo un arrebato. Afortunadamente, esa noche dejarían de burlarse de él en la tertulia de la tele, porque contaría una historia con carne, estremecedora. Iban a tomarlo muy en serio a partir de ahora. Cuando hablara de caminos hechos a pasos renqueantes, de obstáculos ensangrentados y salvados, y de estelas iluminadas con resplandores del corazón, verían todos que él era un comentarista riguroso a pesar de todo.
El cronista levantó el teléfono y empezó una larga retahíla de llamadas a quienes conocían al suicida mejor que él, a fin de escribir el obituario más lacrimógeno de la historia, por el que pasaría sin duda a la primera línea de todos los honores.
El pariente abrió el correo de internet por casualidad. Miró el reloj. Habían pasado ya dos horas desde el envío, pero a lo mejor conseguía llegar a tiempo. Marcó el número de la policía.
El hombre que quiso morir sintió que los cortinajes negros de su eclipse estaban siendo descorridos. Era un amanecer frío y silencioso a pesar de las voces impacientes que estaban gritándole “despierta”. No sentía miedo ni dolor, ni siquiera su cuerpo. Había muchos hombres alrededor, con uniformes diferentes, pero no les veía las caras ni las intenciones. Parecían enfadados. ¿Iban a hacerle daño? De todos modos, no creía que fuesen reales. Debían de tratarse de un sueño. De pronto, sintió la inercia, por lo que supuso que estaría volando muy rápidamente en sueños. Pero otra vez se corrió la cortina y la bendita oscuridad volvió.
Una voz muy dulce le hablaba amablemente. No la veía, pero supo que era una mujer muy delgada. “¿Por qué, por qué?” Le preguntaba. ¿Qué querría saber? Trató de responder, pero la neblina lo arrebató de nuevo.
¿Qué era la luz que entraba por la ventana? No podía ser. Le alcanzaba un sol matinal muy fuerte, de amanecer, mientras que él había emprendido el viaje a mediodía. Alzó la cabeza lo necesario para descubrir que estaba en una habitación ocupada por otros tres hombres. En cuanto abrió los ojos, llegó una mujer que le encajó una especie de mascarilla burbujeante. Oxígeno. ¿Qué podría significar todo eso?
Lo sacudieron dos horas más tarde. “Ahora va a verte la doctora”. Al recorrer los once pasos hasta el despacho, comprendió “¡Maldita sea!, alguien me ha hecho fracasar”. Tuvo que contarle a la jovencísima doctora la historia de su vida. No sintió rubor. El estado aletargado de su cuerpo lo desinhibía. Conforme más avanzaba en el relato, más se convencía de que no tenía más remedio que consumarlo. Debía engañarla, convencerla de dejarle salir del hospital cuanto antes. Le explicó que, habiendo fracasado, debía avisar urgentemente por internet a los familiares, que lógicamente estarían muy alarmados y debía tranquilizarlos en seguida. Notó en los ojos de la muchacha una luz de simpatía y comunión. Tenía que correr. La doctora lo entendió. “Corra, vaya”. Sonrió, mordaz, al entrar en el ascensor. La médica se había tragado el cuento. Aún era capaz de fabular a pesar de su estado.
Al salir del ascensor en la planta baja, se preguntó cómo hacerlo efectivamente ahora, de manera que no fallase ni pudiera detenerlo nadie. Ya había instruido al heredero sobre cómo obrar, así que no era necesario hacer nada más. Debía actuar cuanto antes, buscar una altura eficaz desde donde saltar al vacío, pero al dar el primer paso en la calle, bajo el caliente resplandor del verano madrileño, se preguntó si era indispensable hacerlo. La sonrisa de un taxista al aupar al vehículo a una señora impedida, inexplicablemente, le inspiró esa duda. ¿Tenía que hacerlo, sin más remedio? ¿Y si ocurría un milagro precisamente ahora?
Esperaría un par de días más. Pero, de todos modos, tenía que hacer de verdad lo que había pretextado a la médica, debía afrontar el fracaso con gallardía. Necesitaba avisar cuanto antes de que continuaba vivo. Impulsado por la urgencia, corrió avenida adelante aunque las fuerzas le fallaban, subió a su vivienda bajo la mirada maravillada del conserje, abrió nerviosamente la puerta y escribió en el ordenador una nota muy breve, que envió sin repasarla siquiera como hacía ordenadamente siempre con sus escritos.
La dramaturga no podía creer lo que estaba leyendo. Furiosa, se preguntó qué hacer con el maravilloso drama que había bocetado durante toda la tarde anterior. Tendría que romperlo. Maldito suicida del demonio. ¡Maldito derroche de eficiencia de la policía! ¿Por qué diantres no se había muerto ese desgraciado?
El comentarista comprendió con indignación que todas las tópicas florituras que había desgranado la noche anterior en la tertulia de la tele eran desmentidas por la realidad. ¡Menudo ridículo! Con lo bien que había interpretado ante las cámaras el papel de amigo desconsolado… Maldito suicida que el diablo se llevara, ¿por qué no aprovechó el desvergonzado el primer descuido de la policía para suicidarse? ¿Por qué no se habrá matado el hijo de puta en cuanto lo dejaron salir del hospital? ¿Por qué no se muere de una puñetera vez?
El cronista colgó el teléfono con un golpe seco, indignado. ¡Habráse visto! Ya no se podía uno fiar ni de un suicida aparentemente serio. La dramaturga acababa de darle la noticia y ahora su indignación ascendía entre hervores como la lava en un volcán, e iba a explotar en seguida. Miró la pantalla del ordenador. ¡Con la pieza irrepetible que había escrito! Había quedado satisfechísimo con el obituario, pero menos mal que aún estaba inédito porque lo previsto era que lo publicasen el sábado. El maldito no suicida iba a malograrle la mejor página de su vida. No podía ser. La conservaría. Tocó la tecla. Guardaría el archivo para usarlo en cualquier ocasión futura. A lo mejor tenía suerte y repetía el mismo suicida…

