viernes, 22 de agosto de 2008

CUENTOS DEL AMOR VIRIL


Hace tiempo que tengo organizado un libro de una colección de relatos, con el título de “Cuentos del amor viril”. Como indica este título, se trata de cuentos donde narro grandes amores entre hombres, pero trato de abordar el asunto con verdadero romanticismo y delicadeza, sin erotismos descarnados a la manera de los sex.shops.
Reproduzco las primeras páginas de uno de ellos.

EL PRODIGIO DE ALÍ

Elías y Juan Manuel habían iniciado a la vez la carrera cinematográfica cuando todavía eran adolescentes. Durante los comienzos de pensiones baratas y bocadillos de salchichón por el centro de Madrid, entre confidencias y sueños compartidos, ambos creían tener una brillante vida de actor por delante, iban a ser famosos con toda seguridad y a lo mejor hasta conseguían que se les abriera un postigo en Hollywood. Pero aparte de los trabajos de extra que lograron juntos los primeros años, sólo Elías llegó a interpretar algunos papeles de cierta relevancia que, con altibajos, le permitieron sobrevivir veinte años, durante los que, entre pocas mieles y muchas hieles, tuvo que ir asumiendo a duras penas que la actuación no era lo suyo.
Entre serios disgustos, algunas evasiones de los caseros y muchos ayunos involuntarios, la frustración y el desánimo le hicieron recordar poco a poco algo muy importante que la ambición que lo conectaba a Juan Manuel le había hecho dejar de lado. Desde sus años escolares, solía emborronar las orillas de los cuadernos con dibujos de todo lo que tenía cerca; condiscípulos, maestros, pupitres y materiales escolares fueron modelos de excelentes ilustraciones a manera de orlas. Y seguía emborronando de adulto los libretos de cine y televisión, como un método para descargar la adrenalina sobrante y la tristeza progresiva por la convicción de que no le esperaba más destino que el de un mediocre actor de reparto, perpetuamente a la espera de lo imposible, siempre postulante y nunca realizado. Comenzó a dibujar retratos de los compañeros de reparto entre elogios inesperadamente entusiastas, y sin pretenderlo comenzó a encontrarse con algún que otro encargo pagado, aunque modestamente. Cuando ya se había convencido de que lo suyo no era ser artista de la escena, los compañeros le hicieron descubrir y le obligaron a reconocer que poseía gran talento como pintor. Artista de todos modos.

Entre tanto, durante esos mismos quince años Juan Manuel amasó una fortuna muy considerable en el negocio de la producción de espectáculos. A diferencia de Elías, carecía de otros recursos artísticos, y por ello tardó mucho menos en comprender que lo que le aguardaba delante de las cámaras no era la prosperidad. De tanto recibir negativas en las agencias, de tanto ser rechazado en los “castings”, fue aprendiendo los intríngulis, las zancadillas y puñaladas, los recursos y vericuetos del negocio, de manera que con un cierto cinismo y mucha rabia por la ilusión juvenil frustrada, supo alentar las ilusiones de los demás y convertirlas en comisiones y ganancias extraordinariamente abultadas.
Tras el matrimonio de Juan Manuel, que fue el punto de inflexión definitivo de su distanciamiento, supieron intermitentemente uno del otro, aunque con el enfriamiento progresivo de la amistad que ambos se habían jurado eterna, un enfriamiento que fue amontonando hielo sobre sus direcciones respectivas y sobre cualquier hilo telefónico que les pudiera comunicar. Juan Manuel opinaba que Elías se había vuelto demasiado arrogante para unos papelitos cinematográficos que no pasaban de mediocres y Elías hallaba que a Juan Manuel y sobre todo a su mujer, les gustaba demasiado ostentar su prosperidad, con un exhibicionismo impropio del modesto origen que ellos dos habían compartido.
Sin perder ni desdeñar jamás la nostalgia de la hermosa amistad juvenil, se detestaron mutuamente durante algunos años, presos ambos de sentimientos contradictorios, puesto que ninguno dejó nunca de interesarse por las peripecias del amigo y cada uno se mantuvo al tanto de lo que el otro hacía. Exceptuando los últimos cuatro años, tiempo en el que Elías se eclipsó completamente para Juan Manuel, quien no paró de preguntarse qué sería de "ése", pronombre pronunciado ante su mujer y los amigos comunes en alta voz con un deje de indiferencia y cierto tono despectivo, que enmascaraba en realidad la ternura preocupada y la emocionada añoranza que contenía la pregunta.
Finalmente, tuvieron una nueva oportunidad en la madurez.

Tras el último papel que había interpretado, razonablemente retribuido, Elías creyó al cobrarlo que podía ser la última oportunidad de salvarse, su trampolín para encontrar su verdadero camino. No compró ropa ni volvió a afanarse en los gimnasios para atar con imperdibles la juventud inmarcesible que se le exigía en los platós; tampoco volvió a afanarse de fiesta en fiesta en busca de contactos profesionales. Pasó tres años encerrado en un almacén que acondicionó como taller, pintando la exposición con la que esperaba alcanzar el triunfo como pintor, tiempo suficiente para que se agotara el saldo de la cuenta del banco. No lo descubrió porque le faltase el dinero para comer, puesto que con frecuencia se olvidaba de hacerlo mientras pintaba como en trance, sino porque el banco devolvió un cheque con el que había pagado los materiales en la tienda de pintura, circunstancia que le comunicaron al acudir en busca de cinco lienzos y una colección de tubos de óleo, que le denegaron.
Como un mazazo despiadado que le devolvió a la realidad, supo Elías de repente que no tenía con qué sobrevivir, porque la Seguridad Social le negó el subsidio de paro a pesar de haber pagado sumas exorbitantes durante diecisiete años, razonando la negativa en el hecho de que hubiera cotizado como autónomo. La cruel indiferencia de la funcionaria que le comunicó que no tenía más salida que la mendicidad por no haber trabajado por cuenta ajena, ni siquiera le causó dolor, sólo estupor, porque no podía creer que vivía en un país cuyos gobernantes condenaban a un hombre a la muerte por haber tenido iniciativa y autonomía y haber sido capaz de sobrevivir durante veinte años a la inseguridad permanente de la profesión de actor.
Durante algunos meses, Elías pudo vivir precariamente malvendiendo algunos de los cuadros acabados, el televisor, el equipo de música, el reloj y casi toda su ropa. Agotado todo lo vendible, volvió a hacer antesala durante dos meses más en las agencias artísticas; la tez que el ayuno y los malratos iba volviendo progresivamente macilenta, dinamitaron toda posibilidad de conseguir un papel
Incapaz de comer en un asilo ni de pedir un préstamo a nadie, Elías se encerró en el taller dispuesto a morir de inanición.

Rosa, la esposa de Juan Manuel, lo llamó a la oficina para darle el recado:
-¿Te acuerdas de aquel Elías?
-Por supuesto.
-Lo acaban de ingresar en el hospital. No ha tenido más ocurrencia que dar tu nombre como pariente más cercano, y nuestra dirección y teléfono.
-¿Que Elías está en el hospital? ¿Qué le pasa?
-Un amago de infarto. Lo descubrió por casualidad el dueño del local que usa como taller, porque ahora se dedica a la pintura. No se ha muerto por poco.
-Salgo para allá.
-Juan Manuel, ¿no estabais enfadados?
-Jamás hubo verdaderamente un enfado, Rosa. Sólo distancia.
-Pero nunca fue muy cordial con nosotros. Quiero decir contigo y conmigo juntos, a dúo. Cuando tomábamos copas los tres, de solteros, siempre me hacía sentir como si yo fuera una intrusa.
-Rosa, Elías es uno de mis mejores amigos. No, no es uno de los mejores, es el que más he querido en toda mi vida. Ahora tiene dificultades, un problema gordísimo. ¿Qué importan esas bobadas de juventud?

-Me voy a sentir un intruso -repitió Elías mientras Juan Manuel conducía el coche- ¿No crees que sea inoportuno?
-Por favor, Elías, no me ofendas. Para eso están los amigos.
-Es que... nunca llegué a intimar con Rosa, no le era simpático. De hecho, si recuerdas bien, siempre me trató como si se sintiera muy celosa, cuando tú la obligabas a que yo saliera con vosotros.
-¡Qué tontería! Ella lo veía completamente al contrario; creía que tú no la aceptabas. Desde luego, hay que ver cómo nos engañamos por no hablar con claridad. ¿Por eso fuiste apartándote de nuestras vidas en cuanto nos casamos?
Elías asintió.
-Pues estabas en un error. En aquellos tiempos, Rosa me decía con frecuencia que le daba alegría de que estuviésemos juntos casi siempre, porque así yo no me colgaría de nuestras compañeras de reparto. Hijo, con razón te fuiste convirtiendo en un muermo taciturno y más huraño que un puerco espín; si hasta daba la impresión de que el celoso fueses tú…
-Pues imagina si eso va a continuar mientras viva con vosotros…
-Rosa está de acuerdo con que te vengas a casa, no te preocupes. Te aconsejo que no te tomes en serio sus rarezas, porque a nadie le parece una persona muy cordial al principio. Pero es muy buena gente, acuérdate; es muy maternal, va a cuidarte muy bien y con nosotros estarás estupendamente, y podrás restablecerte.
Tras aparcar frente el jardín, Juan Manuel no consintió que Elías cargase las maletas.
-Déjalas en la acera. Mi hijo vendrá a recogerlas.
-¿Tu hijo? ¿Tan mayor es ya?
-Coño, Elías, hace más de diecinueve años que me casé. Alí tiene dieciocho años y Estela, casi diecisiete.
-¡Cómo ha pasado el tiempo! No puedo creer que haga más de veinte años que actuamos juntos en aquella mierda de película.
-Sí, chico; el tiempo pasa volando.