4 comentarios:

Tintin dijo...

Amigo, no le conozco personalmente pero es una lástima que un escritor se pierda por no pedir ayuda al único que puede brindársela, un buen psiquiatra.

Hagame caso y vaya a la consulta, expliquele sus cuitas, que lea este blog. Ya verá como le ayuda y enseguida encuentra usted primero, la paz, y luego el camino como lo encontraron las personas de "La desbandá".

Lo que usted tiene puede arreglarse con la terapia adecuada que ayude a su maltrecha alma a encontrar la liberación que aunque no lo crea nunca le dará el suicidio. Debe de seguir escribiendo, esa es su mejor arma, pero debe de estar bien para no resultar como hasta ahora, digamos que algo cansino.

Pida ayuda a un/una profesional y dejese de memeces hombre de Dios! Si la estafa a la que alude es cierta podrá demostrarse pero mientras su salud no esté en condiciones óptimas va usted a continuar perdiendose en un bucle de malsana desesperación que acabará por engullirle.

María Vicenta dijo...

Siga adelante, señor Melero. Resista. Tiene que conseguir que se castiugue a esa hija de puta y no siga matando el talento de tanta gente. Adelante

Harto dijo...

pillado ayer en un foro de periodistadigital!!!


EL SUICIDA


Costal de vanidad, loco ridículo,
saco de ingratitud, soberbia y cuento,
odre sin una gota de talento,
canasto de cultura de fascículo,

la ruindad le pudre en su cubículo:
a quienes le apoyaron con aliento,
“bolleras” llama hoy este elemento
que ansía que le den por el versículo.

“¡Que me mato!”, vocea el día entero
para hacerse notar. ¿Quién crees que eres,
espejo, ejemplo y luz de fantasmones?

¡Pues mátate, si es eso lo que quieres,
archienvidioso, fatuo, Vil Melero,
y deja de tocarnos los cojones!

COCOLISO dijo...

¿ Cuando fue la última vez que regalasteis tiempo a una persona?, ¿ Te interesasteis por un padre, hermano o un amigo venido a menos?. La visión del creativo, es difusa y tiende a obviar situaciones reales de la gente que vive a su alrededor. La apuesta es muy arriesgada, si sus obras tienen éxito vivirá feliz estará rodeado de un ejercito de aduladores, el renunciar a un pasado que te avergüenza no te costara nada, bastara con inventar uno más de tu agrado. Pero si por lo contrario el fracaso llama a tu puerta, tendrás que asumir el precio que has de pagar, tu “ yoyismo” (primero yo, segundo yo y siempre yo) ha hecho que en tu camino hayas dejado atrás a la gente que para ti carecía de valor, la aureola de éxito te hizo prescindir de ellos, que en definitiva son los que siempre quedan, por que su afecto es incondicional.