La habitación que le habían asignado disponía de una terraza cubierta, una especie de mirador que tal vez podría usar como estudio de pintura.
A la semana, Elías había recuperado las fuerzas, pero no las de antes de la crisis cardiaca, sino las de diez años atrás. La piscina de Juan Manuel, el sol en el jardín, la buena alimentación y la serenidad del ambiente familiar representaron una medicina muy eficaz, de modo que se sintió rejuvenecer; descubrió en el espejo que se había quitado un montón de años de encima sin pretenderlo.
Sin embargo, en medio de la bonanza soplaba en el debilitado corazón de Elías una tempestad, porque había surgido un problema inesperado y muy grave. Una de las razones fundamentales de esa nueva juventud, acaso la que más había influido, era la presencia casi constante de Alí.
Medio en serio, medio en broma, Juan Manuel le confesó que había llamado así a su hijo como un homenaje a su mejor amigo, dado el parecido fonético de Alí con Elías, nombre que Rosa no había aceptado. Al tiempo que preparaba la selectividad, Alí practicaba lanzamiento de jabalina, deporte con el que había ganado varias medallas. Ahora, vivía pendiente de ser seleccionado para las próximas olimpiadas. Juan Manuel había hecho instalar una especie de gimnasio en un ángulo del jardín, en la zona solada junto a la piscina, donde Alí dedicaba al atardecer largas horas a su entrenamiento de fortalecimiento muscular. Durante los frecuentes descansos, hablaba siempre con Elías.
-Mi padre ha traído tres vídeos de películas donde sales tú. ¡Tengo ganas de verte por fin!
-Son una porquería, Alí. Te vas a llevar una decepción.
-No, hombre. Por muy malas que sean, son películas y tú estás en ellas.
Elías apretó los labios. El corazón, su frágil corazón, se le desbocaba cada vez que Alí pronunciaba una de estas frases.
-Tuvo que ser espléndido trabajar en el cine -comentó el joven.
-Pasé muchos malos ratos.
-¿Y en qué trabajo no se pasan malos ratos? Por mal que lo pases, el cine es el cine. Tiene que ser fabuloso que la gente te reconozca.
-A veces, y según dónde, resulta molesto.
-Además, ligarías mogollón. Con tu pinta...
Elías comenzó a plantearse que tenía que abandonar cuanto antes el amigable cobijo de Juan Manuel; de otro modo corría el riesgo de dar alas al sentimiento que se estaba inoculando en su pecho, que invadía sus entrañas, que conquistaba cada día nuevas parcelas de su pensamiento e impregnaba sus cinco sentidos volviéndolos indiferentes e insensibles a otros estímulos. Estaba obligado a distanciarse del dios intocable que inspiraba tales emociones, pero ¿dónde ir? No tenía un euro ni familia a la que acudir.
Descubrió que debía apartar la mirada de Alí mientras realizaba sus ejercicios justo bajo su terraza, porque los ojos se le escapaban hacia las sólidas piernas cubiertas de vello castaño claro; hacia el holgado calzón de punto que, por no apretarle, revelaba más de lo conveniente; hacia el pecho donde en las proporciones juveniles comenzaba a tallarse una musculatura de campeón olímpico; hacia el cuello donde la prominente nuez saltaba en cada una de las profundas inspiraciones; hacia el mentón y los pómulos dibujados por Leonardo; hacia toda la extensión de una piel que era crema de vainilla.
-¿Por qué no entrenas conmigo? ¿No dice el médico que un poco de ejercicio te ayudaría a restablecerte?
Alí estaba en ese momento recostado en el banco de press. Elías tenía que apretar los párpados para no devorar con los ojos el pequeño ombligo recortado por los abdominales, como una rendija que se abriera a un mundo de golosinas de cuento de hadas.
-Te aburrirías, Alí. Yo no podría seguir ni remotamente tu ritmo.
-¡Qué me voy a aburrir! Me lo pasaría mejor. Venga, baja y échate aquí y no te preocupes. Le pondré muy poco peso a la barra.
-No, Alí, discúlpame: estoy un poco cansado. Quizás otro día.

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1 comentario:

Carlos LABARTA dijo...

La foto, desde luego, es bastante sugerente... Ja,ja... Gracias por decorar tu blog... Prueba a hacer una recopilación de este tipo de fotos. Es muy posible que así, tu editora, se sienta con más ganas de publicarte otro libro y esta vez, pagarte por derecho.